SEIS TRIUNFOS

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

Hay enigmas, adivinanzas, un bosque de símbolos que apenas cabrían en un robusto diccionario y que el tiempo no hace sino tornar más oscuros. O eso creo.

La verdad es que voy a tomarme el atrevimiento de escribir sobre temas en los que soy bisoño: los Triunfos de Francesco Petrarca y la literatura emblemática.

Petrarca fue un precursor del Renacimiento, su Cancionero es relativamente bien conocido, no así sus Triunfos. Sin embargo, habría que pensar que fue una obra influyente en su tiempo, baste considerar las pinturas de Francesco Pessellino y de Zanobi Strozzi, o lo que es más de llamar la atención: un mural que se encuentra en La Casa del Deán en Puebla. ¿Qué estaba pensando cierto poblado novohispano el día que decidió que deseaba una de sus habitaciones decorada por los triunfos petrarquistas? Es algo que por lo menos a mí me quita el sueño.

¿Pero qué cosa son los Triunfos, de qué van? Es un poema alegórico en seis partes dividido, cada una de las cuales representa una entrada triunfal de un concepto personificado, como ya había dicho. ¿No lo había dicho? Será que a veces me salto explicaciones.

El arte de saltarse explicaciones es muy parecido al de crear símbolos, o bien, el de hacer poesía enigmática. Yo escribí por ejemplo lo siguiente:

I

Grita corriendo caprichos el niño;

tira monedas, bebidas y libros,

olvida tareas al desaliño.

Nada respeta  su infantil flecha:

todo destruye Amor, todo lo vence.

Siempre ha sido así: muy corto de mecha.

Quien lo leyera, con justa razón podría criticarme que ni parece un poema, que es más raro que interesante. Sin embargo, creo que yo que aun sin una descripción precisa, el lector podría evocar las múltiples imágenes de Cupido, que es el personaje emblemático del descuido infantil y del rápido entusiasmo amoroso. Luego escribí:

II

Se impone el unicornio sin fiereza

y virginidades blancas conduce

educando al loco Amor con firmeza.

Si fieles unicornios prevalecen

aguardando una boda indisoluble

es por su castidad que resplandecen.

No me negarán que tiene un sonsonete curioso, pero más allá de las críticas al desajuste métrico que me aventé, lo lógico es que quien lea me pregunte qué quiero decir. Lo cual no deja de tener mérito en mi opinión, pues si yo tuviera a Lezama Lima o a García Lorca, en verdad no les preguntaría qué quisieron decir, más bien les pediría que ni trataran de explicarme, que ya mejor así me dejen. No es el caso con mis versos que aluden a símbolos rastreables: unicornios-castidad, virginidad-blancura. En tercer lugar escribí:

III

Oscura, descarnada y solitaria,

reinando sobre el humo y la carroña,

con tus toros de luto, lapidaria.

Entierras unicornios, quemas niños,

a todos igualas, señora helada,

da lo mismo hacer odios o cariños.

Debe entenderse que es la Muerte la señora helada, tradicionalmente asociada a lo oscuro, pintada como esqueleto. Mis palabras no hacen más que reafirmar un estereotipo y no creo que sea especialmente difícil tener la certeza de lo que hablo y gracias a los anteriores sextetos también es comprensible que al decir “entierras unicornios, quemas niños”, me refiero a que la muerte acaba con la castidad y con los amores que son como niños.

IV

Doncella alada que en las nubes andas

con sospechosas y bellas trompetas,

con ellas a la misma muerte ablandas.

Busco quince minutos de tus besos,

si sueño es con tus labios trascendentes

y con mis dedos en tu piel impresos.

Tienen tres segundos para adivinar que en estos versos busco pintar a la Fama. A ella se le solía representar alada por aquello de su velocidad para crear treanding topics; con dos trompetas, una de fake news y otra de hechos verídicos.  La Fama somete a la Muerte porque la rebasa. En el segundo terceto aludo a una concepción moderna de la fama de quince minutos y me doy una licencia de lirismo.

V

¿Será un viejo río el viejo recuerdo?

Un río ya seco de tantas famas,

un río de datos en que me pierdo,

un río de días que se extravían

se decoloran, se van y se oxidan.

Al tiempo, nada las famas serían.

Es claro, creo yo, que quien derrota a la Fama es el Tiempo. ¿Qué se fizo el Rey don Juan? Preguntaba Manrique, y habría hoy que preguntar: ¿qué se fizo Jorge Manrique? La fama es una inversión de mediano plazo, pero a largo plazo todos seremos olvidados. Invertir en fama es como invertir en bitcoins. ¿De qué sirve el esfuerzo para realizar un gran aporte a la humanidad si los escolares de mañana igual reprobarán exámenes por no recordar a los más renombrados genios?

Finalmente…

VI

También el viejo río va a aquietarse;

presente eterno cual dragón perfecto,

sol, cielo y tiempo van a sosegarse,

nudo infinito es la Eternidad:

de Amor, Castidad, Muerte, Fama y Tiempo,

es el triunfo final de la Deidad.

Si la eternidad es, el tiempo no es. Así de fácil. Señor Tiempo, usted tampoco se sienta mucho. El Tiempo le hace los mandados a la Eternidad. Si la Castidad se come al Amor, y la Muerte a la Castidad, así como la Fama a la Muerte y el Tiempo a la Fama, al final sólo queda lo Eterno. ¿Y si no hay eternidad? Pues entonces queda el no-hay, aunque del no-hay no tenemos pruebas. Sólo tenemos vestigios del hay.

“El hay murmura en el fondo de la misma nada” escribió el poeta Emmanuel Lévinas, perdón, el filósofo. ¿Pero qué tiene que ver Lévinas con los Triunfos de Petrarca? No sé, todavía no lo descubro. Lo que sí sé es que una poesía que aluda al bosque simbólico, que haga visible los conceptos a través de prosopopeyas y metáforas ontológicas es una oportunidad para explorar otro tipo de creatividad poética. La poesía puede ser más racional. Y muchos discursos supuestamente racionales quizá sean en el fondo mucho más poéticos y alegóricos de lo que en un principio aparentan.

Por alguna razón o magia, ahora me imagino a Auguste Comte escribiendo en tercetos encadenados su teoría de los tres estadios: La edad teológica vencida por la edad metafísica y ésta a su vez derrotada por la edad científica, aunque todas sometidas por la eternidad alegórica.

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