El vampiro Vrael se consideraba a sí mismo una criatura sublime en el mundo de las tinieblas, una deidad entre larvas, como él les decía a los humanos que se revolcaban en la podredumbre de su existencia. A menudo se paseaba, cubierto con su túnica muy oscura, por las calles empedradas de la ciudad de Altaris, observando las luces mortecinas de las farolas de gas, las ventanas y puertas cerradas, y el palpitar de los corazones mortales del otro lado de las paredes, usando su aguda percepción capaz de detectar vida.
—Larvas —murmuraba mientras caminaba—. Frágiles, pero deliciosas presas.
Le encantaba cómo, mientras las carótidas se desinflaban con el punzar de sus colmillos, como flores marchitadas por un sol inclemente, la sangre descendía con calidez por su garganta, mientras intentaba suplir su hambre insaciable.
Vrael no escogía cualquier víctima, generalmente eran quienes podían permitirse mejores cuidados, médicos, descansos y comidas. Sentía un mínimo de sosiego con que sus presas fueran quienes se consideraban superiores a otros humanos.
Pero mientras devoraba las vidas de sus víctimas, sentía un vacío inmenso. Una lobreguez que le acechaba con una intensidad malsana. Continuaba sintiéndose insatisfecho. Como si, por más que se alimentara, ninguna de sus víctimas consiguiera hacerle frente, siquiera combatir con alguna posibilidad de ganarle, por más mínima que fuera. Como si su hambre no fuera solo física, sino simbólica o metafórica.
De igual forma, cada noche era una matanza. Esquivando las patrullas de soldados que cada jornada aumentaban en número por los crecientes asesinatos, que mejoraban también sus armas y armaduras —y es que el vampiro buscaba un desafío, no una muerte segura—, se infiltraba en los hogares de sus víctimas como una sombra, devoraba sus esencias sin piedad, y se marchaba rápido antes de generar alertas o que la luz del amanecer tocara los tejados de la ciudad. Para él, el asesinato no era más que un acto natural, misma cosa que cazar para los mortales.
—Simplemente ganado —pensaba mientras lamía la sangre de sus colmillos—. Yo soy el depredador ápice.
Así como los humanos consideraban a los animales como comida…
Una noche Vrael salió con un hambre voraz de su escondite estratégico en el campanario de la ciudad. Pero en esa sesión ocurrió algo distinto: mientras se deslizaba en silencio, como un cuchillo cortando el viento a su paso, encontró una mansión, aparentemente abandonada, pretendiendo esconderse de un grupo de soldados cercanos. Esa edificación era monstruosa con gárgolas de piedra que parecían vigilar desde las cornisas, y las sombras en el interior parecían tener vida propia. Las paredes mohosas olían a muerte, pero Vrael no le prestó demasiada atención a eso. ¿Qué era el hedor mortecino para alguien que había superado la mortalidad?
Al avanzar por los corredores polvorientos, el sonido de algo pesado moviéndose abajo, rasgó la afonía casi ominosa, y capturó su atención. Encontró una puerta de metal semiabierta con una escalera de caracol del otro lado. Descendió a un sótano en el que el mayor de sus horrores, recién comenzaba.
El lugar estaba iluminado por una luz verdosa que brillaba sobre tubos de cristal, engranajes metálicos y mecanismos que liberaban vapor a presión. La visión parecía arrancada de alguna pesadilla steampunk. Pero lo más espeluznante era lo que se encontraba en el centro de la habitación… había un científico, de mirada desquiciada, con el cabello desordenado y los ojos grises brillando con la demencia de quien ha visto el abismo y, después de que este le devolviera la mirada, decidiera quedarse mirando. Frente al científico, encima de una camilla de metal ensangrentada, estaba una gigantesca amalgama quirúrgica con partes mecánicas y cadáveres, humanos y animales. Tres cabezas afloraban del pecho: una cabeza de una mujer, otra de un hombre y otra de una cabra negra.
—¡¿Qué…?! ¿Q-Qué demonios sucede aquí…? —susurró Vrael para sí mismo.
El científico se volvió hacia el vampiro con inquietud y emitió una sonrisa enajenada.
—¿Cómo llegaste aquí…? —gruñó con una voz chillona.
Vrael dio un paso atrás, pero antes de que pudiera encadenar otra acción, el científico operó una palanca cercana. La puerta de metal del sótano se cerró con un estrépito ensordecedor, sellando la única posibilidad de escape del vampiro. Luego movió otras palancas, y alrededor varias jaulas se abrieron con chirridos mecánicos. Desde las sombras emergieron unas criaturas que Vrael, aunque había visto, estaban modificadas: eran lo que en su momento fueron dos lobos… enormes y musculosos, con sus enormes y tajantes colmillos de acero brillando con esa luz tenue, y sus ojos eran pozos negros, profundos, vacíos de cualquier rastro de vida; artilugios innaturales.
—¡Ataquen! —ordenó el científico.
—¡Mierda! —exclamó Vrael con sus manos temblando por primera vez en siglos.
Los lobos lo atacaron sin piedad, y el vampiro consiguió lanzar a uno por los aires para estrellarlo contra el techo, pero a pesar de su velocidad y fuerza no pudo evitar que el otro lobo lo mordiera en el antebrazo izquierdo, arrancándole un pedazo de su carne inmortal. El dolor lo atravesó como un relámpago impactando en la tierra. Su corazón latió con fuerza.
—¡Malditas abominaciones!
Con una furia descontrolada, rasgó al lobo atacante en dos, sus garras se deslizaron a través de la carne y el metal con la brutalidad de un carnicero manejando un hacha afilada. El otro lobo le saltó encima, tratando de morderle el cuello, alcanzó a rasgarle tejido del hombro derecho, pero Vrael lo decapitó en el aire de un único movimiento.
—No puedes ser humano… —susurró el científico, arqueando su ceja derecha.
—¡Malditos monstruos! —rugió Vrael, jadeando, mientras sus heridas intentaban cerrarse gracias a la bendición de la regeneración vampírica, pero algo estaba mal. Las fauces de los lobos monstruosos emitieron un veneno que le quemaron como ácido ralentizando su curación. Sus células luchaban brutalmente contra esa contaminación.
Otros dos lobos salieron de sus jaulas y Vrael afiló la mirada.
—¡Ataquen! —ordenó de nuevo.
Nuevamente otro ataque. Las dos abominaciones rodearon al vampiro, atacándolo al unísono, lograron rasguñarlo y morderlo. El vampiro sangraba y respiraba agitado. Retrocedió, decapitó al primer lobo. Esquivó, atravesó el vientre del segundo.
Mientras sacudía la sangre de sus garras, miró al científico con una intensidad sublime
—¿Qué haces aquí abajo, maldito humano…?
—Ciencia…
—¿Ciencia? ¡Ja!
—Sí, y serás un buen material para mis experimentos.
—¿Yo? ¿Un buen material para tus experimentos? —Vrael sonrió con soberbia, aunque pronto, recordó el ardor en sus heridas, y la sonrisa se le borró del rostro.
Empezó a caminar directo al científico, pero este último habló:
—Necesitaré fuerza bruta. No pensaba que fuese el momento —chilló el científico con sus ojos desquiciados, emitiendo un brillo aún más fuerte que antes—, pero ahora lo es…
—¿Momento…? ¿Momento para qué? —preguntó Vrael, sintiendo por un momento que la parca le empezaba a respirar en la nuca.
—Aún faltaban pulir ciertos detalles, pero bueno…
Veloz, activó una serie de palancas y botones en un panel de control cerca de la camilla. Esa secuencia de activación, provocó que una corriente de vapor pareciera que reventaría la maquinaria. Desde lo alto de la sala, una descarga eléctrica azulada iluminó el cuarto y golpeó a la gigantesca abominación en la camilla, convulsionando entre tanto emitía sonidos guturales, como si docenas de voces distintas trataran de conversar al mismo tiempo. La electricidad hizo vibrar el cuerpo inmundo, haciéndolo levantar como si un titiritero invisible le diera vida.
—¡No…! No lo hagas —imploró Vrael, tarde, porque la abominación ya estaba activada. Sintió un miedo primigenio atravesarlo como un puñal de hielo. El vampiro, que tantas veces había sido la muerte para otros, ahora sentía la muerte besándolo de una forma casi poética.
—¡Destrúyelo, mi gran obra maestra! —gritó el científico con lágrimas de felicidad, éxtasis, surcando su rostro.
Empero la abominación, incapaz de comprender la complejidad de las emociones humanas, rugió y lanzó un poderoso puñetazo hacia su creador. El científico fue lanzado contra la pared como una muñeca de porcelana rota. Su cuerpo explotó en una masa de carne, sangre y vísceras, que se esparció por las paredes como una escena de arte grotesco.
Vrael, impulsado por su tentativa de supervivencia, mostró decisión en sus gestos ¿Qué más podría hacer? Frunció el entrecejo y se arrojó contra la bestia con una velocidad inconmensurable. Consiguió golpear a la abominación en la cabeza de la cabra negra, que ni siquiera se tambaleó, en cambio respondió con un poderoso manotazo que, aunque el vampiro esquivó, destrozó varias tuberías, e incluso el mismo suelo, como si fueran de barro.
Vrael dio varios pasos hacia atrás. Observó la escena con sus ojos muy abiertos, analítico, respiró profundo. Utilizando sus garras, intentó dañar el cuerpo de la abominación —apenas heridas superficiales—, que rugió como si estuviera riéndose en un acto desafiante mientras respondía con lentos, pero poderosos manotazos, que, de acertar, dejarían al vampiro fuera de combate.
Aunque Vrael atacaba y esquivaba de forma magistral, sus ataques no surtían efecto real. Intentos fútiles que poco a poco fueron sumergiéndolo en un pozo de angustia, hasta que la abominación consiguió acertarle un violento puñetazo que lo arrojó al suelo, escupiendo una bocanada de sangre sobre sí mismo. Tanta sangre consumida de otros, ahora su propia sangre bañándole su propio rostro: irónico.
El vampiro intentó levantarse, pero cayó de rodillas presa del dolor, agotamiento y múltiples fracturas que no curaban lo suficientemente rápido.
La abominación se volvió hacia él, con sus múltiples cabezas emitiendo sonidos ininteligibles. Era un coloso de muerte y destrucción, una parodia de lo que alguna vez fue algún… algunos… seres vivos. Fragilidad transmutada en la colosal fuerza de algo que ya no era natural, siquiera terreno. Su sombra cubrió al vampiro, y por primera vez en su existencia inmortal, Vrael supo lo que era enfrentar la verdadera desesperación.
Alzó su mano izquierda, temblorosa.
—Detente… por favor… ¡Piedad! —suplicó con su voz apagada por el horror. Empezó a arrastrarse hacia atrás, haciéndolo hasta golpear su espalda con una pared helada.
¿Piedad?, Vrael nunca sintió piedad de sus víctimas. Ademes, ese era un concepto que la abominación no entendía, claramente no entendía ninguno, ya lo había demostrado con su creador.
Cazador cazado, puede leerse poético. Presas malformadas, llevadas al extremo, convertidas en un horror superior al mayor de los horrores “naturales”.
La abominación solo avanzaba, renqueaba y destruía, y, mirándola aproximarse, Vrael comprendió que la muerte, en todas sus formas, era una única constante. No importa cuán alto alguien creyera encontrarse en la cadena alimenticia, tarde o temprano, todo se reducía a terminar devorado por algo más grande, más oscuro, y más despiadado. Y así, la abominación dirigió un atroz puñetazo al rostro del vampiro, destrozándolo contra la pared.
El vampiro cayó, no como un dios, sino como una presa más en la inmensa maquinaria de la vida y la muerte. Y antes de morir, con sus últimas exhalaciones, comprendió que los humanos no eran solo larvas, que podían ser capaces de cosas realmente temibles con su inventiva, como las larvas que después de sumergirse en un capullo, surgían como algo diferente. Como las mariposas que algunos dicen son hermosas, pero en realidad son seres hórridos…
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Cristian Guevara (Cali, 1989) es escritor y psicólogo colombiano. Concibe la escritura como un territorio donde explorar los límites de lo real y lo imaginario. Su obra se centra en poesía y cuento, con afinidad por el suspenso, ciencia ficción y terror. Busca que cada relato genere un impacto duradero en el lector, sumergiéndolo en atmósferas inquietantes y despertando reflexiones que trasciendan la última página. Entre sus influencias figuran P. K. Dick, Chuck Palahniuk, Ursula K. Le Guin, Arthur C. Clarke, Clive Barker, H. G. Wells, Ray Bradbury, Stephen King y H. P. Lovecraft. Ha publicado en más de un centenar de revistas y antologías hispanoamericanas, entre ellas: Pactum, Dogevena, Codex Sulpurista, Albores caipell, Paladín, Inquisidor, Narrativa, Sonámbulo, El creacionista, Clan kütral, Sarape de neón, El nahual errante, La navaja extraviada, Nova talassa, Crónicas ómicron, Aion.MX, Casa Usher y Voces indelebles, consolidando su presencia en el panorama literario contemporáneo.
