LA EXPIACIÓN DE UN ALMA COERCIDA

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

Hubo un tiempo en que mi vida no tuvo sentido, vivía extraviado en el desequilibrio de la inutilidad, llegando hasta a juzgar mi propia existencia. En ese entonces alternaba con un grupo de rockabilly, yo era el contrabajo. El tónico de nuestras fiestas era mezclar música, alcohol y desenfreno. Seguir el paso a tres jóvenes desquiciados fue todo un reto. Nunca pude conectar con ellos, pero fue propiamente debido al chico que me percutía. Los sonidos del slap desde mis cuerdas eran quejidos de discordancia. En principio pensé que se trataba por su inexperiencia y fui paciente. Esperé, ensayo tras ensayo, hasta perder la esperanza de sentirme realizado, conformándome con la incertidumbre de saber que existía un después.

Mi recuerdo más primitivo fue despertar de un largo encierro y reconocer mi naturaleza. Supuse que la música era una expresión del alma, pero siendo instrumento no estaba dado a liberarla sino por carácter de la manipulación. Fui entregado a ese mi primer propietario y nada cambió desde entonces. Mis neurosis incrementaron, secundadas por el pensamiento de que posiblemente yo era el problema. Al tiempo así lo confirmó un músico de otra banda, dijo que yo no era un contrabajo, y trató de “novato” a mi ejecutante. Le enseñó la diferencia de poseer seis clavijas para seis cuerdas, y que el que sólo trajera cuatro no me convertía en uno de ellos, pero no supo definir mi condición de artefacto, dejándome aún más confundido.

Limitado a no poseer libertad fui abandonado en una casa de empeño. Al no ser reclamado me dispusieron frente a un aparador desde donde vi el transitar de personas indiferentes a la música que me observaban por un instante sin notar mi poder intrínseco. Divagaba en mis impulsos a irrumpir, sumido en ansiedad y condenado a la espera. En un momento de postración pensé que la música no era la expresión del alma, como creyera, sino el alma misma, y que al ser tocada en cualquier instrumento renacía, dejando a la materia sin potestad, relegándola a un simple objeto en sustitución. Me sentí cansado y volví al mutismo que me hizo desear hacer lo que fuera por sentirme vivo, en vez de rebuscar en mi esencia.

No sé definir el tiempo, no es algo que se me dé naturalmente, sólo sé que pasó bastante y desperté anquilosado, sintiendo el tacto de unas suaves manos sobre mis únicas cuatro cuerdas. Un sonido en pizzicato hizo vibrar mi caja de resonancia. La hermosa mujer que pagó mi libertad dijo que el sonido era bueno y me llevó con ella. A las horas reposaba en su departamento, sobre una base para violonchelo. Después de encordarme ordenó mi afinación, ejecutando un ejercicio con arco que a pesar de escucharse elocuente pareció no gustarle. Con una lámpara miró al interior de mi cuerpo, por el orificio de mis ces, supuse que sabía lo que sentía por ella y lo constataba, pero contrario a eso exclamó con sobresalto que yo no poseía alma.

Al notar el lenguaje corporal de mis hombros me confesó que era de su agrado, que independientemente de lo que pasara cuidaría de mí como una dría a su árbol. Desde mi recogimiento no pude expresarle mi sentir, permanecí en silencio. Después de realizar una llamada llegó un tipo con el signo marcado de tensión en su sien. Tras un largo análisis detalló mis atributos indicando que yo era una viola de gamba. Un trabajo inconcluso del lutier Calatrava, que en la espalda escondía la talla con las primeras cuatro letras de su nombre. Cala, era la firma de un instrumento sin terminar del maestro. Que siendo un cordófono del siglo XVIII, habría de llevarme con alguien que se atreviera a concluir su obra.

Fui confiado a aquel hombre al que llamaré enterrador. Retiró la pica de mi base y me posicionó supinamente en un estuche de chelo para iniciar un largo viaje. Llegamos de noche a un cementerio. Cargó conmigo, con dificultad, hasta una lápida de la que removió su loza para situarme dentro. Lo supe hasta el momento en que abrió el estuche para dejar una nota sobre mi caja. Después regresó la loza y escuché el sonido de sus pasos alejarse. No puedo asegurar cuanto tiempo permanecí enterrado, lo único que recuerdo es que desfallecí. Fui sustraído de día por un viejo delgado pero corpulento que dejó el estuche y me condujo hasta una carreta tirada por un burro. Surcamos por calles de tierra, distintas a las que recordaba.

Llegamos a un cálido taller, el cual me hizo evocar un recuerdo aislado. Sin retardo el viejo hizo uso de sus habilidades, despojándome de las cuerdas y de cada parte en sustitución. Teniéndome en sus manos preparó una mezcla de resina y madera para revestir el orificio dejado por la pica innecesaria. Se mantuvo callado en todo momento, reparando en cada minúsculo detalle. Disfrutaba de su labor teniendo el tiempo de su lado. Fue hasta que necesitó dotarme de personalidad que decidió hablar. —La nota dice que requiero de un alma en específico. A esa chica no la mereces y sin embargo te reclama —dijo y se perdió por un marco sin puerta, a un costado de un horno, dejándome en desconcierto.

Regresó con un cilindro de madera en sus manos. —He tenido que luchar por tu alma en los infiernos —dijo secándose el sudor—. Eres un tipo excepcional. Dicen que te suicidaste por celos sin fundamento. Que por tu error purgaste una condena de mil quinientos años de verla enamorarse, en mil quinientas vidas, de mil quinientos hombres diferentes —lo dijo a la par de que situaba el cilindro a presión, entre tapa y fondo, al interior de mi cuerpo. Hasta entonces recordé el pasado, sintiendo vergüenza, y la necesidad urgente de volver a sus brazos—. No lo hago por ti sino por ella —agregó y volvió al silencio. Después procedió a detallar la voluta, figurando una cara en el ardor de los celos, la que viera al encontrarme, y a recolocar las partes renovadas para terminar.

Regresé al presente pasando por el ritual de morir una vez más, o quizá sólo desperté de un largo sueño. Fui rescatado del cementerio de noche por el enterrador. Su primera reacción fue constatar que la firma del lutier Calatrava estuviera completa. A la mañana siguiente volvimos con mi amada Dría. El enterrador era su maestro y quien la instruyera en el manejo de la viola de gamba. Con la ausencia de pica debía ser sujetado entre las piernas, y suspendido del suelo, tomar el arco palma arriba con un dedo sobre las cerdas para conectar. Lo demás fue cosa de ella y lo hizo con virtuosismo, ejerciendo el porte que exalta en sus cuatro elementos: fuego en la ira, agua en el llanto, aire al ser intempestiva y tierra en la estabilidad.

Cuando volvimos a estar solos constató los detalles, admirando los finos acabados de Calatrava que le hablaban desde otro tiempo. Miró nuevamente en mi interior, verificando que mi cuerpo era una jaula de inestabilidad eterna. Se siguió hasta llegar a la voluta y al verme a los ojos pronuncié su nombre: “Divina Maravilla”, le dije, pero fingió no escucharme, y lo merecía pues, como dijera el escanciador de almas, me había comportado como un canalla. A partir de que reconoció mi rostro debatido en fuego, no volvió a mirarme a los ojos. Convine por culpa pues sabiéndola cerca, mi ánimo se vio elevado y no fue necesario para sus momentos de creación.

En mi renacer he aprendido que está hecha de música y posee oído absoluto. Es ordenada en sus formas, musicalizamos de día, dormimos de noche y ocasionalmente me despierta para figurar alguna idea nocturna. No me gusta saber si posee una vida más allá de nosotros, si sus noches las pasa con alguien más, pues mis celos siguen siendo incontrolables y de saberlo no saldría de la amargura que no quiero repercuta en sus notas. Prefiero pensar que soy el único que intima con ella, pues de oídas he sabido que al violín lo toca en su costado, al piano percutiendo sus teclas, y que sólo a mí me abraza desde la espalda, en la seducción que nos acopla, con moto lento ma non troppo, para sublimar.

Pudiera ser juzgado por hablar así de una mujer, pero no soy yo quien se expresa. Es ella quien ha escrito y tañe esta composición en elocuencia. Ella a mí, al igual que a ustedes, me hace creer que la existencia no racional es verdadera, que el mundo es posible cuando todos sabemos, en la contemplación más profunda, que la existencia nada es sin la sustancia efímera de la música; la que seduce a los escuchas que acompañan de aplausos nuestras noches de pasión. Debo conformarme con sentir que existo desde la reprensión, pagando mi condena, pues en las noches más encendidas, en las que llama a la inspiración desde su alcoba, allí es donde gozo de libertad absoluta y a pesar de sentirme vivo, sigue siendo ella quien me utiliza.

ILUSTRACIÓN

Querido contrabajo >> Roberto Volta

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