LOS GODÍNEZ Y LAS MOLDURAS DEL HORIZONTE

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

A Yohualli

Podría comenzar con dos preguntas divergentes: ¿cómo son los Godínez?, o ¿qué es un Godín? La primera da pie al costumbrismo 2.0, que consiste en describir, criticar y ridiculizar a cierto tipo de personas; mientras que la segunda sería, quizá menos divertida, una especie de filosofía antropológica. Vamos mezclando.

Los Godínez son oficinistas. Empleados que esperan quincenalmente un salario, que pasan ocho o nueve horas cerca de un escritorio y visten con cierta formalidad, pero sin lujo. Algunas características reconocibles y tradicionales de la tipificación del burócrata se han transferido al Godínez, sin embargo, no son lo mismo; de hecho, convendría distinguir entre una oficina de gobierno y una privada. En algunas empresas las normas laborales pueden ser más flexibles. En los edificios donde el gobierno acumula personal debe ser menor el nivel de estrés y, gracias a la rigidez, mayor la ineficacia. De cualquier modo, imaginemos que vemos un Godínez a las tres de la tarde tomando asiento en una fonda, pidiendo una comida corrida y atorando su corbata, a falta de pisacorbatas, entre los botones de su camisa.

Subordinación tal vez sea la palabra que define al Godínez, aunque podría ser: rutina, grisura, sedentarismo. Repiten horarios, caminos y conversaciones. Su vida está más ligada a su lugar de trabajo que a su lugar de descanso, por eso no tienen sitio para radicalismos ni posiciones extremas: viven la convivencia profesional, más que la familiar o la intimidad, por eso también su flujo de palabras adquiere un tono neutro, como si quincena a quincena le descontaran un pequeño porcentaje de fogosidad. No hay tragedia ni dramatismo en esta pérdida de fuego. El sedentario no anhela salir de la rueda ni de la jaula, sino solamente que llegue de nuevo el viernes, que pase pronto el lunes, que no se detenga el camión, que sirvan rápido la comida, que los días pasen y sean vacaciones, que los años pasen y venga la jubilación.

Los más aventureros pensarán que el Godínez es apocado, que lo que le falta es valor para renunciar y emprender por sí solo algún negocio y aguardar con latidos apresurados el futuro. Los más conservadores pensarán que son un ejemplo de las viejas virtudes, que les debemos agradecer el orden, que son confiables y que sin sus granitos de arena la orilla del mar sería insalvable.

Guillermo Fadanelli ha escrito hace poco, un discreto elogio de los Godínez. Discreto porque tiene un dejo irónico, pero parece que en verdad desea identificar en ellos un Akaki Akákievich o un joven Bartleby, que son personajes fundacionales tanto de la estética realista como de sus respectivas culturas, las más ascendentes desde el siglo XIX: la cultura rusa y la norteamericana. Vale recordar que Akaki es un personaje cuyas esperanzas están puestas en adquirir un capote, un abrigo que lo proteja del frío San Petersburgo; un anhelo humilde.

¿No es un capote lo que quieren los Godínez? Una pequeña seguridad, una humilde certeza. ¿Pero no deberían desear más? Al igual que Bartleby, acaso, prefieren no hacerlo. Es posible que el alma se trabe haciendo un trabajo rutinario y un buen día, junto a la ventana, un Godínez no se levante de su silla, aunque el reloj marque las cinco y las seis; el resto se apresure para abordar el metro o  meterse en el tráfico, den las siete y las ocho; cuando enflaquece la masa de empleados que llega a sus departamentos, ya con el sol en su cuarto dormidito y ahí, en su misma silla, continuaría Godínez, mientras dan las nueve y las diez…

Sólo unas cuantas horas separan a un Godínez común y corriente de convertirse en símbolo trascendental del absurdo.

Pero, aunque Dios ha muerto, Godínez sigue cumpliendo puntual su trabajo.

Freud no habría podido lidiar con la sensación de ser Godínez. No es un síndrome ni un complejo ni un trauma siquiera. Tampoco es necesariamente un malestar. El sábado, cuando sale a divertirse, se divierte verídicamente. Y cuando se queda en casa viendo su serie favorita también se divierte. Para mí los Godínez son el ejemplo más convincente de que la felicidad, como meta en la vida, no vale la pena.

En el mejor de los casos, un Godínez es la encarnación del individuo humilde que sabe que los procesos del progreso son de un tamaño apabullante y que no hay modo de entender la enormidad del mundo, puesto que nuestra inteligencia tiene límites y es falible. Acaso Friedrich Hayek habría visto en los Godínez la expresión valiosa y bien entendida del individualismo.

Por mi parte, siento que escribo de un tema que desconozco porque ni un solo día he trabajado nueve horas en el mismo lugar, salvo en mi propia casa. A lo mejor sí podría vivir en un cubículo porque tengo algo de hobbit; pero me chocaría tener que saludar todos los días a las mismas personas. Supongo que en algún momento diría: hasta aquí, nunca más volveré a darles los buenos días ni les contestaré sus saludos, ¿no se han dado cuenta de que son zombis?

Quizá no sean zombis. Es un poco menos fantasioso considerar que los Godínez descienden de los primeros sedentarios. En cambio, quienes no cobran aguinaldo descienden de nuestros bisabuelos nómadas. Lo cual en parte significa que los Godínez tienen mayor conciencia del futuro, pues sólo en la juventud se puede ser nómada. Después de unos cuantos golpes de la edad hay que descansar, y un poco más tarde quedarse quieto bajo la tierra. Quieto y descarnado, sin corbatas ni zapatillas, sin maquillaje ni anteojos, sin relojes ni carteras. Sin importar si uno es sedentario o nómada, frilancero o Godín, todos tenemos contrato con la igualadora muerte. Llamémosle “seguro de muerte”.

Los Godínez podrán maldecir que el fin de semana sea más efímero que los productos chinos, que cierta calle esté cerrada, que una mancha de café tenga el saco; pero a pesar de todos sus posibles maldecires, siguen levantándose cada mañana, sin metamorfosearse en insectos, resuelven asuntos, sacan hipotecas, líneas de crédito y seguros; en otras palabras, mantienen limpias las molduras del horizonte.

Y vaya que es importante mantener un horizonte en estos tiempos de imaginaciones distópicas. Es alentador saber que alguien espera con impaciencia los días de una nueva quincena.

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Esqueletos en una oficina >> Óleo sobre lienzo (1944) >> Paul Delvaux

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