LAS BLANCAS MUEVEN PRIMERO

por J. R. Spinoza

Coloco mi mano izquierda alrededor de su cuello. Con la derecha levanto el cuchillo.

—¡Hazlo ya!, —me suplica. Lo clavo con fuerza en su pecho, una, dos, siete veces. Deja de moverse.

***

Esta mañana me levanté como todos los treces de octubre y limpié la casa. Almorcé con Gary huevos con frijoles y nos pusimos a ver una película juntos. La misma rutina durante seis años. Preguntas como “¿por qué estás tan amoroso conmigo?, ¿por qué puedo faltar a la escuela?, ¿por qué sólo viene este día?”, había dejado de hacerlas con el tiempo. Lo único que sabía era que celebrábamos su triunfo contra el cáncer. Una victoria para la vida.

A las doce y media llegaba mamá. Su cabello había pasado del negro al gris en los últimos años. Aun así, se veía llena de fuerza, con su blusa azul marino y su pantalón beige.

Le di a Gary algunos billetes.

—Para que pagues la comida y el resto para los juegos.

Era tradición que mamá lo llevase a la pizza. Gary me abrazó y se adelantó al auto. Pensé en un chiste que escuché en un stand up. No recuerdo la historia, pero terminaba con “si quieres que tu hijo adolescente te abrace, dale dinero. No falla”.

—¡Te amo! —le grité a la distancia. Él ya estaba arriba de la camioneta y se despidió de lejos.

—Me saludas a Emily —dijo mamá. Al principio se emocionaba de verme salir con alguien, pero poco a poco captó que nuestros encuentros no eran románticos. Ese sexto sentido que tienen las madres para saber cosas que no se han dicho. Quizás ese mismo don le advirtió no indagar más a fondo. Salí al patio a ver que dieran vuelta a la esquina. Revisé mi reloj: 12:45 pm.

Entré a casa, directo a mi habitación. Saqué el tablero de ajedrez del cajón de mi buró y dispuse todo para una partida. Fui por pepinos al refrigerador, los lavé y los llevé junto con la tabla de picar, algunos limones y Tajín.

A la una en punto entró la muerte con un vestido que dejaba al descubierto sus hombros. Siempre de negro; los zapatos y el bolso a juego. Me preguntaba por qué muchas sectas le llaman: la niña blanca. “Debe ser por su piel”, me respondí. La recibí con un beso en la mejilla.

—Te ves muy linda, Emily.

—Gracias, me arreglé para verte.

Tomó una rebanada de pepino y la metió en su boca. Hizo gestos por lo amargo del limón, agarró poco más de la mitad de las rebanadas y las apartó hacia su lado de la mesa. Vertió Tajín sobre ellas y comió un segundo pedazo. “¿Sabías qué el snack favorito de la muerte es el pepino con limón y Tajín?”, había querido decirle a alguien tantas veces.

—Tú comienzas —dijo al tomar su lugar, siempre pedía las negras.

Moví mi peón a E4, lo que ella replicó con su peón E5, justo frente al mío, como indicándome que esta vez iría con todo. Mi caballo saltó a G3 y el de ella a C6 como en una especie de juego espejo.

—No has usado tu defensa siciliana.

Mi alfil avanzó a C4 y ella contestó con el suyo en C5.

—¿Qué tal tu año, Agustín?

—Muy bien. Gary salió con promedio de 9.6 de la secundaria y acaba de entrar al bachillerato con especialidad en computación.

Protejo con mi peón en C3.

—¿Computación? Creí que tomaría contabilidad; ya sabes, como tú.

Ella toma su otro caballo y lo coloca en F6. Rompe el espejo.

—Dudo que quiera ser contador, a ese chico le encantan las computadoras.

Coloco el peón delante de la reina en D3.

—¿Qué tal el tuyo? —le pregunto.

—Repetitivo. Llevo mucho tiempo en este trabajo, la verdad es que ya me siento cansada. Aunque hubo un par de cosas interesantes. Por ejemplo, conocí a Magnus Carlsen.

Mueve su caballo a G4.

—Me estás cuenteando.

—No sé por qué te sorprende, tarde o temprano conozco a todo el mundo.

—Pero él sigue vivo.

Percibo que estoy por perder una torre.

—Se le atoró un hueso de pollo, ¿puedes creerlo? Comía alitas en su casa. Estaba por llevármelo cuando vi quién era. Le hice un trato. Jugaría con él hasta ganarle, y a cambio le sacaría el hueso de la garganta. Fue muy gracioso, porque como no podía hablar sólo asintió con la cabeza.

—¡Qué bien! —mentí—. Y, ¿cuántas partidas jugaron?

—Ocho o nueve.

“Bueno, con sólo ocho o nueve partidas, no pudo haber aprendido tanto”.

La primera vez que jugué con ella le gané al encerrar su rey con mi reina y las dos torres. Fue tan sencillo que creí no cumpliría con su parte del trato. Después regresaba cada año por la revancha, cada vez más avispada. De eso hacía cinco años.

—Debieron jugar por lo menos doce —dije al momento que capturaba uno de sus alfiles.

—Ocho o nueve mil —reveló antes de comerse mi reina—. Jaque.

De un momento a otro se había convertido de un juego nivela- do a una posición ventajosa para ella. No sólo había capturado mi pieza más fuerte, sino que ponía en peligro a mi rey. Bloqueé su ataque refugiándome tras mi caballo, que no era lo más conveniente, puesto que lo clavaría, pero era la mejor de las opciones a mi disposición.

—Vi también a tu exmujer.

—¿A Isabel?

—Cáncer. La recogí en agosto —dijo tras capturar mi última torre.

—Ahora no tendré que mentirle a Gary: su madre está muerta —pensé en todas las veces que soñaba despierto. Ella entraba por la casa, me pedía perdón, yo la besaba y le decía que sí, se la presentaba a Gary y éramos felices—. Te… te dio un mensaje para nosotros… para Gary.

—Agustín, esperas demasiado de las personas. Capturé su caballo y ella uno de mis peones. Los siguientes minutos imperó el silencio. El único sonido era el de las piezas al rozar el tablero de madera y el crujir de los pepinos en la boca de Emily.

—Es de caballeros rendirse, es claro que ganaré.

Emily tenía razón. Con cuatro peones, un alfil y un caballo, no tenía oportunidad contra su reina, torre, caballo y alfil. Más tres peones, que no había desarrollado aún.

—¿Qué pasa si me rindo? ¿Gary debe ir también?

—Un trato es un trato. Los dos o ninguno. ¿No lo recuerdas? Lo recordaba muy bien. Las quimioterapias no funcionaban.

Yo estaba a un lado de su cama en el hospital, viéndolo calvo y deteriorado, cuando Emily entró a la habitación. De inmediato supe quién era. Se mostró impasible ante mis súplicas, hasta que le dije:

—Hagamos un trato —a la muerte le gustan las apuestas.

—¿Qué clase de trato? —dijo, dejándome escuchar su voz suave y refinada.

—Ajedrez —improvisé al ver el tablero en la mesita. Había jugado con Gary.

—No sé jugarlo, pocas personas mueren al jugar ajedrez. En cambio, se me da muy bien el paracaidismo, carreras de autos y boxeo.

—Yo te enseño.

—¿Harías eso por mí?

Le sonreí. Emily me resultaba agradable. De haber sido una mujer, una viva y normal, quizá le hubiese dado gusto a mamá. Pero ella era la muerte y trabajaba todo el día, todo el año, salvo el 13 de octubre de una a tres de la tarde. Ese día come pepino picado y juega ajedrez.

—Hay otra opción —dijo tras eliminar mi último caballo.

—Tú dirás.

—Si tuvieras un deseo, ¿qué pedirías?

—¿Justo ahora?, ganar.

—Por favor, sabes que si ganas volveré el próximo año. Piénsalo, ¿qué pedirías?

La miré a los ojos, buscando algún indicio del porqué de su pregunta. Pero sólo encontré oscuridad. Reflexioné unos segundos.

—Dejar de jugar por la vida de mi hijo cada año.

—Yo desearía descansar en paz.

—¿Descansar?

—No siempre he sido la muerte. Estarás de acuerdo conmigo en que los humanos tomamos decisiones muy tontas por amor.

—No te lo discuto —respondí. Ahora ella me sonreía.

—Yo amaba a este sujeto y él no me dijo que era la muerte. No, hasta que agonizando me reveló su plan. Y es que para odiar mucho tuviste que haberlo amado mucho. Me enamoró y se acostó con mi hermana. Yo estaba cegada por la ira. Y mientras moría, me confesó la maldición que él adquirió al matar a un hombre, que a su vez mató a otro llamado Caín, este último asesinó a su hermano. El recolector de almas es un asesino convertido en empleado.

—Entonces…

—Así es, no hay manera de que se salven ambos, pero quizá aún pueda vivir tu hijo. Jaque mate.

Tomo el cuchillo de la mesa al tiempo que me abalanzo sobre ella. Coloco mi mano izquierda alrededor de su cuello. Con la derecha levanto el cuchillo.

—¡Hazlo ya!—, me suplica. Lo clavo con fuerza en su pecho, una, dos, siete veces. Deja de moverse.

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Ajedrez » Lautaro Fiszman

J. R. Spinoza. José Rodolfo Espinosa Silva. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Primer lugar en el noveno concurso de cuento infantil convocado por la Universidad Autónoma del Estado de México. Becario del PECDA Tamaulipas (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Finalista en el Primer Concurso Nacional de Poesía emergente Antonio Alatorre. Columnista en Tríada Primate de Perú, en Periódico Poético y revista delatripa: narrrativa y algo más.Ha publicado entre otros: Pacto Maldito (Pathbooks, 2020). Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021). Adversus Diaboli (Ómicron Books, 2021). Para destruir el final y otros cuentos de fantasía y ciencia ficción (Winged, 2022).

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