EL CONVERSAR DE LA RANA

por Héctor Vargas

Entonces existen tres puertas, de las cuales yo solamente he tenido acceso a una de ellas. Al cruzar el marco, más allá de su encuadre, me encontré con una noche nublada. La lluvia había cesado, pero los relámpagos en el cielo auguraban que la lluvia otorgaba un receso momentáneo. Pude ver, a lo largo de la calle, las luces en las ventanas de las casas vecinas, que brindaban un poco de luminosidad a la oscuridad reinante. Los charcos emitían un leve resplandor, formando un mundo para las ranas que gozaban en ellos, sin mediar en el tránsito de los carros, ya que, a pesar de que la luz de las casas advertirían posibilidad de vida, en el exterior yo era el único que vagaba el pueblo. El sonido de las gotas, cayendo sobre los charcos, armonizaba, junto con los grillos y el canto de las ranas, el ritmo que se genera después de la lluvia. Había, sin embargo, en aquella sonata nocturna, una voz que explicaba lo que aquí se escribe. Me acerqué al charco que emitía la voz dictante, y encontré, entre los pobladores, a una rana muy especial. Era la única que cantaba en castellano. Es decir, todas croaban, pero ella, exclusivamente, entonaba palabras, como si tuviera un megáfono. Al verla de cerca noté que su gesticulación se adecuaba a las palabras que salían de su boca. Sorprendentemente, aquella voz de la que dije explicaba lo que aquí se escribe, me advirtió que abriría su boca, solicitando que me introdujera por ella. La orden estaba dicha y escrita, así que haciendo caso a lo estipulado, me introduje en su boca que había alcanzado el diámetro necesario para darme cabida en lo insondable de su camino. La oscuridad al interior era mucho más densa, me guié por su espacio, que emulaba una tubería, y llegué a una escalera que daba inclinada a una pared alta. Subí aproximadamente tres metros y topé con una puerta de metal redonda que me dio acceso al exterior.

Visto de fuera me percaté que había salido de una coladera en la calle de una ciudad. La lluvia había regresado, pero extrañamente mi rostro permanecía seco. Portaba un traje de bombero y fui empujado a ayudar en las maniobras de apaciguar un incendio que se daba en una casa de doble piso, producido, creo, por un corto circuito en uno de los transformadores cercanos a ella. Estaba en una ciudad que difería al pueblo del que había partido hacía apenas unos instantes; de este lado, las calles eran de concreto en vez de tierra. Al ver la magnitud de la emergencia, traté de ayudar lo mejor posible, pero mi inexperiencia en cuestiones de verdaderos bomberos, no al juego de niño de apagar casas de cartón vestido como ellos, me hacía torpe en las labores. El que estaba al mando se percató de mi novatez, y alzando la mano pausó el acto, quedando los bomberos, el agua, las llamas, las gotas de lluvia y la acción de la noche detenida por su orden. ¿Qué haces aquí?, preguntó enérgico. Se supone que no tienes acceso a la segunda puerta. Yo tampoco lo sé, contesté confundido. Al notar que mi cara estaba seca a pesar de la lluvia, sonrió y dijo. Ah, no te preocupes, creo que estás aquí para el curso intensivo del uso de la adrenalina en los bomberos. Entonces dibujó un pizarrón con su dedo índice, sin quitarse el guante, y al exponer el uso de la adrenalina, en su superficie surgía, en forma de imágenes, la explicación de lo que pretendía enseñarme. En una secuencia normal, inició explicando el bombero, el uno precede al dos y el dos al tres. Cuando vas en el carro bombero, de camino al incendio, es normal tener nervios de lo que vendrá, porque te estás predisponiendo. Ese sería el uno, que precede al acto de apagar el fuego. Si estás en este momento, el número dos, dijo señalando el incendio en la pizarra, es normal que tu adrenalina comience a fluir, te sirve para reaccionar al peligro por el que estás pasando. Después de sofocado el fuego y de que la adrenalina tuvo su utilidad, vuelve la calma. Supe de un bombero que tenía descompuesto el temporizador de adrenalina, continuó explicando, quizá porque llevaba mucho tiempo en el oficio. Después de pasado el peligro, cuando estábamos de regreso en el cuartel, el bombero recibía la descarga diferida en tiempo. Decía que era una sensación muy extraña, porque no sabía qué hacer con aquella energía que ya no necesitaba. El jefe de bomberos se mostraba cortés, parecía decidido a que yo aprendiera una regla universal de algo mayor. ¿Has entendido?, preguntó atento. Afirmé con la cabeza y el tiempo suspendido volvió a su cauce natural. El pizarrón desapareció, la lluvia continuó, el incendio asediaba; todos actuaban sumisos en tratar de extinguir el fuego. Uno de los bomberos me dio un ariete y señaló una puerta para que la derrumbara. Lo tomé con las dos manos, recordando las escenas de policías y bomberos que hacían uso del aparato. Acerté un golpe, cercano a la manija de la puerta, y al abrirse, sin pensarlo, crucé el umbral.

En el interior había desaparecido el fuego, aunque se percibía una calidez arropadora. Yo vestía normal, sin el traje de bomberos. Estaba en una habitación chica, donde todo cabía sabiéndolo acomodar. Había un pequeño librero pegado a la pared, una mesa que soportaba una cafetera y varias tazas, una cama, también chica, un ropero alargado y un foco suspendido de un cable que emitía una luz tenue. Sentada en un reclinable estaba mi madre, dándome la espalda, viendo una película de una noche lluviosa en el televisor. Ahí hay café recién hecho, sírvete un poco, ordenó sin dejar de ver la televisión. Me senté en una silla, a un lado de ella, parecía no inmutarse en mi presencia. Volvió su cara a mí, me miró a los ojos y me dijo: Tu papá, Manuelito, no tarda en llegar, no quiero que te quedes sin tomar café como aquella vez que se fue; anda, sírvete, ordenó. Luego volvió su cara al frente y sonrió ante una escena, en el televisor, de un bombero neófito que no sabía cómo apagar el fuego. Me levanté, fui a la mesilla y me serví una taza de café. Escuché un ruido tras de mí. Mi madre se había levantado del reclinable y había caído al intentar caminar. Corrí hacia ella y me ceñí a sus brazos para levantarla, ya teniéndola a mi altura, uní mis manos, entrelazando los dedos, para que no se escabullera. ¡Ay, señora! Parece una niña chiquita, le dije, ¿no sabe que la quiero mucho y no me gusta que se lastime?, concluí. Sintiéndose segura, ya en mis brazos, se carcajeó de mi reclamo exagerado, ya que lo sabía fingido. Yo reía a la par de ella mientras la guiaba a su cama, donde permaneció viendo la tele, para después dormir.

Cuando desperté de aquel sueño, corrían los días de diciembre, el mes donde el entorno se vuelve sensible por las celebraciones que conllevan al fin del año. Eso incluye al veinticuatro de diciembre, donde se daría el cumpleaños setenta y ocho de mi madre, si no se hubiera detenido el tiempo para ella. Habían pasado nueve meses ya, desde que se quedó dormida, sin poder despertar. Permanecí tumbado en la cama, tratando de mantener vívido el primer sueño que la incluía. Tenía mis manos unidas fuertemente, manteniendo el espacio necesario para cargarla, pero ella no estaba en mis brazos. El vacío era infinito y real, suficiente para perder el cordón umbilical que nos unía. Entonces algo rompió desde mi pecho y mi cara se llenó de la lluvia contenida que no había llegado a su debido tiempo, y no paró de fluir.

***

IMAGEN

Joyas telúricas >> Amador R. Sánchez

Héctor Vargas, Héctor Manuel Vargas Núñez nació en Benjamín Hill, Sonora, el 16 de julio de 1972. A la  edad de cuatro años, después de desordenar los tipos de una regla de composición de  una imprenta mecánica, fue llevado a Puerto Peñasco, Sonora. A los diecisiete años, en un viaje en un barco camaronero, después de un intenso día de labores, decidió por las letras que lo aproximaran a explicar lo que vivía. Escritor intuitivo, inició a colaborar, a finales de los noventa, en la sección de música de la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado, a principios del dos mil, en la página Ficticia.com. En la actualidad colabora, desde septiembre del 2015, en la revista digital Sombra del Aire, con los seudónimos de Equum Domitor y Eleuterio Buenrostro.

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