Por Yelenia Cuervo
A Garduño lo conocí por Internet. Tengo una manía por agregar a los conocidos de mis amigos, aunque a ciencia cierta sólo lo hago por ese morbo que me invade en cualquier tipo de red social: entretenimiento y chisme. No sé qué me atrapó de él, pero un día ya estaba inmersa en todas sus publicaciones y gracias a ese algoritmo facebookiano empecé a gozar de su presencia en mi timeline. En cierta ocasión descubrí que tenía un gran humor ácido, que provocaba constantemente a todos sus contactos y que ingenuamente ellos caían en la trampa del lenguaje; casi podía imaginarlo sentado frente a la computadora con una risa burlona. Me bastaron pocos likes para llamar su atención y pronto ya lo tenía en mis conversaciones privadas.
Garduño era un escritor mediocre, reseñista de baratijas y novedades literarias que a nadie le interesaban, egresado de la Facultad de Filosofía y Letras y sin título, porque siempre defendía que al escritor no lo hacen las escuelas. Es fácil ligar con alguien así, en el fondo siempre había en él una egolatría fantasma que le provocaba una sensación de superioridad ante los demás. Pero ya lo sabemos, “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
Los mensajes privados pasaron del aburrido saludo hasta las proposiciones candentes. ¡Vaya qué lo fueron! El cortejo, la seducción, el imaginario prohibido. Creo que lo que más le gustaba de mí era mi cuerpo. Soy de esas mujeres robustas, altas, con senos prominentes y frondosas caderas, y con la justa proporción de un culo regordete, aunque mi cara pase desapercibida ante los demás. Del sex-text que duró por algunas semanas, me atreví a mandarle fotos en lencería. Después de eso desapareció por algún rato, ningún mensaje en mi inbox.
Habían pasado meses que no tenía trabajo y estaba condenada al ocio y al voyerismo. Una alerta en el celular: Garduño había regresado. Esa tarde me pidió mi número telefónico, inmediatamente marcó para pedirme que lo acompañara a entregar un manuscrito a Toluca para un concurso de dramaturgia. Yo, como francamente no tenía a qué abocarme, contaba con poco dinero y pasaba por un sopor existencial, pensé que sería la oportunidad idónea para distraerme y obtener ¾quizá¾ si el encuentro era fallido, al menos una buena comida.
Nunca he creído en los designios, pero debo de confesar que algo en mí se turbó al enterarme que vivía a escasos minutos de mi departamento. Tardé en arreglarme un poco más de lo habitual porque nunca se sabe qué usar en la primera cita, así que, en vez de crear toda una producción artificial, busqué algo que fuera atrevido y al mismo tiempo cómodo: jeans ajustados, una blusa negra con encaje y transparencia en la parte de la espalda y flats grises. Maquillaje discreto, pero con toda la alevosía de cubrir mis imperfecciones. Caminé hasta llegar a su casa, era una tarde soleada y sin la vertiginosidad típica de la ciudad. Estaba nerviosa. Todos sabemos que las citas a ciegas pueden ser un gran riesgo, por lo demás nunca descubriremos qué existe de dislocado en un perfil de Internet.
No había timbre, así que con vergüenza grité su nombre como me había dado instrucciones de que lo hiciera. Antes de que pudiera arrepentirme de estar ahí con un franco desconocido que me había calentado la cabeza, él ya había bajado las escaleras. ¡Cielos, pensé, es más feo de lo que aparenta ser en sus fotos! Un cuarentón con apariencia de chavoruco, piernas fuertes que resaltaban con el abdomen prominente que literal fajaba entre los pantalones. Corte de cabello punketo, lentes y unas tremendas marcas de acné mal tratado en la adolescencia. Por supuesto su apariencia no correspondía a los amantes que había tenido. Incluso se sabe muy bien que las mujeres somos atraídas por hombres altos como una forma de sentirnos protegidas, pero ni su escasa altura ni su apariencia me hicieron darme la media vuelta.
Todo cambió cuando me pasó a su pequeño departamento, con la decoración hippie y estereotipada de un literato, y comenzó a hablar. Segundo designio: tuve la sensación de conocerlo de toda la vida, me pareció un tipo amable, elocuente, ácido y muy inteligente, y reconocí esa sensación hermosa de sentirse como en casa. Tomamos el metro hacia la dirección de Observatorio, después de un par de horas ya estábamos en Toluca, entregamos el manuscrito, cenamos tacos y regresamos a la Ciudad de México.
Lo que sucedió en el autobús aún me sigue pareciendo inexplicable. Seducido por la oscuridad del camino, Garduño cubrió mi cuerpo con su chamarra e intentó besarme. Tímidamente quité mis labios y entonces comenzó a tocarme, no lo rechacé, sus manos tibias empezaron a generarme ese cosquilleo casi irremediable al desear que de los senos pasara a mi clítoris, sentir las chispas y las contracciones, la humedad de la vagina, la vorágine necesidad de ser penetrada mientras los pasajeros del autobús dormían o nos espiaban disimuladamente. Deseé gritar y gemir con fuerza, ya había tenido cuatro orgasmos en tan sólo unos 15 minutos, necesitaba más o montarme en él, necesitaba que apagara el último vestigio de mi excitación.
Cuando llegamos de nueva cuenta a la terminal y tomamos el metro de regreso a su apartamento ya no necesitamos palabras o preámbulos, sólo tuvo que susurrar: ¿quieres que te la chupe?
En su cama me desnudó con cierta mesura y él quedó vestido mientras lamía lentamente las paredes de mi cavidad vaginal como lo hace un buen amante que sabe del tempo. Sus lengüetadas eran frescas y poco a poco erizaban cada uno de los poros de mi piel. Deseaba tanto que llegara al piquito sagrado, que lo mordisqueara suavemente hasta volverse un animal de presa al que pudiera someter por medio de la cabeza y lograr agitarla mientras me venía una y múltiples veces. Apenas su lengua lo frotó y grité exacerbadamente. Nunca me ha importado que los otros escuchen, que los vecinos se enteren que me están cogiendo o me la están mamando.
Fue una de mis mejores chupadas en todos los tiempos, salté de la cama y le desabroché el pantalón, del calzón afloró un pene minúsculo, escasos 5 cm con erección para ser exacta, no pude más que emitir una carcajada tan sonora como mis gemidos. Por supuesto la excitación terminó, qué decir de la vergüenza de Garduño ante sí mismo y de esas lágrimas que aún, a pesar de la oscuridad, brillaban en la noche.
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IMAGEN
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