EL SILENCIO AL OTRO LADO DE LA LÍNEA

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

La casa principal de Elicia Dosmún fue sorprendida por el alardear de un teléfono. Nadie sospechaba, dado el desuso en modernidad, la existencia de uno, pero era real. Clamaba vivo, rompiendo la monotonía del instante. La aparición de la dama acompañó al llamado, caminando con rapidez hasta su habitación. El lutier, Tello Piedramonte, la observó cerrar la puerta, tras de sí y escuchó el murmullo de su voz exaltada; lo cual también era de sorprender. La menor de los Dosmún era conocida por su portento de manipular instrumentos musicales, los cuales ostentaba como su voz para el sitio. El viejo Tello abandonó sus labores, en el acto, dirigiéndose al exterior. Se sentó bajo un cobertizo, protegiéndose de la lluvia, y preparó una pipa de brezo, esperando a que la cordura regresara. A los pocos minutos escuchó el sonido agudo de un violín. Era una melodía lenta que parecía plañir en sus notas. Siguiendo su rastro llegó hasta la ventana que daba a la alcoba de Elicia, y pudo ver, en lo que permitió la oscuridad al interior, la silueta de una mujer que no había visto en emociones, musicalizando ante el teléfono. Era ella misma, sin duda, pero sonreía a pesar del tempo largo, y brillaba en su exaltado rostro.

Por la misma discreción de Elicia, conocía poco de ella. Tello Piedramonte fue recibido, en su juventud, por un anuncio en el periódico que solicitaba la asistencia de un lutier. Al ver la cantidad de instrumentos, a su cargo, supo que estaba ante una mujer compleja. El apellido le precedía por parte de su madre y de sus tíos, los hermanos Dosmún, pero ella, a pesar de poseer el don, nunca fue de reflectores. Todo en Elicia era de misterio, su vestimenta, su forma de hablar. Parecía criada a la antigua y sus composiciones para violín y cello, eran de la misma condición. Gustaba vestir con dijes y pulseras, conservando la naturalidad de sus manos, las cuales enaltecía al tañer los instrumentos. El palacio, recibido en herencia, era un elogio al buen gusto en pinturas de Tiziano, Caravaggio y Botticelli, así como de esculturas de mármol. Los tragaluces mantenían la viveza del interior y cuando los días se prestaban grises, las luces inducidas hacían lo propio. Aún en las noches no había espacio que no fuera iluminado, salvo la alcoba donde ella descansaba, la cual nunca veía la luz. Le gustaba despertar y no saber si era de día o de noche. Su obstinación al silencio y al ruido, así como a la luz y a la oscuridad, eran una clara muestra de su condición.

No era difícil enamorarse de una mujer loca como Elicia, pero Piedramonte no supo definir el cómo o el cuándo le había llegado al corazón. Los celos se lo anticiparon a partir de las llamadas telefónicas, que se repitieron, pero siendo un lutier con paga aceptable, y que recibiera hospicio mientras hacía su trabajo, decidió hacerlo público, únicamente, en el cuidado que brindaba a los cordófonos. Tello aceptaba como elogio las composiciones que la joven hiciera, en los instrumentos renovados, sin evidenciarse en el disfrute. El mutismo a deshoras en la mansión se asemejaba al que profesaban al amor, el que sí existía entrambos pero que no daban a mostrar abiertamente sino, cada cual, en su manera de hacer arte. Una vez incitado por las llamadas, que se daban, extrañamente, en los días de lluvia, Tello decidió seguirla para ahondar en su sospecha. El timbrar lo llevó a otro teléfono, en una habitación contigua, el cual descolgó cuando la joven armonizaba al violín. Elicia regresó exaltada, al término de la melodía, mencionando que para su composición se había inspirado en el instante en que lo conoció, el mismo en que supo del amor a primera vista. Tello permaneció atento, hasta el final de la plática, sin lograr su objetivo de escuchar al interlocutor.

Los días de lluvia continuaron y Piedramonte siguió indagando en las conversaciones ajenas. En ninguna escuchó la voz de quien llamaba. Contario a eso parecía, por coincidencia, que se las exponían personalmente. Lo que más le enfadaba de aquella locura, era el silencio del interlocutor a quien sin conocer envidiaba. Quería abordar a la joven. Decirle que la lluvia generaba las llamadas falsas y que su felicidad excesiva no iba dirigida a nadie; pero ¿quién era él para enfrentarla? Decidió callar. Cuando la temporada de lluvia casi llegaba a su fin, el lutier terminó con el último instrumento a su cargo. Era un violín al que creían perdido, y al cual puso su mayor empeño. Tras su último logro nada lo retendría en la mansión. Ingresó a la recamara de Elicia, y dejó el violín sobre la cama, con una carta en la que agradecía su amabilidad y se despedía sin más. Al dirigirse a la salida evadió al silencio dominante. En el exterior las aguas arreciaban pero sus intenciones no cambiaron. Al casi cerrar la puerta el teléfono sonó y esperó a ver por última vez la carrera de la joven al encuentro del llamado. El teléfono continuó irrumpiendo sin ser atendido. Piedramonte regresó a la alcoba, afrontando el ruido y, decididamente, ante la exaltación, atendió él mismo.

Como lutier sabía que en los silencios también se expresan las notas, pero no pudo escucharlo en la oscuridad de la alcoba. Dejando el teléfono, encendió la luz. Reconoció al instante cada resquicio del sitio, pero, temeroso de la verdad, eligió ver únicamente la pared donde se exponían las fotografías de la virtuosa mujer. Eran retratos a blanco y negro de una Elicia que dirigía a estudiantes de música con entusiasmo; otras de sus viajes alrededor del mundo acompañando a su esposo quien fuera un violinista destacado. En algunas se le mostraba dirigiendo sus ensayos. Los interiores de los teatros eran testigos de la musicalidad generada entre ellos, la que los mantenían en un mismo palpitar. La pared era un muestrario de Elicias en distintos momentos de su vida. Al centro se daba una foto de mayor tamaño. En ella Elicia sujetaba a su hija, Erika Piedramonte Dosmún. La chiquilla cargaba un violín con el que jugaba y en el reflejo de un espejo se veía a Piedramonte, el lutier, manipulando una cámara réflex de lente gemelo, a la altura de su abdomen, formando parte de la misma felicidad capturada. […] Recuperando la cordura ante el vórtice de imágenes, Tello Piedramonte levantó el auricular y pensó, forzadamente, lo que habría de decir al afrontar la realidad.

¿Recuerdas la primera vez que dije que te amaba?, inició sin esperar respuesta. Dejé de decirlo por temor a la rutina, pero lo sabías, ¿cierto? Siempre supiste que no te quería como mecenas, como se decía, sino como a la hermosa mujer que siempre fuiste. La vez que te quedaste en casa, al cuidado de nuestra hija, nuestras pláticas al teléfono fueron siempre atentas. En el último instante, antes de colgar, siseaba un te amo, aunque no lo escucharas. Extraño tu voz, Elicia, el silencio me mata. En últimas fechas el fantasma de tu recuerdo me acompaña. No sabía lo que quería, pero su insistencia me vertió a la locura y volví al oficio en el que te conocí. Acabo de reconstruir el violín que rompí el día de tu muerte; tu preferido. Había prometido no volver a tocarlo, pero recuerdo que dijiste que el talento de violinista es un don dado que no cualquiera posee y me instaste a llegar muy lejos. Ahora ese mismo fantasma me pide regresar, pero como última invocación, querida Elicia, necesito que me digas que siempre supiste que te amaba, dijo y después de un siseo inaudible, colocó el auricular en la bolsa de la camisa, junto al corazón, tomó el violín en sus manos e inició a tocar un lamento, mimetizando su sentir con el silencio al otro lado de la línea.

IMAGEN

Mujer tocando el violín >> Óleo (1970) >> Irving Amen Circa

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