Por Iván Dompablo
Cuando sonó la alarma de mi teléfono celular sentí, como cada día, que debería arrojarlo fuertemente contra el piso y continuar descansando. Últimamente me cuesta mucho trabajo conciliar el sueño: apenas consigo dormir algunos minutos cuando ya está sonando el maldito aparato. Sin embargo, contrario a mis deseos, tuve que sentarme a la orilla de la cama; así, a oscuras, y comencé a rasurarme. Hace tiempo que huyo de mirarme en los espejos.
El ruido de la lluvia, que regresaba precisamente ahora que me preparaba para salir, me hizo pensar que sería un mal día. Agreguémosle que, ¡idiota de mí!, otra vez me corté. ¿Cómo es posible que aún no consiga acostumbrarme? La gota gorda que corrió por mi mejilla me obligó a entrar al cuarto de baño y encender la luz para mirar el desperfecto. Ahí estaba, era una cortada de medio centímetro que pretendía arrancar una parte de la amplia cicatriz: sólo una pequeña cicatriz que se sumaba sin añadir nada a la otra. Me puse un poco de cinta y pasé a la cocina a tomar un vaso de leche antes de salir.
Al llegar a las oficinas vi que el Firuláis ya me estaba esperando dentro del carro; ni siquiera iba a poder fumarme un cigarro antes de comenzar la jornada. Encendí el motor y esperé la orden… Vagamos sin sentido por la ciudad toda la mañana, en silencio. El tedio aumentaba conforme transcurrían las horas, de vez en cuando miraba con deseo el bolsillo de la camisa donde permanecían intactos los cigarros.
Odio este trabajo y, sin embargo, es lo único que sé hacer. Después del accidente intenté dedicarme a otra cosa; no había nada para mí, incluso trabajé dos meses como cajero en un minisúper, pero la paga era mala y no me alcanzaba. Si fuera yo solo no tendría problema con eso, pero tengo una hija y, aunque casi no la veo por algunas diferencias que tuve con su madre, no pienso desentenderme de ella. Aquí la paga es mejor y tengo un seguro de vida que servirá de algo. No me quejo, sé que la vida es así, nadie ha dicho que deba ser fácil, se hace lo que se puede.
A las dos de la tarde tomamos rumbo a la plaza, nos tocaba manifestación de nuevo. De unas semanas para acá la cosa se está calentando, corren rumores de que hay algunas células armadas; también se dice que los armados pertenecen a otras corporaciones. La verdad es que en esto nunca se sabe de dónde va a venir el golpe o hacia dónde se va a dar, uno nada más recibe órdenes y las cumple; ruedan cabezas y todo está bien mientras no sea la tuya.
Dejamos el auto estacionado a dos cuadras de distancia y nos metimos a la manifestación a tomar fotos. Como a las cuatro otra vez comenzó a llover. Unos minutos más tarde la gente se esparcía por las distintas calles cercanas a la plaza. Nosotros hicimos lo mismo y estábamos a punto de meternos al carro cuando sonaron los primeros disparos. En poco tiempo la gente corría de un lado a otro, volaban piedras, se empujaban unos a otros, se escuchaban los gritos de alguien que desde el suelo suplicaba que no lo pisaran.
El cobarde Firuláis se escudó detrás de mí, pero con todo y eso no se pudo salvar, una piedra que trazó una parábola en el aire le dio justo en el rostro. No era grave, así que me limité a observar cómo gemía mientras una lágrima asomaba de sus diminutos ojos. Los labios se le habían hinchado horriblemente; por un momento tuve la certeza de que iba a caerse; trastabilló unos pasos y luego, con su brazo extendido, se asió del de un joven cualquiera, que trataba de alejarse del alboroto. El muchacho, desconcertado por el tirón, volvió el rostro en el momento en que otra mano se aproximaba hacia su nuca, después fue a dar de cara contra la puerta del vehículo, luego fue molido a patadas por un Firuláis que rabiaba y lo metía a empujones en él mientras me ordenaba que arrancara. —A ver si de veras eres muy machín, cabrón—, le decía a gritos al pobre tipo que estaba completamente desconcertado, a la vez que usaba su cuerpo como costal de entrenamiento. —Tú fuiste de los que dispararon. Y como el otro lo negaba, le pegaba con la cacha de su arma en la cabeza. Así continúo por varios minutos hasta que el chico dejó de moverse. Entonces por primera vez en este día volteó a mirarme. —Éste ya no nos va a servir—, me dijo, y luego regresó a su mutismo de siempre.
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IMAGEN
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Iván Dompablo nació en la Ciudad de México el 21 de septiembre de 1980. Poeta, narrador, editor y promotor cultural. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Durante seis años formó parte del taller de creación literaria que imparte el poeta Julián Castruita Morán en el Instituto Politécnico Nacional. Perteneció al Taller de la Gráfica Popular. Formó parte del equipo de edición de la revista Acta Poetica del Centro de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México y se desempeña como editor y corrector en Sombra del Aire. Algunas de sus obras han sido publicadas en diferentes medios impresos y electrónicos.
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