Por Roberto Marav
La realidad del lenguaje es movimiento, es actividad, perpetua creación,
por tanto todo sistema sincrónico se basa en un equilibrio inestable, es necesariamente una abstracción. Eugenio Coseriu
Si nos detenemos a pensar en lo que significan las palabras o sonidos del habla: en el principio fue el verbo, empezaremos a llenarnos de preguntas inútiles como ¿si hubo un principio del cual se partió, qué había antes?; ¿qué significado le podemos dar a la palabra verbo, hablan del sonido que expresa una idea, acaso un juramento, será más acertado asumirla como la segunda potencia de la divinidad misma, o tal vez debamos de aceptarla simplemente como una clase de palabra gramatical, una caja de monerías que puede tener una variación de persona, número, tiempo, modo y aspecto que designa la acción de un sujeto?
Preguntas infructuosas si no les damos un cauce objetivo, razonado, preciso. Y para tales precisiones nada mejor que acudir a la ciencia, en este caso a la ciencia del lenguaje. Primeramente, hay que empezar por el principio y delimitar la labor de esta disciplina.
La lingüística pues, hoy día, opuesta a lo que suele ser en nuestro imaginario colectivo, describe el lenguaje humano, es decir que quien se dedica a este oscuro menester, simplemente observa los hechos —si los lee— o los escucha —si los oye—, los anota y los explica dentro de un marco de usos en los cuales aparecen (en textos u oralmente, para que no quepa alguna duda). En otras y redundantes palabras: explica la estructura de la lengua (o si se prefiere, pone al descubierto la distribución y el funcionamiento de todos los elementos del lenguaje que hacen posible la actividad comunicativa).
Los lingüistas van por el mundo haciendo sus cosas de hombre pedestre y poniendo atención a voces que dicen: ‘¿trajistes mi pedido, manito?’ (léase con el tono de su preferencia) y a otras acostumbradas a decir: ‘¿trajiste mi pedido, amiguito?’ (aquí también); su sentido del ocio les confiere la agudeza para distinguir las diferencias entre expresiones como: ‘hoy llegué tarde al desayuno’ y quien opte por: ‘hoy he llegado tarde al desayuno’. Cabe agregar que cualquiera que haya entendido los ejemplos anteriores será capaz de reconocer estas otras variantes poco usuales: ‘¿mi pedido trajiste?’ o ‘al desayuno llegué tarde hoy’ mas no si se articulara así: ‘¿llevaste manito, pedido mi?’ o ‘llegaron mañana con la desayuno tarde’.
Ejemplifico de esta manera para resaltar más allá de lo evidente las características u ordenamientos funcionales del lenguaje para que sea inteligible, en cuyo caso podría hablarse de un mal funcionamiento del habla. Además, estos lenguaraces tienen la habilidad de notar y cuantificar la cantidad de prejuicios que le dan las gentes (así digo yo) a determinadas maneras de hablar o escribir y de subir a su balanza corregidora las diferentes competencias de usar el lenguaje. El lingüista estará tan abrumado o excitado (o ambas, en ese orden o viceversa) por comprender y explicar la organización del sistema lingüístico —me refiero a la lengua o idioma—, y las características de los distintos comportamientos lingüísticos —para que vean cómo se las gastan en precisar los términos estas pobres almas en pena— o más sencillitamente, el habla o la manera de codificar las oraciones, que no va a señalar cual expresión es más correcta que otra; su atención se centrará únicamente en especificar la complejidad del funcionamiento de la lengua en un momento dado y los cambios y variaciones lingüísticos que se producen en cortos o largos periodos de tiempo si se empecina a indagar en textos de épocas pasadas. Por tanto, la lingüística no prescribe la manera en la que se deba de hablar o escribir, sino explica la costumbre lingüística de una u otra tribu de hablantes.
Visto así el panorama general de esta ciencia, podemos pasar a particularizar el asunto propuesto en un principio: ¿qué significan las palabras? Pero eso, me parece, es materia para la siguiente ocasión.
Chao chao.
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Maria Magdalena in Meditazione >> Jusepe de Ribera, 1623
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