EL BAILE Y EL ESCRITOR

por Conrado Parraguirre

Pues uno no sabe bailar, y es triste… —Rubén Bonifaz Nuño

Me parece haber escuchado que el baile es la memoria del cuerpo, y de ser así, sospecho que alguno de mis abuelos padeció Alzheimer. Por esta razón suelo evitar los sitios donde la gente se congrega a danzar. En mi remota juventud, y con la candidez típica de la edad, asistía a algunas fiestas que se organizaban en la institución escolar donde cursaba penosamente mis estudios. En una de aquellas ocasiones una compañera —a quien, para conservar su anonimato en la memoria llamaré Mireya— me invitó a bailar, le respondí que lo lamentaba, pero no sabía cómo hacerlo. Su mirada fue fulminante, me observó con repulsa, y dijo: “¡Ay, qué mamón!”. Nunca antes había visto tal expresión de enfado en una de mis compañeras de clase. Tras aquel incidente ella me ignoró por completo toda la noche, y las dos semanas siguientes.

Ahora que lo pienso, quizá debí declinar su invitación de manera sutil. Como la maravillosa escritora Dorothy Parker, quien inventó un par de excusas extraordinarias para este tipo de situaciones: Vaya, gracias, sería un gran placer, pero es que estoy con dolores de parto”, y “Claro que sí, bailemos, por favor, es tan agradable conocer un hombre que no teme que le pegue el beriberi”.

Por eso, también me he creado un par de salidas para posibles futuras ocasiones: Lo siento, pero justo hoy olvidé mis pasos de baile en casa”, o Perdona, pero tengo una uña enterrada en el suelo”. Al menos de esta manera, una leve sonrisa se podría esbozar en los labios de la solicitante, y evitaría ver cómo se marcha con cara de fastidio. Y no es que las mujeres soliciten que baile con ellas con frecuencia, pero cuando lo hacen, yo, como Bartleby (el personaje de Herman Melville), simplemente preferiría no hacerlo.

Esto de ningún modo quiere decir que no haya cedido unas cuantas veces. Supongo que, como la mayoría de las personas, las primeras impresiones sobre el baile están ligadas al ambiente familiar. Cuando era un infante —y en ocasiones acudíamos a fiestas—, sacaba a bailar a mi madre en medio del jolgorio.

Aunque, claro, también he accedido ha mover mi humanidad ante otras mujeres, y no sólo por el hecho de ser atractivas, sino porque había bebido la cantidad de alcohol necesaria para desinhibir el pudor de mi existencia. Algunas de estas mujeres fueron misericordiosas, y después de un minuto y medio de baile, me dejaron ir, no sin antes decirme: Oye, lo haces bien, deberías tomar clases de baile”.

Puesto que lo que yo considero como bailar es mover el pie derecho hacia la derecha, y consecutivamente el izquierdo en la misma dirección, para después repetir el mismo procedimiento en el sentido contrario, y así sucesivamente, creando un bucle interminable, mientras se intenta no perder el ritmo de la melodía, y se deja que el demás armatoste del cuerpo se balanceé de manera irregular, sé que mi técnica de baile es rudimental, pueril y uno de los principales motivos por los que me he negado a abandonar mi sitio en las fiestas.

No obstante mi falta de entusiasmo para mover los pies, aprecio el espectáculo de la gente que ejecuta sus pasos con maestría. Me agrada más ser un simple espectador del movimiento de caderas y manos en el hula, o ver el brío de quienes practican la danza africana, y en general, de hermosas mujeres que con sus movimientos son capaces de iluminar pequeños cuartos o grandes recintos.

En un relato, Herman Hesse escribió: Ella estaba bailando y ante esto el escritor se encontraba en desventaja”. Estoy de acuerdo; frecuentemente el baile es el talón de Aquiles de algunos escritores. Por ejemplo, en la novela Al final del periférico, la pareja del autor opina: Es un muñón cuando baila; un trozo de salami”. Por otro lado, el escritor de la saga Etrecruzamientos, ha dicho en una entrevista para la televisión: Yo voy a bailar, […] aunque parezca mentira, si algún día fuimos a una pachanga verán que estoy en forma”.

En fin, en lo personal el baile no me desagrada, pero estoy más acostumbrado a danzar con mi soledad y la cerveza.

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Tango de pasión >> Óleo con espátula sobre lienzo >> Leonid Alfremov

Conrado Parraguirre (Chetumal, Quintana Roo), es maestro en Literatura Aplicada por la Universidad Iberoamericana Puebla. Ha publicado poesía y relato en diversos medios, de donde destacan las antologías: Versos para el recreo (2011), Pinos Alados: Una selección (2020) y Letrinas del Cosmódromo (2022). También ha publicado cartón e historieta, y participó en las dos primeras ediciones del “Almanaque de Narrativa Gráfica MX”. Actualmente ejerce su derecho a estar errado.

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