Las realidades se traslapan. Pienso principalmente en el internet, un medio en el que diversos discursos fluyen de manera cotidiana e irregular (sin ton ni son, para ser más chabacanamente precisos). A través de las redes sociales, uno puede constatar el abismo que existe entre sectores de cierta población o de naciones antípodas.
Cualquiera puede opinar sobre lo exquisita que resulta la comida en algún restaurante, e inmediatamente después —en el timeline de su red social predilecta—, alguien más podrá quejarse de la carencia alimenticia en lugares donde la precariedad es la norma. En el primero de los casos, quizá la gente ponga un pulgar hacia arriba, o incluso un emoji en forma de corazón; en el segundo, si genera algún impacto en los internautas, tal vez pongan un emoji con el rostro encendido en clara señal de enfado, claro, si no es que ignoran la publicación, y continúan deslizándose en su pantalla hacia las profundidades vacuas del algoritmo en la red.
Algún escritor dijo que esencialmente la comunicación es ruido. No podría estar más de acuerdo; en estos tiempos uno puede intentar mandar palabras de aliento a alguien que se encuentra desanimado, mientras que, en una conversación paralela, se desternilla de risa por algún video u ocurrencia que el interlocutor tuvo la voluntad de compartir.
El carrusel de emociones oscila de manera vertiginosa, la histeria emocional que impera en internet ha confeccionado un mundo en el cual verter el desasosiego, la ofensa, la abulia, el llanto, y la risa fácil, es cosa de todos los días. El desconcierto y el estira y afloja de los pensamientos se devanean en una catarsis ridícula. Ahondar en un tema parece algo estéril. Supeditados a un ritmo caótico de datos, información, audios, videos, imágenes, etc., resulta difícil evadir el marasmo intelectual.
La empatía, la solidaridad, el reconocimiento en el otro se han tomado unas vacaciones indefinidas, para, en su lugar, dejar un entretenimiento que la mayoría de las veces raya en lo sádico. ¿Peco de moralista? Probablemente. Pero no me parece que la tecnología sea lo único que ayude a crear un panorama así de barbárico, dado que ésta, únicamente es una herramienta, una extensión de nosotros, y cada quien debería determinar de qué modo emplearla para construir un lugar más sensato.
Evocaré las palabras de Horacio, un poeta que desde tiempos remotos veía con pesadumbre el porvenir —un porvenir que en esencia no ha cambiado—: “Nuestros padres, peores que nuestros abuelos, nos engendraron a nosotros aún más depravados, y nosotros daremos una progenie todavía más incapaz”. O, dicho de otro modo, en palabras de mi rumano favorito: “El progreso es la injusticia que cada generación comete con respecto a la que le precede”.
Y, bueno, acabo de recordar que en una ocasión, charlando en una librería con un par de mujeres amables, sobre las redes sociales, una de ellas dijo sobre la autocomplacencia del like y los corazones: “Pero es que ellos viven en una felicidad ilusoria”. A lo que respondí/pregunté —cashi shin querer—: ¿Pero qué felicidad no lo es?
Total, las realidades se traslapan sin miramientos, incluso, la que he intentado esbozar aquí.
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Otro puto selfie >> Óleo sobre tela >> Juanma Moreno Sánchez
Conrado Parraguirre (Chetumal, Quintana Roo), es maestro en Literatura Aplicada por la Universidad Iberoamericana Puebla. Ha publicado poesía y relato en diversos medios, de donde destacan las antologías: Versos para el recreo (2011), Pinos Alados: Una selección (2020) y Letrinas del Cosmódromo (2022). También ha publicado cartón e historieta, y participó en las dos primeras ediciones del “Almanaque de Narrativa Gráfica MX”. Actualmente ejerce su derecho a estar errado.