DOS ESCRITORAS DEVORANDO A CRONOS

por Héctor R. Sapiña Flores

Si fuera artista haría una pintura de Vivian Abenshushan y Choi Jeonghwa escribiendo de madrugada sobre la piel de un Cronos enjuto y la titularía como este ensayo. Mejor aún, si tuviera al menos un poco de las virtudes de Remedios Varo, las situaría en dos lunas distantes, con el cuerpo-lienzo del dios colgando como hamaca entre una y otra, les daría plumas con puntas de aguja para enhebrar las palabras con finísimos hilos capilares que provinieran de la cabeza del derrotado hijo de Urano. Desde aquí y desde allá, las dos escritoras marcarían al Tiempo con su propia materia en símbolo de victoria.

A diferencia de la escritora mexicana y de la coreana, no todos alcanzamos el heroísmo de enfrentar al dragón crónico desde la prosa. Cuando se riñe contra el tiempo en esta trinchera, las proporciones son de David-Goliath; no poseemos, como la pintura y la lírica, el arte de espacializar lo efímero, congelarlo y darse el lujo de derretirlo. A quienes la vida nos hizo de renglones seguidos, nos persigue el reloj como el cocodrilo al Capitán Garfio. Se nos viene el final del párrafo, de la jornada, de los contratos y de las promesas, y no acabamos de meter en el compás de las horas esas últimas notitas sobreabundantes que Chopin arrancaba a la noche. La culpa, sin embargo, no es sólo de nuestros contados dones y nuestra mortalidad. A la larga sí, desde luego. Pero en este mundo, en nuestros días, la escasez de horas vida obedece a condiciones materiales. El tiempo humano es propiedad de la economía. Digo…, siempre lo fue. [Aquí tendré que hacer una aclaración.] Desde antes de la agricultura, la posibilidad de la supervivencia dependía de la distribución que una tribu hiciera de las actividades diarias: caminar hasta encontrar cueva, recolectar lo del día, prender el fuego, defenderse del depredador, bailar y pintar el vientre de la caverna, etc. Reformulo, entonces, la obviedad económica [reformulo y no corrijo porque quiero ganarle al límite del párrafo, a la economía expresiva que tanto aprecian los estadísticos]. El tiempo humano es propiedad del mercado. Con más precisión: el tiempo de ciertos humanos (la mayoría) es propiedad de un mercado regido por pocos. [Al final, Byung-Chul Han nos dará el matiz.]

Desde coordenadas lejanas, con métodos distintos y como resultado de preocupaciones diferentes (aunque contiguas), la escritora mexicana Vivian Abenshushan y la coreana Choi Jeonghwa han erigido resistencias contra la colonización mercantil del tiempo a través de la prosa. Claro que no son las únicas, pero la curaduría de los algoritmos y las cookies me ha arrojado sus textos a la vista como sabiendo que yo querría leerlas. Ya ven que ahora así es la cosa. La máquina se adelanta a la necesidad del consumidor. Y los usuarios, felices, solemos pasar por alto que, detrás del diseño agradable y el iconotexto divertido, hay un proceso de producción que requiere mano de obra teclil y horas de nalga aplastada. Es la fantasmagoría ya acusada por los marxes y los benjamins ahora ultraautomatizada para beneplácito del marketing.

Choi es una narradora que en los últimos años se ha preocupado por la crisis climática y ha tomado una serie de decisiones vitales para no ser cómplice del extractivismo. De acuerdo con la autora, el ciudadano común de su país puede contribuir a equilibrar la crisis mediante la renuncia al consumo. Ante todo, abandonar el uso de plásticos, pero, en la medida de lo posible, evitar la práctica de la compra. Esto implica elegir una forma de vida muy distinta a la que los coreanos se han habituado durante las últimas décadas.

En un ensayo reciente, Choi menciona de pasada las enseñanzas de los “filósofos antiguos”, de quienes puede aprenderse la actitud de la renuncia. Confieso que poseo un panorama limitado de los filósofos a los que se refiere, pero adivino en su declaración un eco del budismo y la adquisición de la paz mediante el desapego a lo material. Quizá por reservas similares a las mías o por no desviar su argumentación a cuestiones que atañen a las fes religiosas (a veces en disputa) de su país, la autora recupera sólo ese aspecto y prefiere enfatizar que el abandono del consumismo es un camino hacia el equilibrio del yo, más aún, del yo hacia el entorno natural.

No obstante, durante el proceso descubrió un reto insospechado: un excedente de tiempo. Choi explica que un coreano promedio, aunque no sea rico, llena sus días seleccionando productos. Ya sea en virtual o en físico, el mundo se le presenta como un escaparate ubicuo que organiza la jornada en la secuencia trabajar-comparar-gastar-dormir. Así, cuando renunció al consumo, la coreana enfrentó una especie de síndrome de abstinencia, un aburrimiento espantoso que la enfrentó al reconocimiento de que la insatisfacción solía regir su vida. Ante el vacío de deseo se sintió arrojada al presente. La lección: el gran control de nuestro mundo sobre quienes tienen un ligero poder adquisitivo es plagar el tiempo de posibilidades materiales o virtuales que pronto se vuelven obsoletas y, entonces, se emprende una nueva pesquisa, siempre con el qué seré mañana en la mente. El proceso crea la ilusión de una perpetuidad estable, ocultando que, a este ritmo, la shopping way of life será imposible dentro de pocos años, pues no habrá ya recursos suficientes para manufacturar la cantidad de productos que se ofrecen hoy.

Creo que ya todos nos la sabemos: Consumismo 101. Nunca está de más recordarlo, aunque parezca una insistencia obvia. Pero, aparte de la denuncia, Choi añade algo destacable: el abandono del consumo inevitablemente influyó en su estilo al narrar. Según la autora, en su último libro, 날씨통제사 (El maestro del clima, 2022), desistió de ritmos que movieran el relato con fluidez y prefirió “imponer el mensaje sobre la forma”, cortar la historia de tajo para lanzar una advertencia sobre la abrumadora crisis ambiental que nos envuelve. No le importó reducir el mérito literario, ya que buscaba hacer llamados explícitos: contra el uso de materiales no reutilizables y a favor de los derechos de los animales. Prácticamente acepta que el único juego de connotación en su última antología es que los relatos están situados en futuros próximos, es decir, acude a la Ciencia Ficción como recurso estético para posibilitar escenarios donde la crisis climática ha llegado a sus consecuencias más extremas. Pero la expresión es llana, no por falta de habilidad con la pluma, sino por la necesidad de transmitir advertencias claras.

Sin disimulo alguno, Choi Jeonghwa propone una narrativa de función socioecológica, casi desinteresada en el gozo de la forma. Orgullosa de los resultados, la escritora recuerda una gran sorpresa cuando las invitaciones para hablar sobre su libro llegaron de secciones de la prensa dedicadas a la ecología y la energía, y no de secciones literarias o culturales. Sus relatos fueron leídos como obras de activismo ambiental y le permitieron abrir diálogos, no tanto sobre la técnica de escritura, sino sobre las opciones que tenemos para combatir la crisis climática. [Nota para otro momento: ¿Qué nos dice la buena recepción de esta estrategia narrativa sobre el cambio de los valores estéticos en nuestro tiempo y en el contexto de Choi?] Contrario a lo que podría suponerse con base en la secular disputa sobre la literatura comprometida [que, por cierto, también tiene su versión coreana], mediante la subordinación de la forma a un propósito social, Choi devuelve el carácter comunitario a la práctica de narrar, fenómeno gravemente erosionado en estos años de enamoramiento a la pantalla-espejo. Contar algo nos re-úne, nos da pie para conversar. En el caso de Choi Jeonghwa, hay una literatura comprometida con un mensaje ecológico anticapitalista, pero, ante todo, encontramos el redescubrimiento del relato como herramienta para transmitir un saber, función que activó el rediseño del cerebro Homo sapiens, según la tesis de Gianluca Consoli.

A primera vista, el vínculo entre la renuncia a lo material y la función social de la literatura podría resultar contradictorio para un lector de acá, pues en Occidente la actitud más cercana al desapego que encontramos es la idea moderna de contemplación estética, que supone una superposición de la forma sobre lo social. No me demoro al respecto, pero vale la pena considerar si dicha actitud —que, sabemos, tiene una de sus mayores manifestaciones en el espíritu romántico— se encuentra ligada siempre con una visión de mundo aburguesada. ¿Es posible para alguien que no posee condiciones materiales suficientes desapegarse por completo para entregarse a las formas? No soy filósofo, pero yo pensaría que sí es posible. Simplemente es una cuestión de tiempo, de encontrarlo cuando no se tiene y, si nos lo quitan, reclamarlo. [Por cierto, tema aparte, pero lo dejo aquí porque un ensayo está hecho de fugas e, insisto, hay que arrebatarle segundos a la economía expresiva: la magia detrás de todo auténtico paro estudiantil y laboral es la reapropiación del espacio y del tiempo, empezando por el cuerpo. Lección que me dieron las estudiantes de mi esposa.]

Ahora, ¿quién tiene el tiempo suficiente para practicar el desapego como manera de vida? El asceta, el burgués artista y el bohemio. Modelos de vida occidentales extremos que, por demás, se agotaron ya hace un rato (hasta donde recuerdo, acá en México ni si quiera existió el poeta maldito tal cual, sólo periodos bohemios en la vida de algunos). Por suerte no somos modelos, sino personas. El riesgo que del modernismo a la fecha hemos encontrado en el vuelco absoluto hacia lo formal —la literatura que ve hacia adentro, decía Nervo— es elevarlo a dogma. [Paréntesis: no soy de aquellos que se asustan de un estudio formalista de la literatura, al contrario. Personalmente, fue un alivio encontrar categorías para comunicar la experiencia estética, aunque fuera un poquito; pero no creo que yo, ni los Shklovskis del mundo piensen en la forma como una regla.]

Choi Jeonghwa renuncia al coqueteo de la ficción autónoma a favor del manifiesto. Y lo hace como resultado de su hallazgo de las horas cotidianas. Un enfrentamiento al tiempo vital oculto debajo del consumo. En los cuentos de su Maestro del clima esto se traduce a pausas descriptivas, a veces extensas, como quien descubre de nuevo a Proust tras un siglo de aceleración que derivó en el microrrelato [género que ha dejado su huella en Corea a través de Latinoamérica, según los testimonios de Song Byeong Sun y Claudia Chantaca].

El testimonio de Choi resulta curioso para un latinoamericano promedio. ¿Alguien goza de un excedente de tiempo? [Fantasmagoría 56: esos videos tiktokeros que, durante la pandemia, mostraban a la gente aburrida con tiempo de sobra. Falso. El habitante promedio del planeta la pasó muy diferente durante la reclusión, casi todos trabajando día-noche, muchos en la calle]. Para la escritora coreana la resistencia es enfrentar las horas que restan cuando despejas el consumismo del día, y el método es aprender la calma, adaptarse al presente de forma pasiva. El procedimiento le devuelve el vínculo con una sabiduría para ella ancestral y tiene como fin último restaurar la armonía entre el sujeto y el mundo. Claro, con la esperanza de que alguien más se identifique y se una a las filas de la independencia frente al consumo.

Para Abenshushan, desde acá, la resistencia es otra: encontrar el tiempo que hace falta. Arrebatárselo a un sistema que nos reduce el día a través del agotamiento laboral. Se enajena la mano de obra y, con ella, las horas del cuerpo. Detrás de sus Escritos para desocupados (2013) hay también una renuncia, pero una muy distinta a la de Choi. Para la mexicana la decisión fue la renuncia laboral, en sus palabras: el “desempleo voluntario”. Bajo este principio logró darle cohesión a su vida profesional y a su proyecto estético. Es una actitud de resistencia frente al fenómeno que se ha denominado cognitariado, neologismo compuesto de “cognición” y “proletariado”. Suele utilizarse para designar al sector que produce recursos informativos, y está integrado por sujetos con ingresos desproporcionales a su nivel de preparación y el tiempo dedicado al trabajo.

Detrás del diseño y los iconotextos divertidos que consumimos a diario por internet hay una mano de obra silenciosa, con una vida plagada de prisas determinadas por la primicia informativa y la necesidad de ofrecer “un servicio de calidad al cliente”. Ya sea por ingenuidad o por ocultar conveniencias, los optimistas han llamado sociedad de la información a una etapa avanzada del capitalismo donde la extracción de materias primas, la industrialización y la expansión del mercado se han fijado a tal grado que, sobre ellas, se construye un mundo virtual dependiente del intercambio de datos. La información compone el sector cuaternario de la economía [¡cuando iba en primaria se hablaba sólo de tres!] y de él depende el nuevo mercado.

Sus obreros son los productores de información que no han alcanzado plazas en universidades, institutos o laboratorios. En esta pirámide, la punta es ocupada por el investigador, generador de conocimiento [su mérito tiene, supongo, pero la competencia por una plaza es feroz]; en la base se encuentra el cognitariado, los licenciados en humanidades, lengua, sociología, comunicación, historia, periodismo que han desarrollado habilidades para organizar, sintetizar y “difundir la cultura”.

Qué expresión tan bonita, recubierta de la misión pedagógica con la que soñaban los ateneístas: difundir la cultura, alfabetizar al pueblo, implantar la semilla crítica a través de las letras digeridas. Su puesta en práctica resultó muy distinta. Marx decía que el capitalismo es un fantasma, pero tiene más forma de demonio: absorbe las voces disidentes y las hace propias, las integra a su legión. En 68 las humanidades fueron la línea de frente en la batalla contra el imperialismo y ahora vienen en forma de fichas, ¡como Alf! Y es chistoso, y nos entretiene. En lo personal, quisiera comprar uno de esos decks de tarot con ilustraciones de Edgar Allan Poe, pero ahorita no me alcanza. Antes del Ateneo, ya Gutiérrez Nájera soñaba con el día en que los escritores pudieran vivir de su escritura. ¡He aquí! Dos salarios mínimos por inundar las redes sociales con comentarios casi siempre anónimos sobre las proezas revolucionarias de la película de Barbie. Y un día, si todo sale bien, ¡podremos hacer filas de cuatro horas para intercambiar nuestras constancias por un cuarto de kilo de jamón!

Abenshushan renuncia a este sistema porque nos cobra el tiempo con tasas de intereses. La ensayista da un paso hacia la libertad, pero —hay que decirlo— no es la emancipación en sí, pues ingresa en otro circuito mercantil: el de la editorial y el subsidio, un campo de capitales menos atados al silencio, pero, por lo mismo, dependientes del reconocimiento, capital simbólico y social que rige en la institución artística. Esto último no disminuye la valentía; de hecho, abre camino para varios otros (¡varias otras!). Con el redireccionamiento de su carrera —el paso del cognitariado a la autoría— logra transformar la ventana HTML en un lienzo. Su proyecto escriturario se adueña del soporte virtual para hacerlo un lugar de expresión libre. Al espacializar las letras logra una derrota contra el streaming de la lectura, ese afán de brincar de un texto a otro sin volver nunca la mirada, lectura falsa que erosiona la secuencialidad de la vida.

En sus “Notas sobre los enfermos de velocidad”, por ejemplo, aprovecha la extensión ilimitada de una página web para dilatar la ensayística todo lo posible. La estrategia se potencializa mediante la división del ensayo en dos columnas. En realidad, se trata de dos ensayos simultáneos que, a sabiendas de la imposibilidad de leerlos a la vez, fuerza un procedimiento recursivo a nivel pragmático. El lector se enfrenta a al menos dos opciones: puede comenzar por leer el “ensayo principal” de la columna derecha y luego el “ensayo secundario” de la izquierda; o bien, leer un fragmento del primero, interrumpirlo, pasar al segundo, pausarlo, continuar con el anterior, confrontar, proceder, etc. En lugar de fluir infinitamente sin mirar nunca atrás, Abenshushan nos detiene y nos obliga a retroceder. Hay mucho de contrapunto en la operación. ¡Y se extiende! En sus “Notas…”, la citación funciona de manera muy similar a esas microrrespuestas insertas al interior de cada una de las voces de las fugas de Bach (la existencia de una respuesta nos permite asumir la presencia de otra voz, aunque sea la de un yo contra el propio yo). La escritora intercala en ambos discursos imágenes e hipervínculos que no sólo fungen como citas, sino ramifican la lectura, de por sí bifurcada; la vuelven diálogo vivo, expansivo. El fin último, declarado por la misma autora, es evitar el cierre del discurso.

Choi y Abenshushan son dos ventanas distantes del mismo edificio, una mira al piso del consumo, la otra hacia el piso de la producción. Pero es un solo circuito. De ahí que las respectivas luchas sean contiguas, réplicas hacia un proceso transnacional. En tiempos de aceleración máxima, Abenshushan dilata y ralentiza; Choi suspende e invita a un presente suspendido. Ambos proyectos se declaran en contra del extractivismo del tiempo individual. Y aquí el matiz que le debemos a Byung-Chul Han [porque las cookies, una vez más, me han tendido la trampa]: la resistencia de las escritoras no es contra una sociedad disciplinaria que arrebata el tiempo al individuo desde el exterior, sino a la autoexplotación que nos imponemos para cumplir con la exigencia del rendimiento. El cognitariado y el consumista se convierten en tales por inercia propia. La renuncia es al narcisismo: la coreana apaga sus dispositivos y reemplaza la navegación con la narrativa y el conversatorio; la mexicana se apropia del espacio digital para devolverle el componente dialógico al hipervínculo. En ambas, el combate contra la aceleración se traduce en el reencuentro con la otredad.

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Las musas Urania y Calíope >> Simón Vouet., Francia, 1590-1649.

Héctor Sapiña Flores (Estado de México, 1990). Escritor y docente. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM, estudia las maestrías en Letras (UNAM) y Comunicación (UACH). Ganador del 2º lugar en el Premio Universitario de Ensayo sobre una Sociedad Sustentable de la Revista de la Universidad de México. Ha publicado ensayo en IrradiaciónPunto en líneaRevista MordedorLa Langosta se ha Posteado, entre otros medios. Ha impartido Narratología y Teoría de los Medios en la URC. Sus intereses giran en torno a la ciencia ficción, así como los cruces transemióticos y transnacionales de la literatura, fenómenos que explora desde la investigación y la creación. Actualmente es editor en Proyecto Tropósfera y trabaja en dos proyectos: un libro de ensayos que reúne los textos de la columna “Contrapuntos entre Alfonso Reyes y Chabelo”, que escribió entre 2020 y 2022 para Teresa Magazine; y una antología de ciencia ficción donde colaboran artistas y escritores mexicanos.

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