SOBRE LAS ANTÍPODAS DE LOVECRAFT (1/2)

por Alberto Curiel

Había olvidado que me disgustan las multitudes convocadas mediante promesas inmediatas, los discursos selectivamente limitados, las ideas cortas y el infortunio de la dialéctica uniformada.

Tomo un vaso de plástico, continúo con la botella de ron y la inclino durante tres segundos. Mi vasito luce medio vacío, hace falta la coca —sí, me gusta el ron con coca—, complemento mi bebida con la soda y me convierto en uno más de la multitud convocada bajo la promesa de la embriaguez, del impudor, la celeridad y la risa fácil, pero no, la risa fácil nunca ha sido lo mío, la ridiculización del otro no me gratifica. Me es mucho más sencillo hacerme reír a mí mismo.

Escudriño a mis congéneres en un vaivén de miradas, me encuentro en medio de un gotcha verbalen donde salen, despedidas con fuerza, palabras que suponen una retórica humorística, todos ríen, simpatizan, menos yo, que detento sobre las yemas de mis dedos ese humor lleno de caca, pipí y mentadas de madre. Me cuestiono a mí mismo sobre los pertrechos lingüísticos de aquellos que me rodean, ¿será que no cuentan con más armas?

—¿Por qué tan mamón? —Me pregunta Orlando. Y nuevamente me cuestiono: ¿habrá algo mal en mí?, ¿seré yo el que está enfermo, desaseado en medio de este discurso simple?, ¿acaso carezco de habilidades suficientes para comprender y reír, para ser partícipe de aquellas oraciones baratas y mal ejecutadas, de sus filosofías primarias y adolescentes?, ¿seré yo un verdadero mamón?

Me aburro, no converjo con los análisis someros que me acordonan, tan faltos de historia. Mis contertulios están lejos de ser sofistas, son simples brutos asegurando que las ruedas giran. ¿Seré yo un auténtico mamón? 

Entonces pienso en Poe, en Lovecraft, llevo pensándoles algunos días, algunos años, desde aquellas clases impartidas, en donde mis alumnos y yo leíamos su literatura de terror —voy por otro vaso de ron y coca—, “no dan miedo sus historias”, decían algunos de ellos, y otros más se agitaban; comenzaba el debate: “eran otros tiempos”, “Hollywood no determina qué es el terror”, “te hace falta leer más”, esas y otras oraciones no menos ciertas se arrojaban los unos sobre los otros.

Interrumpía a mis alumnos entrometiéndome en el debate que me hacía sentir orgulloso como maestro, repasábamos hechos históricos, pasajes socioeconómicos, geográficos y demás; había que hacer un análisis más profundo para entender el terror en Lovecraft, en Poe. Ahora el miedo se sintetiza a la muerte, a una sola muerte, a la violencia, pero aquellos pioneros iban más a fondo del intelecto humano, cuestionando la existencia, no la muerte sola, sino la incógnita que arroba la vida de manera permanente, la eternidad fustigada, los arcanos acontecimientos que preceden o suceden a las decisiones tomadas de manera premeditada, metáforas. Vivimos perpetuamente en la oscuridad, expuestos ante lo desconocido.

Alguien pelea, no sé quién, o quiénes, me perdí en mis pensamientos, dejé de beber, fumo marihuana, ya no me gusta beber, no le encuentro el sentido, el alcohol sabe horrible, de lo contrario no se bebería despacio, sino con un disfrute continuo, como el que brinda beber una refrescante agua de horchata, —niéguemelo.

Tomo la decisión de irme de ese lugar, no me siento confortado, busco a Orlando, parece que está fuera de la casa, solo le conozco a él, a nadie más —pienso en el terror de Lovecraft.

Un grupo de sujetos molesta a un indefenso joven obeso, se presentan como hooligans, eso parecen, lo empujan. Lo defendería, pero es una pelea que no ganaré, sin mencionar que me encuentro bajo los efectos de la marihuana, no quiero pelear. Intento escabullirme de la escaramuza subrepticiamente; soy detectado.

—¿Quién eres tú? —me pregunta un robusto sujeto de sudadera azul.

—No te fijes, ya me voy.

—¿Eres nuevo aquí? Nunca te había visto —me esboza otro de los agresores, portando orgullosamente una sudadera roja.

—Algo así, mi amigo me espera afuera, hazte a un lado, por favor —espeto con seriedad.

La reyerta continúa y me veo envuelto en ella, apretujado, nadando hacia la libertad con éxito. Decidido a encontrarme con Orlando, me conduzco hacia la puerta de la habitación.

—¡Oye!, ¿vas a dejar tu teléfono?

Dirijo mi mirada hacia atrás, el sujeto de la sudadera roja levanta en lo alto mi teléfono móvil, busco en los bolsillos de mi pantalón, ¡no está, lo tiene! Desde otro de sus bolsillos extrae una tarjeta, ¡es mi tarjeta de nómina!, la portaba junto a mi celular.

—¡Devuélveme mis cosas!, ¿cómo me las quitaste?

—Ven por ellas.

La multitud despliega los murmullos, emula sonidos vikingos, alaba a su líder, incrustan afirmaciones sobre el caperuzo rojo, “es el número uno”, “nunca ha perdido una pelea”.

—¿Qué quieres? —pregunto molesto, —¿qué ganas quitándome lo que es mío?, ¿quieres pelear?

El volumen de los murmullos asciende.

—¿Qué gano?, tus pertenencias, si decides no venir por ellas son mías, ¿qué esperas? ¡Ven por lo tuyo! No tengas miedo.

¡Vaya! Me topé con uno de los arquetípicos cabeza hueca de las películas huecas de Hollywood, ese que siempre está buscando hacer alarde de su fuerza, buscando problemas, ese al que todo mundo quisiera darle una paliza, pero nadie ha podido dársela.

—¿Miedo? No te tengo miedo, pero tampoco suelo pelear sin razón alguna, hay que ser muy idiota para hacerlo. ¿Qué te parece si llamo a la policía?

—¿Y de dónde le llamarás, idiota?

—Mi amigo espera afuera, solo debo pedirle que lo haga.

El grupo de simios que acompaña al caperuzo obstruye la salida, estoy acorralado. Los murmullos y las risas famélicas de pleito continúan.

—¡Uh, quiero verte pelear! ¡Deseo saber si eres tan bueno como dicen! —grita un joven ebrio desde alguna esquina; no logro ubicarlo.

Nuestra contienda continúa con exclusiva palabrería, lo confundo un poco con mi elocuencia, intento amedrentarlo con inteligencia, gano tiempo, espero que Orlando vuelva pronto, salió para indicarle el camino a Ángel, que viene conduciendo rumbo a nuestro destino para unirse a la fiesta. No permito que el caperuzo se acerque demasiado, es mucho más grande que yo, más fuerte, si llega a sujetarme estaré perdido, sin embargo, si mantengo mi distancia puedo tener alguna oportun…

—¡Vamos! Pártele la madre hulkrojo, ¡qué esperas!, ¡parecen putos! —Las miradas se desvían hacia el joven vociferante, tambaleante en su esquina, ansioso de observar a su pendenciero favorito, declamando su admiración por vías riesgosas y contraproducentes; es un digno representante del “malacopa” mexicano. El caperuzo intenta concentrarse en mí al tiempo que el joven de la esquina lo anima a molerme a golpes, ha oído mucho de él y no quiere verse defraudado. El gorila rojo está desconcertado, molesto porque le he hecho quedar como un imbécil, no se ha atrevido a atacarme, lo detengo con verbos, empero, su rabia irracional continúa ahí, en espera de fuga. Explota.

—¡Quieres cerrar la boca, pendejo! Si no te callas a quien le voy a romper la madre será a ti —asevera el musculado matón.

El joven vociferante guarda silencio, espeta un retador “mnha” y sentencia:

—Estaría chido, a ver qué tan duro pegas.

La multitud sabe lo que sucederá, nadie hace un solo ruido; la mole es liberada.

El caperuzo se arroja vehementemente hacia su presa, voltea mesas y derrumba muebles con una fuerza imparable, embiste cual bisonte en estampida al ya mencionado malacopa, lo levanta del suelo con facilidad, golpea su frágil cuerpo en el aire y, sin dejarlo caer, lo expele rumbo a la esquina contraria, destruyendo una vitrina a su paso, una puerta, una mesa de vidrio. El joven revive la llama de su admiración, ríe desquiciadamente incrementando la furia del gorila carmesí, ¡estás cabrón!, le grita, sin que aquella oración merme la brutal acometida.

El cuerpo del joven por fin reposa en el suelo, no sin antes haber roto la pasividad de una delicada mesa de madera de notables acabados. Con una sonrisa impertinente, la nariz llena de sangre, las ropas ajadas, y un ojo cerrado, se encuentra silenciado el admirador número uno del gorila; el vociferante ha sido complacido, acallado, él ha comprobado su fuerza, y yo también. No tengo oportunidad.

Extasiado, motivado, el caperuzo recorre el pasillo que le han construido los testigos del espectáculo hacia mí. ¿Miedo? Sí, tengo un poco, ¿solo un poco? Sí.

Detento sobre la punta de mi lengua un atisbo de tranquilidad, ¿será la calma que antecede a lo inevitable? ¡No! Recuerdo al maestro Alejandro, a mi padre y sus trofeos de campeonato nacional de karate, rememoro las eternas horas de adolescencia, los infinitos tiempos libres, la práctica particular posterior a la hora y media de katas rutinarias en clase, las técnicas rompe huesos, las memorias de un artista marcial, los golpes definitivos para terminar una pelea, aquello que me enseñó él, Alejandro, mi antiguo maestro.

Me miro siendo un niño de 15 años derribado en el suelo después de un movimiento fugaz imperceptible, me vislumbro fuera de combate, vencido una y otra vez, resucitando del desmayo asistido, consensuado, ejecutado por la precisión del maestro; revivo lo aprendido. Puedo ganar.

Me desplazo alrededor del espacio disponible, es vital realizar un reconocimiento del terreno.

—¡Nadie se meta! —ordena el orangután.

Él no lo sabe, pero su orden me beneficia. Mi cuerpo se desliza lateralmente; estrategia es lo único que puede salvarme. Comienzo el ataque dialéctico, ya no funciona, el simio rojo ha perdido la cordura, se abalanza sobre mí, pero tiene experiencia de peleador, olfatea una anormalidad y detiene su ataque precautoriamente, debo apresurarme, quizás haya notado que mi posición no es de víctima, sino de victimario. Pienso en el terror de Lovecraft, pienso en Poe…

Modifico la estratagema discursiva para camuflar mis intenciones, me aseguro de eliminar su desconfianza y afirmar la mía, después de todo, tengo pocas posibilidades, no miento, si fallo recibiré una retahíla de puños, es menester ser exacto, perfecto, pero para ello debo aproximarme a mi verdugo, realizar un sacrificio, dirigir su atención a un área específica de mi ser, recibir una puñalada para asegurar una certera bala.

Le adelanto que ganará, se lo garantizo, y nadie parece dudar de mi palabra. No obstante, le advierto que a cambio de mi derrota le obsequiaré una propina meritoria, una reminiscencia satinada con mi nombre. Ríe, no me lo cree, soy pequeño, no hay proceder en mis palabras, confía, va a vencer, sí, es cierto, jamás le ganaría cuerpo a cuerpo. Es momento.

Logro allegarme a su costado izquierdo, cual encantador de serpientes lo he hipnotizado con el deambular torpe de mis andanzas, el toro bufa y despide su marcha, recibo un fuerte impacto en el costado izquierdo de mi abdomen —lo tenía contemplado—, cubro mi rostro, salto hacia atrás y giro sobre mi propio eje para ofrecer otro blanco en mi torso, la presa cae, tengo su flanco derecho totalmente ocupado, se prepara para tomarme en el aire como lo hizo con el vociferante —la pelea anterior me sirvió de escaparate, conozco su forma de pelear: sin técnica—; el salmón muerde el anzuelo. Absorto en su ira ha despejado su perfil siniestro, ahí apunto, espero su arribo al perímetro de mi potente brazo derecho. Llega, por favor —me lo suplico—, no falles.

Mi pistón derecho se sacude con una potencia de 200 kilogramos, empero, debo contenerme, tal fuerza es letal para ser aplicada en un mismo punto, lo sé, o al menos eso dijo Alejandro antes de aplicar cualesquiera de sus movimientos para culminar de manera definitiva una disputa; ¿di en el blanco?, el dolor en mi costilla izquierda obnubila mi juicio, mi visión no es óptima, sombras, barridos anegan mis ojos. Nadie habla, el silencio señorea.

Continúa…

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IMAGEN

El noveno círculo del infierno >> Gustave Doré., Francias, 1832-1883.

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Este sujeto nace un 5 de octubre del año 1990 en la Ciudad de México, o al menos eso es lo que nos ha hecho creer. Comienza a escribir poesía a la edad de once años, más tarde obtuvo un segundo lugar en un concurso de poesía en el que participó durante su estancia en la educación secundaria, ya en la preparatoria esboza sus primeros cuentos y ensayos. En 2014 ganó el concurso de cuento organizado por la Universidad de Ecatepec y el escritor Zaid Carreño, posteriormente participa en los cursos de Creación literaria y Didáctica del arte, impartidos también por Zaid Carreño. Alberto estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación, así como un posgrado en Medios de Comunicación en la Universidad de Ecatepec. Actualmente es productor, guionista, conductor y locutor del proyecto radiofónico y audiovisual “Bestiario”, además de que trabaja en la elaboración de rutinas de “Stand up” propias, y en sus dos primeras novelas: “Entropía” y “El Psicopompo”, en donde se ven reflejados su gusto por la filosofía, la ciencia, el arte, el humor, la historia, la sociología, entre otras disciplinas. Algunos de sus textos han sido publicados en diferentes medios electrónicos.

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