Por César Abraham Vega
Cambia el sentido de la tarde: sangrante, cósmica herida granulada, vaporosa, llena de pájaros olvidadizos de su canto, picoteando el gabazo y las cáscaras de naranja echadas a la basura… el cobáltico cielo se anforiza, se endurece…, rebuzna azulmente azul…, infectado hasta el lado más interno de su útero reposado…, en vigilia…, silente, y la única testigo, es éste trapo que soy yo.
Mamá Chayito, abrázame mucho más fuerte, estruja mi cuerpo inhábil, estoico de tela, y borra, recubre mis ojitos de plástico con la benigna víscera de tus manos; me lastima y me da miedo el sol… ¿Me quieres mamita? ¿Me quieres con tus manos pequeñitas, olorosas siempre a dulce de leche? ¿Me quieres aunque tenga decenas de heridas por donde se fuga mi alma de trapo, de monita chula, de muñequita con vestido blanco con motas de rojo candor? Mis cabellos güeros como el sol de la tarde, y los tuyos, Mami Chayo, oscuros como el tranquilo soplo de la noche, tus trencitas mal amarradas por la adusta mano de mi abuelo: tu papá… ¿Me quieres mamita del alma? ¿Yo te quiero con tus diez lindos años, anaranjados como racimos de primavera, de los que se percibe el frescor del perfume más antiguo y primero, te quiero mami, con tus dedos expertos con el lápiz, con tus ojos nuevecitos que ha pocos años se agobian al leer, con tu boquita de jitomate piscado que murmura calamburosa el párrafo del dictado calificado con siete por la maestra Zoila… y que te dio, mami de mi vida, muchas ganas de llorar… no me digas que no… niña chismosa, mentirosa bribona, te va a crecer la naricilla bulbosa que se asoma en tu carita.
Sí, yo te vi, asomada desde la mochila, impregnada con el olor del sándwich mal preparado por papá. Sí, yo misma recogí esa lagrimita y la prendí al alfiler de mi vestido medio gaseoso. Mamita linda, frutilla enrojecida de las entrañas sacras de mi abuelita Roberta. Sí, yo con mi manecilla de trapo, enjugue tu consuelo, con mis faldas mugrosas recolecte los brillantes que te lloraron los ojitos de mujer chiquita, nada más del cuerpo, porque tienes bien grandote el corazón. También lo he visto: yo, con estos ojitos de poliuretano que se han de comer los gusanos de la radicación.
A mí no puedes mentirme mamita querida, se bien el fardel horrible que pesa sobre tus cortos diez años, sobre los goznesillos percudidos de tus rodillas de niña, sobre la soledad insondable, sobre la latencia purpúrea que, de pura nostalgia, inunda tu corazón… Nadie comprende tu luz de mujer sumergida en el cuerpo infantil que hace diez años te proporcionó Artemisa por mandato de Dios. Nadie atisba la bruma del aire que nos arroba, la tristeza diaria, acumulada en los días y en los años en los bolsillos en los que a veces me llevas junto a algunas paletas y un maltrecho prendedor.
Nadie sabrá, por mucho empeño en que se arrastre, medir la distancia que nos asola, que nos aisla en un islote abrechetado por una lontananza dos o tres veces más ancha que la insensatez del universo en expansión… Nadie sabe, mami: tus zapatitos sucios, tus calcetas rotas, tu corazón quebrado, tus ojos de rojo imperceptible que son los estandartes de mi depresión… Tu dolor es más mío que tuyo, mamita, aunque sea de trapo, aunque tenga borrada la boca del rostro, aunque de mis trenzas rubias siento brotar venenosas coralillos de hastío y desolación… ¡Que lápiz inservible es mi abuelo!, que cardo hueco… perro rampante, ojos achacosos, egoísta Trismegisto hundido en su soporífera ensoñación.
Traicionemos el auspicio de mi abuelo, evitemos la hemorragia de sol que brota del tragaluz, otea, mamita el viento, otea la calma del corredor, rastrea el tremor de pasos de mi abuelo Zenón. Nada, silencio, surca gacela, mamita, el pasillo inhibido, la emboquetada caricia de la alfombra a las plantas de tus pies… zap… zap.. zap…, penetra el ancho templo de la recámara de mamá y papá, mírala, mami, es la abuela sobre la cama, estréchala muy asida, no dejes que se nos vaya, pídele que te bese la coronilla, pídele que no nos suelte, que te acaricie la frente, que te enjugue los cachetes empapados, que cante borracha, como ella sólo sabía embriagarse de amor. Lloremos tensas, tendidas, acristaladas, tenues, secas, cada vez un poco menos ansiosas hasta quedarnos dormidas estrechadas a abuelita y despertar de nuevo con el ronroneo del aspirador que esgrime con adustez mi abuelito, aspirando a tu madre pulverizada en cenizas derramadas de la urna bruñida, al quedarnos dormidas con ella entre los brazos.
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IMAGEN
Madre e hija >> Óleo sobre lienzo (1905) >> Gustave Klimt
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