EXTRAÑOS

por Marisela Romero

Por Marisela Romero

Al inicio de los tiempos no existían los prejuicios ni los celos ni la codependencia ni la desigualdad social. Tampoco existían la propiedad privada ni los juicios morales. Es decir, no existía el pecado. Mujeres y hombres elegían a sus parejas sin importar el color de la piel; no había pobres y ricos, o nobles y plebeyos. No existían las leyes porque no era necesario proteger a las mujeres, a los niños, a los ancianos o a los indígenas. No existían los dinosaurios. Eso realmente es un mito.

extrañosExistían desde entonces las flores multicolores, los árboles sanos y frondosos, los ríos cristalinos habitados por abundantes peces. Existían los bosques, las praderas y las montañas limpias repletos de animales felices de pertenecer a una cadena alimenticia justa y equitativa.

Existían, como ahora, la central camionera, la estación del tren y el aeropuerto, donde empezaban todas las historias de amor. Porque también existía el amor puro, ese que sólo es: nace, crece y muere, sin odiós. Siempre era amor, igual al principio y al final, sin medidas, sin adjetivos. Por eso esta historia fue posible.

Fue en uno de esos lugares, en ese tiempo cuando nos encontramos. Intercambiamos sonrisas, saludos e impresiones triviales —es una linda tarde—; esas frases protocolarias y sinceras con las que solemos decir a los demás “me alegro de haberme encontrado contigo en esta vida”. No dijimos nuestros nombres porque tampoco existían los nombres. Sólo éramos un tú y un yo coincidiendo felizmente en la vida.

Tenía una figura armónica, su cuerpo era proporcional a su sonrisa y sus gestos confirmaban lo que su voz expresaba. Y qué decir de su mirada que me cifraba y me reconstruía.

Afuera la vida continuaba su marcha. El cielo celeste se pintaba de otoño; el verdor permutaba en múltiples tonos, acordes a la melodía natural que surgía de los árboles.

Al despertar e incorporarme era imposible no contemplar la serenidad de su sueño. Deseaba tomar su rostro entre mis manos. Deseaba besar sus párpados quietos. Deseaba que no despertara para continuar con mi embeleso.

En el cautiverio de su calma y la profunda noche imaginaba un viaje eterno. Rozaba mi codo su brazo de ébano un poco a propósito, un poco de súbito. Me recosté nuevamente a su lado y fingí dormir.

Me preguntaba si también fui motivo de contemplación mientras —minutos antes— yo dormía profundamente. Me preguntaba si me observaba en ese instante con el mismo éxtasis que yo sentía.

Afuera la lluvia intensa, constante, proporcionaba una atmósfera pacífica. Estábamos atrapados. Sin embargo ninguno de los dos esperábamos escapar a ningún lado. Llevábamos el mismo destino y no había motivo para desear o esperar que fuera diferente.

Hablamos, reímos, soñamos. Nos amábamos intensamente. Deseábamos permanecer uno al lado del otro el tiempo que fuera necesario. O más.

Era imposible saber cuánto había transcurrido. Cedí nuevamente a Morfeo, hasta que su voz serena interrumpió mi letargo: —despierta, ya llegamos—. Bajamos del autobús, intercambiamos miradas y sonrisas por última vez, y me perdí entre la multitud, en la central de autobuses de la Ciudad de México.

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