LA PAJA Y EL TRIGO

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

Alguna vez afirmé que nuestra moral fue inventada por los campesinos. Lo sigo creyendo y además creo que la hermenéutica proviene de los panaderos. Separar el trigo de la paja es la base de la interpretación, me parece que tal acto fue la primera crítica del juicio, tal vez el mismo Kant fue panadero.

La paja y el trigoDe lejos, la paja y el trigo son lo mismo; vistos de cerca son dos cosas. Vistos de mucho más cerca son cientos o miles de cosas y desde una perspectiva mucho más distante son mieses, o una parcela, incluso una región, un país, un planeta. Juntamos la paja con el trigo si nos conviene y los separamos si lo requerimos. Lo mismo ocurre con nuestras interpretaciones. Analizamos y sintetizamos según nos plazca.

Con respecto a la literatura, he pensado en los granos y las granzas. Los granos son las obras que influyen, son joyas de la fertilidad, a las que llaman canónicas. Las granzas son sus indispensables acompañantes, residuos de criba, desechos que pisotean los bueyes. Pero no es tan fácil como pudiera pensarse reconocer si un libro es granza o grano. No es tan sencillo entrar a una librería con una yunta de yeguas que trille los estantes y vaya formando un cerro de libros prescindibles y, cuando los libreros queden desgranados, podamos recoger con facilidad unas cuantas obras cuyo destino sea el crecimiento.

Desde que recuerdo en México se promueve la lectura de una manera burda. “Leer te hace mejor”, “lee 15 minutos”, pero el líder en esto de los lemas prolectura destinados al fracaso fue Vasconcelos: “Báñate con jabón y lee a los clásicos”. Realmente no sé con exactitud cuál fue su lema, pero sé que en parte tenía razón, ¿quién iba a aguantar tanto mal olor? También la incultura puede ser repulsiva como el aire que acompaña a quienes no son amigos del agua y del zacate.

Me parece que la incultura especialmente en aquellas personas que tienen tiempo y dinero para cultivarse es desagradable. Entiendo por cultivarse la lectura de certeros granos de trigo: los clásicos grecolatinos. El tiempo nos los ha filtrado. ¿Aunque, las siete tragedias de Esquilo son mejores que las otras noventa que perdimos? Realmente no podemos saber, será nuestro ánimo el que opine: ya sea para conformarse con las ruinas de los textos que tenemos, o para lamentarse porque el espíritu de Marte-Huitzilopochtli ha invadido todos los siglos.

Por otra parte, está claro que es eurocéntrico considerar a los clásicos grecolatinos los únicos válidos. Seamos un poco sensatos y multiculturales. La gran literatura no empieza ni termina en Occidente. Y no sólo de clásicos vive el hombre. Estoy seguro de que hay maravillosas obras al margen de todos los cánones. Por dar algunos ejemplos, prefiero los evangelios apócrifos a los canónicos, prefiero a Ortiz de Montellano que a cualquier otro de Los Contemporáneos, prefiero La heroína mexicana que El Periquillo Sarniento, prefiero a María de Zayas en lugar de Lope de Vega. Sin embargo, a veces siento que el desconocimiento de la literatura es tal que ni unos ni otros nombres son ubicables por la mayoría de los universitarios en México, ya no pienso en la población en general, sino incluso en los estudiantes de humanidades. Tal vez a estas alturas ya toda gran literatura es marginal.

Ahora bien, al pensar en el buen gusto se nos presentan dos problemas: primero, cómo saber si eso que consideremos buen gusto no es otra cosa que la imposición de un prejuicio de raíces ancestrales, ¿por qué sería de buen gusto la Venus de Milo y no la Coatlicue? El segundo problema es la posibilidad de que el buen gusto sea cultivable, ¿es voluntario que yo no disfrute la moronga?, ¿puedo modificar el gusto de mi paladar por un acto volitivo? Si reprimimos lo que nos parece desagradable en una comida, en un género musical o en una obra literaria, nada nos garantiza que aquello reprimido no retorne, tarde o temprano, a recordarnos que tal cosa no es de nuestro gusto. Si el gusto no es un acto voluntario, podríamos en consecuencia renunciar a todos los ideales.

Pero si todo se tratara de gustos y los gustos tuvieran raíces que ninguna voluntad pudiera arrancar, ¿bajo qué criterios se podría recomendar cierto libro en lugar de otro? ¿Cómo desgranaremos la inmensa oferta libresca?, ¿cómo separaremos el trigo de la cizaña? En el caso de la literatura, hay comunidades cuya función es hacer reseñas, revistas, artículos, antologías, en fin, el trillado, son las yuntas que pisotean la cosecha.

El trillado no puede hacerse delicadamente porque tiene que darse una buena fricción, a pesar de que no sepamos, salvo por sensibilidad propia, la distinción entre libros bálago y buenos libros. Lamentablemente la vida es breve, como dijera Onetti, entonces leer malos libros es una pérdida de tiempo irreparable. La cultura no es una escalera en la que podamos ir paso a pasito, los malos libros no sirven para escalar sino para atolondrar, hay libros a los que no conviene dedicarles ni quince minutos, vamos, ni el saludo, que los pisoteen los bueyes.

Lo que yo prefiero promover es la biodiversidad lectora: clásicos antiguos y modernos, canónicos y marginales, ojear al multiculturalismo y a las periferias, a eso que algunos tuertos llaman la escuela del resentimiento: donde están las minorías, negros y mujeres, plebeyos y homosexuales, colonizados y folklóricos. La biodiversidad literaria garantiza que se pueda dar gusto a cualquier paladar. Pero el bestsellerismo, que es como el maíz transgénico, amenaza con acabar justamente con la biodiversidad literaria. ¿Permitiremos que siembren nuestras librerías con narrativas facilonas y perogrulladas de autoestima? Quizá no esté en nuestras manos, lamentablemente en los bretes actuales de los campesinos veo el futuro de los literatos.

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