TODO POR EMILIA

por Alberto Curiel

Por Alberto Curiel

Deslizándose entre las grietas del techo va un riachuelo amarillento, abriéndose paso impulsado por la gravedad; va como escapando de fuera hacia la libertad de dentro, sigiloso, como si tuviera vida propia. El río encausa sobre un par de grutas de diminuto tamaño que absorben; inhalan hacia profundidades desconocidas, y resoplan dóciles, exhalan éter.

Todo por EmiliaUna sinfonía de tosidos inunda la celda número 98, andador D, en el segundo piso del laberinto sin salida en el que habitan los condenados, las almas vivas en pena. Luis —el inquilino 501— limpia su nariz, vocifera, escupe improperios, “Ismael debe haber mojado la cama de nuevo”, piensa enfadado. Es trece de abril, hoy cumple treinta y seis años, y casi siete en prisión. Espera ansioso una visita, y tal vez un obsequio.

La gran mancha mulata y robusta domina el centro del patio, es Romeo rodeado por sus esbirros, está cobrando la cuota del mes, los que no pagan se llaman Julieta; nadie quiere que le cambien el nombre. Aquel pequeño tramo de libertad está minado por hormigas de uniformes color caqui, algunos platicando, otros peleando, ejercitándose, y unos cuantos leyendo; no hay mucho que hacer cuando se está enjaulado.

Ya sale Ismael, la luz del sol descubre poco a poco su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, llenándolo de color, pintándolo. Camina a paso lento a un costado de Luis, que recién le reclama por su vejiga mandria, propinándole tremendo bofetón; incluso piensa quejarse con los gendarmes y enviar una misiva a los altos mandos para pedir que se mande a impermeabilizar el suelo del vecino de arriba. Se dirigen a sentarse sobre un tronco grisáceo. Ocultándose tras unos ojos desorbitados y rojos como tomates que cubre casualmente con las manos: Luis se acomoda, Ismael lo escudriña; ha llorado toda la noche.

Nadie sabe exactamente por qué está cautivo, cuando se lo preguntan, parcamente responde: Fue por mi culpa. Lo que resulta inverosímil. Uno de los celadores corrió el rumor de que Luis fue preso por golpear a un hombre hasta el cansancio. —Ese muchacho es de buen corazón— dijo, —encontró a un salvaje zumbándose a una joven y la muy ingrata lo denunció, lo increpó del daño; claro que eso no es lo que consta en el acta levantada en el Ministerio Público; es otra de las tantas injusticias que hay por aquí—.

Aquella muchacha era querida por Luis, él la amaba más que a su madre. Aún la ama. La historia que todos conocen sobre él es la de un hombre que se interpuso entre una mujer maltratada y su novio.

—Debes aprender a dejar el pasado atrás, ya estamos aquí pagando nuestros errores ¿que no?—. Luis permanece en silencio —Esa tal Emilia no tiene vergüenza, ¡todavía que la defiendes del cabrón que la madreo, te denuncia!, pero ya ves, así es esto. Pinche vieja, seguro que también se lo buscó. Era una cualquiera, no valía la pena, mejor por ti. Tú queriéndola tanto y prefirió irse con un pobre güey que se la suena ¡Bah! Las viejas son torpes cual burros, ni a madrazos aprenden—, sentenció Ismael.

Hasta el brillo argentino de una mañana nubosa lacera sus ojos. No ha contemplado ningún tipo de luminiscencia en seis o siete días; que indiferente resulta el tiempo en la obscuridad, que inútil parece la vista, y que imprescindible y majestuoso el pensamiento.

No se aflige por lo ocurrido, tampoco se arrepiente, lo que duele no es el obsequio, sino la visita que perdió. Sin embargo, las palabras de Ismael debían ser premiadas de tal forma. Luis ama a las mujeres, sus cuerpos hechos de círculos, su delicadeza y aparente fragilidad. Ama y más a Emilia, por consiguiente, nunca permitiría agravios en su contra. La cólera se adjudicó su cuerpo, y dejó libre a la bestia, —Luis está doblemente encerrado—. En el momento en que enfurece, es imposible detenerlo. Ocho celadores y dos descargas eléctricas fueron necesarios para derrotarlo a medias. Estaba consciente cuando lo amordazaron y confinaron al cuarto de castigo.

Ya retorna a su celda, y encuentra la cama levemente húmeda, meada, —no le importa— da un par de pasos dubitativo y se recuesta. Una serpiente recorre su faz de extremo a extremo, es una sonrisa; bajo la almohada hay una nota.

Vengo a verte y me encuentro con la desafortunada nueva

de que estás castigado, ¿Cuándo aprenderás?

Volveré en una semana. Te tengo una gran noticia.

Agradece al celador Juan por entregarte mi recado

Emilia

—¡Visita para el 501!—, vocea alguien a lo lejos. Juan abre la puerta de la suite en tanto lo autorizan. Hace tres meses que Emilia no se presentaba. Sus visitas cada vez son menos periódicas y el dinero que proporciona alcanza apenas para Romeo. Incluso en prisión hay gastos—.

Ella embellece el enclaustro, es costumbre suya, lo hizo también en la celda de castigo sin estar su presencia físicamente; su reminiscencia es armonía y sosiego. Luis vibra, teme y flota, ya no necesita extremidades; la divisa a metros, centímetros, está peinando su flequillo azafrán; Luis tiembla al verla, la fotografía en un par de parpadeos, quiere guardar su imagen, tallar una efigie y colocarla junto a su cama; la secuestra en su memoria.

Emilia no lo mira directamente, nunca desde hace dieciséis abriles. Luis toma el teléfono, ávido, febril, toca la barrera de cristal que los divorcia y le chilla: ¡Hermanita! Ella esboza una mueca, cual sonrisa contenida, más parecida a una cara larga, al día sin sol; es breve, de palabras exiguas y directas, la charla es corta y finaliza de golpe con un par de oraciones: —Esta es la última vez que vengo; voy a casarme—. La boda será con el mismo sujeto que la golpeó alguna vez.

Luis ahora necesita ruedas, una soga, oxígeno y alma. Desaparece, se extingue y huye al interior de sus recuerdos, es tragado por un agujero negro, ya no existe. La bocina cae y su mano se esfuma del cristal. Emilia sigue siendo.

A Luis lo aniquiló la condena, sí, la de Emilia, el odio que ella le reserva. Por eso no lo mira, de hacerlo, lo quemaría al instante. Pero es que él la amaba, era la única mujer en su vida. Bregó desde los trece años para socorrer a sus padres y superar las penurias económicas, pero no, no lo hizo por ellos, ni por él. Qué menguados eran los avistamientos, los aromas y las sustancias que componían a Emilia en aquel pasado, cuanta distancia acaecía entre los dos. ¡Oh!, ¡qué ingratos fueron sus padres al clasificarlos, al emplazar a Emilia con las estrellas y cubrirla de ósculos galácticos, de cariño níveo, mansedumbre y deslumbramiento!, ¡qué ingratos fueron con él, que execrables al sobajarlo y acomodarlo invertido a su hermana, al relegarlo a catacumbas, al privarle las caricias, al inhumarlo bajo sus reproches y sus inquinas por no haber sido deseado! ¡Cuánto amor recibía Emilia del mundo entero!, ¿cómo no habría de amarla él también?

Ambos quedaron huérfanos en abril de 1976. Ella tenía nueve y él dieciocho. A partir de entonces, noche tras noche la contempló dormir, acariciando su cabeza, sus asalmonadas mejillas, aquella pequeña voluptuosidad que adornaba como un punto su cara, justo en medio de ella; la admiraba bella como el alba; tocaba también las ventanas cerradas de su alma, su infancia entera, y tentaba con mayor afán a la siguiente jornada y a la siguiente. Magreó sus piernas e incipientes pechos, patinaron los dedos en la envoltura de su ser, descendiendo hasta sus secretos, introduciéndose en ellos, pero su hermanita no hablaba, escapaba a través de sus obnubiladas pupilas, transformándose en agua salada, en silencio, en pánico líquido y sudor.

Dos abriles más tarde Luis tuvo el coraje, la intemperancia suficiente para hacerla mujer, su mujer; ella se opuso, gritó, pero ¿quién había en casa para socorrerla? Nadie en kilómetro y medio a la redonda ¿Quién habría de emitir juicio desfavorable alguno contra el mísero y maltratado Luis? ¡Oh, qué dulce sabor le dejó la orfandad, que magnificencia le fue heredada! Luis no era más una larva malherida, se había vuelto un hombre… Aquel fue el primer ultraje de los cientos que vendrían con el correr de más abriles y más silencios.

La venganza era urgente, impostergable en cuanto hubo la oportunidad; el novio de Emilia jamás fue golpeador; ni siquiera era su novio, Arturo era su mejor amigo, el único; su cómplice. La telenovela consistía en dañar el cuerpo de Emilia en forma visible; una treta. Arturo no se atrevió a dar impacto alguno, fue ella quien hizo todo el trabajo. Llamó a la policía minutos antes del retorno de Luis a casa, llegaba siempre a las seis en punto de la oficina. Cuando él arribó, ella yacía sobre el suelo mallugada, y el tonto de Arturo se encontraba en el baño. El plan no resultó como debía, Arturo no debía estar presente, ni ser golpeado, se quedó tal vez para cuidarla. No obstante, la empresa fue satisfactoria, tan sólo unos minutos después de presentarse los oficiales, la mujer callada estuvo lista para hablar…

Emilia no ha vuelto en más de cuatro abriles, pagó su deuda en efectivo, devolvió cada centavo que él invirtió en ella, ahora no le debe nada; no volverá jamás. Es libre, ya no guarda silencio, y ya no tiene pánico líquido, se ha evaporado.

Cómodo como nunca, con el riachuelo amarillento que le despierta cada mañana, en la celda número 98, andador D, en el segundo piso del laberinto sin salida donde habitan los condenados, Julieta se sabe en su lugar.

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