LA GUARDIANA DEL ZOOLÓGICO MÍTICO DEL REY DIPSÓMANO

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

Conocí de oídas a Héquero mucho antes que en persona, compartíamos la pasión por el mismo oficio, ya era una leyenda entonces y yo apenas iniciaba en mis labores como aprendiz en las cosas de las máquinas. Al llegar a los hospitales a revisar los viejos equipos de rayos-x, liados en un enredo de cables imposibles de ordenar, me decían que Héquero había tenido la habilidad y paciencia para instalar aquel armatoste.

A Héquero le precedía su fama en cada sitio al que visitaba, mas no me hacía una idea de cómo podía ser hasta que lo conocí. Era de estatura baja, fornido, cara redonda y de poco cabello. Al tratarlo desbordaba en conocimiento y habilidad mental. Le gustaba el alcohol, lo mantenía sonriente. Era sencillo, y de baja o nula vanidad. Trataba de pasar inadvertido y cuando guardaba silencio, desaparecía a la vista.

Tendría que decir que detrás del genio encubierto había un dejo de sufrimiento debido al alcoholismo, pero no sé si sea acertado, ya que Héquero es del tipo de personas que dan tristeza en su aspecto, pero que parecen no sentirla y que al llegar a un punto de embriaguez, brillan con esplendor inusual.

Una noche, siendo las dos de la madrugada, recibí una llamada suya. Intentaba decirme algo, pero sólo escuchaba balbuceos de borracho. Algo de buscar bajo el tornamesa y volvía a balbucear. ¿Está usted bien?, pregunté, ¿necesita ayuda?, insistí y se escucharon risas de mujer al otro lado de la línea, luego colgó.

Había algo en Héquero que me hacía tenerlo en la mira, pero nunca se lo dije. Seguí su vida preguntando a terceros, pues no quería que se inmutara. Sentía un extraño deseo de conocer su historia, como si fuera parte de mi familia. Me enteré que era diabético y que sus días de gloria habían terminado por el mucho beber y el poco asearse. Que las clínicas, debido a esa condición, terminaron por contratarlo cada vez menos.

La tristeza en sus ojos me hacía preguntar en cómo alguien tan inteligente pudiera terminar sin una vida pensada a futuro, para cuando sus manos y su mente no pudieran levantar parafernalias, pero entiendo que a veces ser inteligente no significa tomar las mejores decisiones en la vida, lo cual me hacía temer por mi propio futuro.

El día que confirmé que Héquero no era un ser común fue el día que lo visité en su hábitat natural. Andaba en busca de un transformador eléctrico y Héquero lo tenía en su bodega. Había sufrido hacía más de un año un derrame cerebral que lo había paralizado del lado izquierdo y vivía a expensas del poco trabajo que le caía y de lo que pudiera vender en partes de los equipos que conservaba.

Llegué al puerto que Héquero había elegido para echar raíces, conducido por su compadre Hilario. Subimos por un altozano con calles de tierra, hasta un sitio apartado donde había muy pocas casas. El terreno de Héquero era extenso y se dividía en dos partes. Del lado derecho su casa y del izquierdo la bodega donde resguardaba los equipos; las dos situadas pendiente arriba.

Al descender del auto recibimos el saludo amable de su hija menor, la cual al verme levantó con júbilo los brazos y movió las manos como si batiera un pandero. Volví para ver si Hilario le regresaba el saludo, pero venía al pendiente del teléfono. Dejé que se adelantara para seguir admirando el espacio que Héquero había creado para él y los suyos.

En el ambiente se escuchaba La marcha de los niños siameses de Pee Wee Hunt. A pesar del alto volumen se percibía con nitidez, sin llegar a ser escandalosa, armonizando el exterior. Las bocinas estaban escondidas en alguna parte, pero era seguro que el sonido no provenía de las habitaciones. El vivir apartado le daba ese privilegio.

Para llegar a su casa se tenía que caminar por un camino en pendiente no lineal, evadiendo objetos que habían sido dejados sobre el terreno, entre árboles y macetones. Una silla de madera, sin asiento, permanecía del lado izquierdo y tras ella, una cabeza de un mastógrafo salía por encima de unos arbustos, como jirafa alzada entre los árboles. Pegado a la pared izquierda de la bodega un transformador se mantenía bajo un toldo, parecía un león resguardado en la sombra y del lado derecho, un enredo de cables aparentaba a serpientes reptando sobre unas rocas.

Al notar la correspondencia de los equipos simulando a animales, concluí que Héquero los había dispuesto intencionalmente para aparentar un zoológico inanimado. Hilario preguntó a la joven que dónde estaba su papá y señaló hacia la bodega. Luego preguntó por su mamá e hizo un ademán diferente, como si hubiera partido. Después me enteré que significaba, desde su facultad de niña índigo, que su madre había abandonado esta tierra.

La pobreza en que Héquero y su hija vivían era notoria. Una pequeña estufa de dos parrillas, era lo que poseía por cocina y sobre ella un sarroso sartén. La cocina no tenía puerta, quedaba expuesta en un cuarto de apenas dos metros cuadrados. Nos condujimos hacia la bodega. Héquero nos encontró saliendo de la penumbra, como un demiurgo cansado de haber terminado un mundo aparte y que espera el final del día para descansar. Traía el brazo izquierdo doblado y ayudaba a soportarlo con la mano derecha.

¿Quién eres?, preguntó al verme. Lo dijo con tanta seguridad, que pensé que me había olvidado. Soy Hectoro, contesté. ¡Ha!, expresó, no te reconocí, te vez más delgado. Es por el ácido úrico, contesté y sonrió. Mi hijo mayor también se llama Hectoro, como tú y como yo, afirmó. Después del corto instante de afinidad, hablamos de negocios.

De regreso a la ciudad tuve oportunidad de indagar más con su compadré Hilario. Héquero era de Torreón, Coahuila, había cursado ingeniería en el Tecnológico de Monterrey, no había podido titularse. Llevaba más de veinte años viviendo en su actual residencia. Había recibido una carta de la universidad, donde le proponían realizar una tesis de sus experiencias como ingeniero, para titularlo.

A Héquero se le ocurrió algo mejor. Les envió una teoría menos compleja que la de cuerdas donde explicaba el espacio, el tiempo y otras dimensiones e incluía los diagramas y planos de una máquina para viajar en el tiempo. Los evaluadores rechazaron su trabajo y Héquero no insistió. Lo que pasa es que la tesis la escribió borracho, dijo Hilario sonriendo.

En una ocasión que viajaba solo regresé a casa de Héquero. Me recibió al interior de uno de los compartimentos de la bodega. Trabajaba en la oscuridad. Permanecía en la penumbra, sudoroso y cojeando, como el mismo Hefesto. Antes de hablar le dio vuelta al disco que acababa de terminar en la tornamesa. Estuvimos conversando durante largo tiempo sobre la electrónica y su lenguaje. Puedo afirmar que Héquero es el único ingeniero que conozco que no se muestra pretencioso, ni intenta hacer notar su conocimiento.

Pregunté en qué se ocupaba tan afanosamente y dijo que buscaba las coordenadas de una dimensión donde no tuviera que cargar con sus demonios. No los controlados, dijo, sino los que no he podido controlar aquí. Quiero llevar a mi hija conmigo y si no puedo, intento llegar a una parte que por lo menos me dé más tiempo para seguir trabajando en esto y luego regresaré por ella, ya que ella es la que mantiene este mecanismo en funcionamiento, dijo tomándose el corazón. Mírala, agregó señalándola, se conforma con poco y siempre está contenta, pero si muero, ¿quién se hará cargo de ella?

De regresó a la ciudad pensaba en lo difícil que es enfrentarse al entresijo subconsciente y tratar de reparar las conexiones dominantes que nos desvían del buen camino. La mayoría de nosotros no podemos, siquiera, controlar el temperamento que aflige la tranquilidad del alma, o saber aprovechar alguna facultad interna del mismo aparato para proyectar algo positivo de nosotros mismos. El mecanismo se encuentra tan oculto, en su carácter, que el miedo a auscultar en sus sombras le permite dominar nuestros vicios, descontrolándonos desde el interior.

Pasó mucho tiempo para que pudiera regresar a Rosarito, el puerto de Héquero, pero me interesaba saber cómo iba en su proyecto, así que fui a visitarlo una vez más, dándole prioridad, en vez del compromiso al que me remitía. Era tarde y las luces encendidas le daban otra panorámica al frontis del zoológico. Di una revisada antes de subir y noté que los animales mitificados parecían haber cambiado de posición.

Su hija salió desde la cocina y me saludó entusiasta, con los brazos al aire. Subí notando los cambios, no había música en el exterior, y hasta el trazado del camino me pareció distinto. Pensé que aquella trasformación era imposible, ya que los objetos seguían enterrados, y no había rastro de que hubieran sido movidos. Al llegar ante la hija de Héquero la noté más delgada. Antes de preguntar me señaló la bodega sonriendo.

Me dirigí al interior. La poca luz de la tarde no me permitió ver del todo. El disco que armonizaba había terminado y no le habían dado vuelta. Sobre el tornamesa reposaba la tesis de Héquero. Le di una hojeada, pero tenía muchas páginas faltantes, rayones y anotaciones; me era imposible dialogar con los planos. Algunas hojas habían sido borradas por el alcohol derramado sobre ellas, eso lo supuse por el rastro que conservaban.

Mientras daba vuelta el disco, su hija prendió una luz opaca que me permitió notar que Héquero no estaba al interior, ni tampoco la máquina en la que trabajaba, lo cual era imposible, porque las puertas eran muy chicas para sustraerla del sitio. Volví la vista a su hija y le pregunté temerosamente por Héquero. Sonrió con más ímpetu, e hizo un ademán como el que hiciera cuando Hilario le preguntara por su madre. En mi vacilación, por su respuesta que ahora entendía, esperaba, con fe ciega en las cosas de las máquinas, que el gran Héquero anduviera buscando mejores mundos que le permitieran regresar por ella.

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