Las moscas ya estaban por todas partes y nuestros esfuerzos por evitarlo eran todos inútiles. Empezaban a aparecer incluso en la sopa, como una epifanía o un presagio. Con el tiempo dejamos de disfrutar la comida, las botanas, las duchas, acompañadas siempre de ojos diminutos, y dejamos de intentar detener su proliferación. Era inminente, lo sabíamos: algún día las moscas serían nuestro único legado, o ya lo eran.

Mi madre era la más indiferente de las tres, la más agotada, ya ni siquiera le importaba beber agua con trozos de alas rotas y patas peludas y pequeñitas. Mi hermana y yo todavía tirábamos los guisados cuando descubríamos a una de esas moscas asomada, apenas viva. Terminábamos con una mañana sin desayuno y un almuerzo frío exiliado en la basura.

Una tarde, al matar accidentalmente a una de esas cosas, lo descubrí: una sensación me traspasó los músculos del rostro, la boca, los ojos; estuve a poco de llorar o de sonreír, quizá ambas. Me daba satisfacción matarlas. No intentaba extinguirlas, era sólo un acto recreativo, un juego: unas cuantas invasoras muertas no hacían gran diferencia. Adoraba juntarlas en una bolsa de plástico transparente, todas desfallecidas, todas muerte, sin posibilidad de vuelo, meterlas en el inodoro como tierra que se lanza a una tumba y verlas partir, retorciéndose en el agua. Llegué a sorprenderme varias veces atrapándolas con las manos al aire de forma magistral y arrancándoles una a una las alas entre casi imperceptibles zumbidos de sufrimiento. Mi hermana no estaba de acuerdo con mis acciones, no le agradaba verlas sufrir, y nunca le había interesado realmente eliminarlas. Les tenía cierto respeto, o miedo en todo caso. Se la pasaba encerrada en su cuarto, apenas salía, cubría las rendijas de la puerta con lo que tuviera a la mano (cobijas, trapos, papel) para no tener que convivir de cerca con las invasoras. Una que otra noche, tres o cuatro, cinco o seis, siete u ocho de ellas se infiltraban ruidosas en su habitación, provocándole un grito horroroso que llegaba hasta la sala. Mi situación era distinta, pasaba pocas horas en mi cuarto y muchas más adentrada en la neblina de moscas que inundaba las estancias. Me gustaba que se pararan cientos de ellas, invasivas, en mi cara, mis brazos, mis piernas, sentir sus velludas patas como filos explorándome la piel. Primero hacía que confiaran en mí, en que era su amiga, y después, cuando menos lo esperaban, soltaba terribles manotazos en mi cuerpo. Podía matar a decenas de ellas con un solo golpe.

Mi madre y mi hermana me miraban muy raro en las mañanas. Cada día nos veíamos menos. Ninguna de las dos salía de su cuarto, más que a desayunar y llevarse comida para la tarde y la noche. Cuando llegábamos a coincidir en la sala, me veían de reojo, con asco. Les costaba admitir que las invasoras se habían vuelto nuestras huéspedes, nuestro legado, nuestras mascotas retorcidas y sucias, mis amigas, mi diversión. Supongo que ambas pensaban que yo tenía cierta culpa de que no se fueran, por hacerles daño a veces y disfrutar su compañía. Lo cierto es que, vivas o muertas, sobre todo vivas, las huéspedes me producían un gran placer. Dejarlas vivir significaba poder matarlas.

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La mosca y la miel >> Óleo sobre lienzo >> Tomás Castaño

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