EL MALEFICIO

por César Vega

Por César Abraham Vega

El fantasma arborece sensible, posado sobre el pábilo de una vela, crece finamente extenuado, genuflexo, rojo y raro, endemoniado como un poseso que se retuerce sobre su tronchada espina dorsal, no sube, no baja, pero crece con una sutil insinuación de espectro, aviva el oxigeno entre sus manos al grado de hacerlo estallar… pero su luz pequeña es apenas un centellar soporífero que se extingue entre toda la oscuridad.

La piel tostada de un rostro se disuelve en el tinieblar, también un vaho muy tenue fulgura trémulo reflejando la luz suave de la vela. El frío es intenso… lo detesta… su caricia adusta siempre la arrastra a aquel recuerdo de la insidiosa hipotermia que hubo en su carne entera a los siete años de edad; hace más de veinte años ya. Pero esto es bueno… demasiado bueno… se percibe, aunque sea indebido siquiera pensarlo.

—Estoy loca, sí, de a de veras… la cosa es que… —murmura mientras una explosión de electricidad le surca todito el espinazo, pero sigue leyéndolo. Sus metacarpos anchos y mestizos tiemblan cuando acarician el cuero del forro, las páginas aguardan silentes al paseo de sus ojos turbios y graciosos— ¡Santa María, indúltame…! ¡Sagrado Corazón, purifícame!

Su neurosis corriente se ha multiplicado como un monstruo, en un lado de su corazón, sabe y presupone que aquello es una simple cuestión supersticiosa, pero el lado más cristalino de su cerebro hace desfilar los infortunios que han acontecido tras somera consecuencia (o coincidencia) de sus lecturas tan infames y pecaminosas… primero era cosa de nada… hechos reversibles y remediables: el agriar de la leche, la podredumbre de todos los huevos de una mañana cualquiera, la leña extrañamente mojada y echada toda a perder, Matilde no reparó nunca en tales hechos, pero una larva triste de remordimiento y duda iba poco a poco engordando en su corazón.

Después la cosa se volvió más fea, el incendio en el cobertizo, los azotes sumarios del capataz a toda la servidumbre por el hurto misterioso de dos espuelas de plata y, hasta la quebradura del brazo de Abelar; un eco en su tórax resonó por diez semanas lo que la mantuvo arrepentida y lejana de aquel libro maldito, pero que a tantas noches de ardor la había penetrado febril y demente no por el sexo, sino por la mirada, y no con un falo, sino a puras palabras.

Ella atesoraba aquel libro con el tibio abrazo de sus naguas, allá en los primeros días, pero ante la venida de tanto infortunio tal vez por castigo, o quizá por coincidencia, prefirió dejarlo guardado oculto en su chocita abajo del catrecillo de mimbre, justo dónde lo abandonó el joven Rodrigo antes de irse a la ciudad, pues lo que pasaba a últimos días cobraba un sentido adverso indiscutible…

Matilde se alegró mucho, y todos los demás igual, cuando una mala cabalgadura dio con el capataz por los suelos haciéndolo pasar de este mundo con un madrazo en el cerebelo. Todos jubilosos aseguraban que aquello nunca sería para mal. Y por eso Matilde se regocijó por dentro, sintió que aquel mal acontecimiento cambiaba el ramillete de adversidades que le castigaban por leer aquel libro libertino y, ante un hecho tan celebrable, planeó para esa misma tarde darse un atracón con las letras briagas de impureza azul.

Malhaya la hora en que llegó Don Quino, un capataz diez veces más maldito y fiero que el recién finado Aldebarán. Poco le duró el gusto a la Matilde y no le quedó de otra que deponer toda su felicidad. Y de ahí para el real, tantas cosas malas acaecidas que de puro nombrarlas uno siente invocar la mala fortuna, no obstante, la muchacha no podía ya parar y aquellos otrora miedo y remordimiento se trocaron después en un excitante y blasfemo desafío, ella sentía a cada momento más exacerbado su placer por leer aquel librajo, estaba tentada rotundamente a arriesgarse frente a todo por un rato de trance puro y bello de su prohibida lectura y, para derrumbar su compunción, asevero en su mente que aunque las cosas en el rancho iban muy malas y fuera cierto que sus lecturas clandestinas acarreaban puro mal agüero, nada o muy poco podría empeorar la maldición.

Leyó con la piel en morbo sucio, y con la tibieza de su sexo humidificado, tibio, pulsátil, desesperado, atravesado por aquel onanismo dulce de sus manos, con su corazón, aldaba, golpeando las puertas de su pecho en fuelle, leyó con las puntas oscuras de sus senos, erectas y sensibles y escalofriosas, leyó con cada rasgo y cada centímetro de su femínea y satánica corporeidad tantas páginas como nunca había leído juntas.

El actus nefandus consumado estaba… los sudores corrían como carretones pesados sobre la espesura de la piel, los jadeos herían su respiración con una luminosa chispa de su voz gimiente…, oyó alboroto inusual en la entrañas de la noche, miró antorchas a través de las ventanas, escuchó a Eulogio vociferar desesperado, salió a la puerta y se topo con Ana, quien toda trémula y toda frágil y toda mocosa y toda llorosa, le dijo que Don Quino había matado a su madre a puro latigazo por haberle servido leche en mal estado al niño Antonio.

Las piernas de Matilde se esfumaron queriéndola hacer caer de un solo tajo, corrió loca y culposa, mientras en la mesa su lúbrico y literario amigo reposaba con un aire ufano y lascivo; este, con la portada desnuda y al aire, inmoralmente mostraba en letras rojas, brillando a la luz de la vela, el maléfico nombre con el que se intitulaba…

IMAGEN

La lámpara del diablo >> Óleo >> Francisco de Goya

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1 comentario

Anonymous 01/02/2014 - 01:51

Que buen cuento, caramba!!!
Lo único malo que le encuentro es que no dice que libro lee la prieta para salir corriendo a buscarlo.
Felicidades.

Berto Naviera

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