DEDALOFOBIA (1 de 2)

por Mabel Pinos

Me crie en un puerto pequeño, movido por magia, donde nuestros juegos existían sin distinción de maldad. Le dábamos nombre a nuestro territorio, La cueva del diablo, La playa de las gaviotas, La piedra del niño caído. Éramos dueños de nuestro mundo, gozábamos de la libertad condicionada a los ochentas. Visto desde nuestra infancia, una excluida de ciertos cuidados, la de ser hijos de matrimonios disueltos, de madres y padres solteros comprometidos con sus trabajos para sacar adelante a su familia, el de ser partícipes de obligaciones a pesar de nuestra corta edad, las cuales cumplíamos sin rebatir. Esta historia inicia, precisamente, en La piedra del niño caído, cuando aún no era bautizada así, pero para iniciarla debo mencionar —ahora que somos fantasmas—, quiénes somos o quienes fuimos en su momento.

Francisco era el mayor de nosotros, el de las grandes ocurrencias. Su padre era militar y cuidaba sólo de él. Había educado a un hijo recto, dominante, quizá por eso lo sentíamos el jefe. Tenía un rostro que no le correspondía, parecía un niño adulto. Su cara era cuadrada, de pelo corto y tez blanca. Nos llevaba dos años y era el de menor estatura. Poseía cuerpo atlético y habilidades que envidiábamos. Rosario era la menor en edad, vivía con su madre, era la más cuidadosa y la que nos paraba de realizar locuras cuando las creía peligrosas; era el ángel del grupo. Tenía el pelo lacio y corte de niño color castaño, aunque ése no era su tono natural, su madre lo pintaba ya que originalmente era taheña. Era delgada y la mayor en estatura. Vestía siempre de pantalón. Su padre había huido de casa a los días de nacida, y su madre la culpaba de no haber sido hombre como él quería. Ser mujer fue insuficiente para retener a un borracho golpeador, cosa que benefició a Rosario, que a pesar de los reclamos a su corta edad, era el lado positivo del grupo. A Eusiquio no puedo mencionarlo ahora, me resulta difícil expresar algo que lo defina, pues era un niño, por decirlo, extraño. Por último, estoy yo. Diré que fui el mediano en estatura y edad, que muchas veces me paralicé al realizar alguna travesura y que no decidía, como Francisco o Rosario, en hacer o deshacer; sólo asentía a cualquier idea que surgiera. Si pudiera definirme, diría que era el miedoso del grupo y que a pesar de ello, cedía a lo que fuera con tal de pasar un buen rato con mis mejores amigos.

El día que inició la idea de darle nombre a la piedra, Francisco brincaba sobre ella. Estábamos en lo alto de El cerro de la Ballena y parecía seguro de sí mismo, mientras yo mantenía distancia, temeroso de que me pidiera lo imitara. Rosario permanecía perdida con la vista que se daba en las alturas, admirando la totalidad. Deberíamos hacer una nave y volar hacia el mar, dijo, apuntando al horizonte, y a Francisco le gustó la idea. Estaba pensando en algo parecido, pero sería difícil hacer una nave, la secundó, ¿qué opinan de traernos el mástil de barco que está en el muelle viejo y ponerlo aquí?, preguntó señalando un orificio sobre la gran roca. Hay que aprovechar el travesaño que tiene arriba para amarrar un chinchorro, como si fuera una hamaca, y subimos y nos columpiamos hacia el voladero para ver qué se siente, dijo, con expresión emotiva. La idea era absurda, requería de un gran esfuerzo. El solo arrastrar el mástil desde el muelle hasta el cerro, y subir, era complicado, pero Rosario aprobó la idea y después de arduas horas, logramos enclavar el barrote en el hoyo, quedando la hazaña como legado de nuestro logro. Habiendo oscurecido, dejamos que el mástil se adecuara a su nuevo espacio y nos alejamos a descansar.

Debo confesar que para mí fue una larga noche, el solo pensar que debíamos columpiarnos en las alturas del cerro, era una pesadilla. Pero mis súplicas no detuvieron el tiempo y al día siguiente estábamos, para mi mala suerte, en el lugar de la ocurrencia. Después de que Francisco lograra sujetar el chinchorro, probó su resistencia dando tirones con fuerza. Sabiéndolo apropiado, se acercó a mí y ordenó que subiera. Estuve a punto de aceptar por imposición, pero no pude responder al estar paralizado por el miedo.

Rosario me miró a los ojos y pidió ser primeras. Francisco preguntó que si tenía un último deseo antes de morir, y Rosario se acercó a mí para darme un beso parco en los labios, despidiéndose, como si en verdad fuera a morir. Francisco la subió al chinchorro y la impulsó con fuerza, probando que tenía más valor que yo, le gritaba que ahí tenía su nave, que abriera los ojos para que viera cómo volaba. Después de un tercer impulso, Rosario dio un brinco en el aire, el mástil embonó hoyo abajo, y la gravedad hizo que el barrote inclinara. Con la fuerza  de la caída el travesaño superior cedió, escuchándose un crujido fuerte. Al ver los ojos de Francisco mi temor fue en aumento. Ayúdame, que no se vaya, dijo, pero yo permanecí impedido y sólo pude ver que le daba la espalda al acantilado y el mástil se abalanzaba hacia él. Haciendo gala de su fuerza, Francisco empujó el bulto de Rosario sobre la planicie, manteniéndola a salvo, y perdiendo el equilibrio para caer él, en lugar de Rosario, al precipicio, y perderse después en el mar.

El tiempo transcurrió lento y trágico a partir de la muerte de Francisco, causando conmoción en todo el puerto. Para su despedida, su padre mandó a hacer un ataúd de su tamaño, aunque él no estuviera dentro, lo cual resultó incomodo, pues su madre regresó para despedirse y le lloraba a su ausencia. Como consuelo abrazaba a su padre, quien se refugió en la formalidad ante una multitud expectante.

A los días de haber perdido a nuestro mejor amigo, los padres de Eusiquio lo llevaron lejos, a un lugar donde no les alcanzara el mal hado de que su hijo fuera participe de una tragedia. Yo también, al solo depender de mi abuela, decidí abandonar el puerto, dejando a Rosario con la carga a cuestas. Hasta mi partida nadie cuestionó los hechos, nadie se atrevió a dudar de nuestra falsa historia, quizá para no incomodarnos con el recuerdo. El suceso quedó como reprimenda a la desobediencia y con el tiempo pasó a ser una historia urbana del puerto.

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IMAGEN AL EXTERIOR

Monos fumadores y bebedores >> David Teniers

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