DE VALIENTES Y TRAGONES

por Eleuterio Buenrostro

No es que me enoje que en estas fechas me dejen sus desechables ahí tirados. Podría ejercer mi profesión de barrendero eternamente y no tendría ningún impedimento. Estos días, los consagrados a los muertos, puedo asegurar que son los más bonitos del camposanto. En la víspera a la celebración, resurgen decorados que presagian lo que está por venir. Los comerciantes ofrecen sus arreglos de flores y el ambiente cobra vida, aunque suene un tanto irónico.

Llegada la hora se da prioridad a los más pequeños. Se rebosa el entusiasmo con comida, música y juguetes, mientras la llegada de los de fuera se multiplica. Cuando la luz del sol se apaga, los santos vuelven al recogimiento y despiertan los adultos para seguir fieles al festejo. Los focos y velas encienden y el colorido se concentra en opacidad, haciendo más íntimo el momento. La música alcanza al amanecer y se continúa con el recorrido del sol. La caravana de vivos supera a los muertos, pero si habremos de caber en alguno de los paraísos[1], aquí también todos cabemos.

El olor a flor de cempasúchitl se concentra al punto de que puede verse como reina del instante, deambulando entre tumbas y formando parte de la celebración amarillo-naranja que la glorifica. La visión de José Guadalupe Posada es rebasada y su catrina cobra vida, no sólo desde las figuras de papel maché y calaveritas de dulce, sino en las jóvenes que la imitan luciendo su vestimenta y su cara maquillada, con tanta belleza, que dan ganas de estar vivo.

El sentir se esparce y los límites del cementerio son rebasados. Los muertos también son recordados en el sitio que fuera su hogar, con un altar que ennoblece su ausencia. La voluntad de los dos mundos hace posible el convivio. No es extraño que esto siga creciendo, su evolución parece no tener fin porque procede de una mezcla de varias magias.

La fiesta se celebra con la comida preferida de los que aquí reposan. El mezcal, el tequila, el pulque y los cigarros elevan los ánimos. También hay atole y agua para los abstemios. Aunque debo de afirmar que los difuntos no le dan prioridad a la comida. Se complacen con ver de nuevo a los suyos. Notan sus cambios en cada año que pasa, acercándose al destino que nos toca y se sabe que algún día habrán de cohabitar en el mismo sitio.

El alcohol sensibiliza a los que beben botella en boca, el hervor les revive cosas que no dijeron a tiempo; algunos hasta quieren morirse y ser enterrados aquí mismo. Lo que se cura, en toda esta emulsión de vivos y muertos, es la nostalgia. Al tercer día de noviembre debe asimilarse el vacío del alejamiento. Se gana en la resignación que deja la alegría del convivio, con la esperanza puesta de aquí a un año, cuando la fiesta vuelva a comenzar.

Hay que recoger la basura, descolgar los decorados y reacomodar el olvido. Esta parte es la que me enoja, el plañir de los muertos es más largo en la espera de los tantos días, pero aguantan, sabedores de que en el ciclo de los que aún viven serán recordados.

Un día de esos lo expresé con enojo. Mi ira fue tanta que sobrepasé mi condición de barrendero fantasma y fui visto por todos como el esperpento que soy. Estaba por ahí parado, en medio de la celebración, y hasta mis amigos, los muertos, se mostraron en asombro con el acto. Cuando me di cuenta del error quise resarcirlo, fui tras ellos para que la fiesta continuara, pero corrían despavoridos. No hubo poder, ni de valientes y tragones, que lograra detenerlos.

***

NOTAS

[1] Tlalocan, Omeyocán, Mictlán o Chichihuacuauhco.

IMAGEN

Noctámbulo >> Óleo sobre lienzo (50 x 40 cm), 2011 >> Javier Bellido Valdivia

Eleuterio Buenrostro Calatrava, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.

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