CHABELITA O EL INFORTUNIO

por Anna de Ulibarri

Chabelita es costurera, de las buenas. Como una hechicera maravillosa saca de su cabeza diseños de vanguardia, a pesar de que su avanzada edad no le permite entender mucho de este mundo posmoderno.

Desde muy temprano, todos los sábados y domingos sale de su casa cargando sus bolsas con las entregas bien planchadas. Camina sin ayuda de bastón, con un suave balanceo. Su figura es regordeta y su estatura conoció tiempos mejores.

La costurera, como todos, tiene una historia…

A los veintitantos, un joven le robó el corazón, cuando éste tuvo a bien detenerla en la acera de su casa y nombrarla, con voz abaritonada, por su nombre verdadero: Isabel. Al nombrarla, antepuso un ‘señorita’, mientras que de su solapa extraía una gardenia blanca para entregársela como prueba de su amor.

Así fue como inició el noviazgo y después el compromiso. Sin embargo, un mes antes de la boda, la fatalidad cayó sobre los novios; el que en un futuro sería el esposo de Chabelita, fue asesinado por un desconocido que salió envalentonado y furioso con navaja en mano de una cantina.

La frustrada novia prometió que nunca más entregaría su corazón a nadie y se dedicó en cuerpo y alma a trabajar en la costura.

Entre hilos, organzas y tafetanes se le vinieron los años, sin felicidades absolutas, pero tampoco con desgracias apoteósicas, ésas llegaron justo al cumplir los sesenta, cuando tuvo la ocurrencia de recoger en su casa a un chiquillo huérfano que pasaba los días vagabundeando por las calles de su barrio.

A Chabelita le dio lástima ver al niño famélico buscar comida de entre la basura y comenzó invitándolo a comer todos los días, hasta que una noche de tormenta, ella no fue capaz de echarlo a la calle y le dio cobijo en la habitación que tenía como cuarto de costura; el más amplio, en el que entraban chorros de luz, el que estaba siempre ordenado, limpio y bien trapeado, en el que recibía a sus clientas. A ese espacio renunció la costurera con tal de no sentirse sola y de tener en quien vaciar su corazón rebosante de tanto amor. Se había olvidado de la promesa que se hizo un día, cuando sintió que se moría de dolor al ver a su prometido tirado en plena banqueta en medio de un charco de sangre, con un ramito de gardenias aprisionado entre su mano muerta.

Pero de todos los huérfanos amorosos, agradecidos y buenos que hay en este mundo, a Chabelita le tocó acoger al único ingrato que existía sobre la faz de la tierra.

El chiquillo pronto demostró tener una capacidad inaudita para el enojo que acompañaba con gritos y maldiciones a las primeras de cambio. La pobre costurera nunca tuvo el control sobre el adolescente que no respetaba órdenes ni entendía de consejos o de razones. Con el tiempo el asunto se volvió más grave y el muchacho llegó a los dieciocho con un genio de los mil demonios.

La consecuencia lógica fue que a ella se le acabó el amor por el postizo hijo malagradecido; la gota que derramó el vaso fue cuando un día, a él no resultó agradable la comida y en repuesta le soltó una sonora bofetada a Chabelita. Ella, por miedo, no se atrevió a correrlo.

Y así, por temor, la anciana se acostumbró a los malos tratos, a los gritos y a los cambios repentinos de humor. La casa se volvió un lugar insoportable y ella optó por encerrarse en su recámara hasta que escuchaba el estruendoso portazo de la puerta que daba a la calle. Entonces salía de su habitación oscura, aprovechaba para coser, asear y cocinar, para luego encerrarse de nuevo cuando escuchaba que él regresaba.

El tiempo siguió su paso, hasta que un día, en lugar de mantener a un malagradecido se vio manteniendo a dos: una muchacha de pelos oxigenados y de boca arrabalera entró como Juan por su casa, volviéndose la dueña y señora de la vivienda de la costurera.

Por fortuna, y gracias a ser buena en el oficio de toda su vida, a Chabelita no le faltaba el trabajo. Cosía de todo; desde vestidos, pantalones, camisas y hasta atuendos para fiestas, de todo, excepto los vestidos de novia porque según ella, su habilidad ya no era la misma que treinta años atrás, le daría mucho pesar y vergüenza echar a perder una tela fina comprada con sacrificios por una novia de barrio pobre.

Debido al olor de mujer vieja y el traqueteo de su artilugio de trabajo que según ellos estorbaban, la obligaron a meter la máquina en su alcoba, donde no tenía buena luz. Casi ciega de un ojo, terminó por no aceptar ningún trabajo que involucrara tela negra, pues a pesar de la diestra mano y la experiencia en la costura, no siempre era suficiente para que las puntadas caminaran derechas.

Por todas las desdichas antes mencionadas, los días favoritos de Chabelita se convirtieron en los días de entrega. A las nueve y media de la mañana de sábados y domingos se encontraba con alguna de sus clientas que le invitaba un café mientras se probaba la falda, a las doce con otra que le ofrecía una fruta, y no faltaba quien la invitara a comer como a eso de las tres de la tarde.

Regresaba a su casa después de deambular por el barrio, de escuchar el rosario de las seis y la misa de siete, justo a tiempo para no estorbar. Se metía sigilosa y apurando el paso entre el televisor y sus dos espectadores que rodeaban la mesita de centro atiborrada de botana y de latas de cerveza. 

Hace poco, Chabelita cumplió noventa años y éste fue el aniversario más triste de toda su vida. En marzo, el país estaba amenazado por un virus procedente del continente asiático que, desde la navidad pasada, había enfermado y matado gente en todo el mundo. Las instituciones de salud decretaron alerta máxima por lo que la mayoría de sus clientas tuvieron que guardar una cuarentena obligatoria y ella ya no tuvo encargos de costura, se terminaron las invitaciones a comer y a tomar café casero.

Chabelita no entendía bien lo que pasaba, se preguntaba cómo era posible enfermarse hasta morir sólo por salir a la calle para buscar trabajo y hacer sus entregas. No le quedó más remedio que permanecer durante meses encerrada en su habitación por miedo a causarles malestar a los invasores, casi en penumbras y sin más compañía que un viejo radio que le brindaba todas las malas noticias de la pandemia. Dejó de coser y los ahorros se acabaron más pronto de lo esperado. La pareja de holgazanes se vio sin el sustento y los maltratos hacia ella empeoraron.

La costurera se puso triste, más triste de lo que nunca había estado en toda su larga vida. Ella no sabía cómo explicarlo, y si hubiese podido, habría dicho que era una tristeza profunda, una que le llegaba hasta los huesos, que le pesaba, que no la dejaba dormir y que le hacía sentir que su corazón estaba tan seco y tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Chabelita ignoraba que eso que ella sentía, tenía nombre: desesperanza.

De pronto, en medio de la noche, se le ocurrió que tal vez su paso por esta vida había llegado a su fin y que el dichoso virus era la solución a todas sus desventuras. Casi amanecía cuando se decidió: saldría a recorrer todas las calles, platicaría con cuanta gente se encontrara a su paso y hasta pensó en meterse al hospital más cercano para contagiarse de ese virus y terminar de una vez por todas con su mísera existencia. A las siete de la mañana tomó su chal y salió sigilosa de su vivienda para buscar a la muerte.

El día salió conforme al plan, bueno, casi todo. Platicó con todas las vecinas que se encontró, las reconoció a pesar de su armadura de tela, cual guerreras luchando contra un dragón invisible. Se metió al templo durante dos horas, le rogó a la Virgen de Guadalupe que se derrumbara el techo y le cayera una piedra enorme en la cabeza, pero eso no pasó, en cambio, a las tres de la tarde el sacristán la corrió porque era la hora de comer y había que cerrar. Enseguida encaminó sus pasos al hospital y ahí no tuvo mejor suerte, ya que no la dejaron entrar a pesar de decir que se sentía mal. En plena calle una enfermera le tomó la temperatura y la presión, le auscultó el corazón y acto seguido la mandó a su casa con cajas destempladas. 

Sin saber qué más hacer se dirigió con resignación rumbo a su casa, pero a los tres pasos se encontró con una vecina que al verla afuera del hospital creyó que estaba enferma, entonces le dio un envase de plástico con una etiqueta que anunciaba un líquido milagroso, pero que, en propias palabras de la vecina: era una maravilla de medicina descubierta por un científico alemán, que curaba absolutamente todo; desde el acné hasta el cáncer y por si fuera poco, también el virus ése que deambulaba matando gente al por mayor.

Le dio indicaciones de cómo y cada cuánto tiempo lo tomara, le dijo que era caro, pero que no se preocupara, luego, cuando terminara la pandemia, ya le pagaría con la hechura de cuatro o cinco vestidos.

La anciana por fin llegó a su vivienda, por suerte no había nadie, respiró aliviada. Dejó sus cosas sobre la mesa y entró directo al baño y en un momento de iluminación decidió no lavarse las manos para allanarle el camino al bicho, salió y se encaminó presurosa a su habitación. Ya no estaba sola.

Chabelita cerró los ojos y se durmió con la esperanza de no despertar; soñó con el amor de su vida, el único, el malogrado, soñó con gardenias blancas, con sus costuras, con el sonido interminable de su máquina de coser y con el chiquillo hambriento buscando comida entre la basura. Por último, escuchó sus gritos de hombre colérico.

Chabelita despertó y se volvió a dormir, despertó de nuevo y se durmió otra vez, finalmente ya no fue capaz de dormir y se levantó sin saber qué hora ni día era.

Quitó el seguro de su cuarto y salió sigilosa, era de noche. Caminó con cuidado entre penumbras, con su balanceo delicado, tomó agua y fue al baño. Regresó a su cama, siguió despierta hasta que estuvo segura que ya había amanecido y podía irse a la calle sin que se dieran cuenta.

De reojo, vio la puerta abierta de la recamara de los aludidos y este hecho le fue significativamente extraño. Se asomó con cuidado, con el corazón latiéndole con fuerza, rogando que no la vieran. El espectáculo fue maravilloso; los cuerpos de esos seres, que jamás tuvieron una pizca de humanidad se hallaban desnudos, mostrándose ante ella, hermosos y perfectos, con la piel de un tono amarillo precioso y con los ojos abiertos.

Se acercó un poco más con cuidado para verificar que su vista no la engañara y suplicó no estar soñando; vio otra vez al que nunca quiso ser su hijo y recordó al amor de su vida, visualizó el ramito de gardenias blancas aferradas a la mano inerte de su prometido, pero en la mano del otro, del ingrato, estaba el pomo vacío de la solución milagrosa.

Chabelita se sintió feliz por primera vez en muchos años, cerró sus ojos y dio gracias al cielo porque en el templo no le cayera una piedra en la cabeza, agradeció que no la hubiesen dejado entrar al hospital, dio gracias también a la vecina bondadosa y finalmente, con todas sus fuerzas, le dio gracias a ese dizque científico alemán.

 

IMAGEN

Costurera >> Óleo sobre lienzo >> Ferdinand Hodler

 

Anna de Ulibarri nació en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Estudió dibujo, pintura, muralismo y música de manera formal. Así mismo, es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Guadalajara. 

A partir del año 2014 realizó y escribió trabajos de investigación sobre arte popular y comenzó con la narrativa creativa.

Fue finalista del concurso de cuento “Luvina” de la Universidad de Guadalajara en su edición 2015 y del concurso del Festival Rulfiano de las Artes 2018. En ese mismo año, tomó un taller de literatura con Santiago Gamboa y Sandra Lorenzano por parte de la UNESCO.

En el 2019 escribió y publicó 4:36, su primera novela. Sus cuentos y algunos escritos sobre arte se encuentran publicados en diferentes plataformas digitales.

Actualmente continúa con su quehacer artístico, de investigación y literario.

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