LA INFINITA ESPERA

por Alberto Curiel

Por Alberto Curiel

Ocurre que ―y nos pasa inadvertida― una de las torturas más eficientes de los últimos tiempos es totalmente legal, padecida por miles de hombres, niños, y mujeres supongo, pero en su mayoría hombres. Cuando se funge de compañía al amparo de una mujer necesitada de consumo, vanidad, vestimenta o víveres, yo que sé, uno ―premeditadamente― anda en caída libre hacia un agujero hallado al fondo de un tobogán por el que nos deslizamos en pétreos espirales, a sabiendas de culminar completamente magullados en cruento destino.

Quizá la primera de estas afligidas excursiones fue auspiciada por mi madre, quien es capaz de transformar los centros comerciales, mercados, tiendas de ropa, iglesias o cualquier mínimo paseo ―al encontrarse con algún conocido― en un ralentizado buceo de asfalto, recalcitrante caminata lunar sin tanque de oxígeno de repuesto.

Recuerdo haber comparado en algunas ―ochocientas― ocasiones ―sin exagerar― las distancias y velocidades alcanzadas por mi padre y yo en un domingo de compras, con la modorra y lentitud conseguida en la misma empresa junto a las umbrosas figuras de mi madre o abuela; para mi padre y yo,  las gigantescas tiendas extranjeras ―más sobrepobladas que nunca― no eran impedimento para escabullirnos fugazmente entre cada departamento, tomando con presteza todo lo necesario para surtir la despensa. Teníamos los objetivos bien determinados y, cual cazadores furtivos mutantes, cogíamos de los estantes respectivos la leche, el huevo, alimentos enlatados, jugos, yo que sé; nuestra demora era mayor en la pertinente fila que invariablemente emergía para acceder a las cajas en donde atendían siempre muchachas robotizadas que parecían responder siempre con los mismos comandos bien programados ―¿encontró todo lo que buscaba?, ¿gusta donar sus centavos a la fundación “yo que sé, no sé cuál”?, son trescientos cuarenta y siente con setenta y cinco centavos, ¿no tiene cambio? ―, que en el proceso de localización y selección de la compra.

La espera que más detestaba era esa ―la que sucedía en las tiendas de autoservicio―, mamá tardaba horas en decidirse entre uno y otro producto, que si el precio, que si la marca, el contenido… yo que sé, el resultado quincenal era el mismo: deambular horas atravesando los cortos pasillos ataviados con anaqueles repletos de artículos medianamente bien manufacturados; ella se inclinaba y paraba de puntitas, con lupa, balanza y máquina de escribir medía sus opciones.

Ahora que lo pienso, las mujeres en mi vida han realizado actos similares, desde tías quejumbrosas que comían masticando hasta la sopa, amigas a las que empujaba porque caminaban como si quisieran no avanzar ―compañeras, en realidad no tenía amigas, siempre se enamoraban de mí―, ¡maldita sea!, yo casi me caía al intentar dar dos pasos a la velocidad de ellas, como odio a las personas que caminan lento. Sin darme cuenta, cuando llegué a mi segunda década de vida, me había convertido en un impaciente joven cascarrabias que escucha Jazz moderno mientras escribe.

Sin embargo, algunas esperas no son tan infructuosas, sobre todo cuando a uno le ocurre la extravagante idea de pensar, o en los momentos en los que se olvida el tiempo gracias al deleite que invita una bella imagen, o un delicioso aroma, o un extraordinario suceso, yo que sé.

Tuve una novia ―cientos― que fue participe de un curso de no sé qué cosa ―no exagero―, en una institución de la que he olvidado el nombre ―nunca lo supe, soy distraído―, ingresó ahí por disposición del despacho para el que laboraba y, por una afortunada casualidad, dicho curso fue impartido a unos minutos de mi antiguo hogar, a un costado del mercado más popular de la zona, así que cada sábado ―porque el curso era sabatino― yo debía apersonarme a las mil cuatrocientas treinta horas ―que chido se lee esto último―, o a las tres, o tres y media, nunca entendí muy bien cuál era su horario de salida, no obstante, yo sólo debía hacer una cosa: Esperar.

Tenía un sitio preferido para aguardar a la afortunada ―mi novia―, era uno de los muros del mercado, colindante con la escuela o fundación, yo que sé, ahí descansaba mi espalda, alternando mi trasero entre el pavimento tibio y el ya mencionado muro que volvíase más incómodo cada minuto. A mi izquierda acomodábase una mujer que vendía algo comestible ―creo que eran nopales―, se sentaba en un banquito de madera y colocaba un canasto frente a ella, a mi derecha se formaba una media cruz de pasillos: un camino significaba el acceso norte del mercado y el otro, la entrada/salida por donde veía reaparecer a mi novia.

Al finalizar el programa del diplomado ése, yo me hube graduado en serenidad y meditación, no había más impaciencia, desesperación y desasosiego ―no es cierto―. Así que en mi apoteósica espera veíaseme con el semblante menos sólido, la sonrisa media, las piernas firmes y las manos dibujando en el aire o cantando sobre la pared. De vez en cuando esbozaba un saludo mudo a los extraños, un guiño o dos ―no más―, como un dandi distendido.

Fumaba un cigarrillo imaginario ―porque no fumo, ¡huacala, qué asco!, ¡iiuuuc!, ¡uaaac!, no me imagino besando a un fumadora, ¡boac!― cuando mis oídos recibieron ―no muy atentos― la conversación que mantenían un par de personajes a mi derecha, en el pasillo que permitía escapar del mercado.

―Oiga, ¡oiga!, ¡psst!… ¿no sabe qué hora es?

―¡Pcht!

―¿No me oye?

―¡Oooh!

―¿No me da su hora?, oiga y… ¿Me cambia este billete, sí es de 100, no?

―Mmm…

―¿No me va a contestar?

Un hombre reposaba con una decena de bolsas rodeándole ―sólo eran cinco―, muy cargadas, simulaba estar arrellanado en el aire, aunque sospecho que escondía un banquito bajo sus posaderas, mantenía la cabeza gacha y lucía adormilado, mientras el otro ―el que había llegado a cuestionarle― se había colocado casi delante de él, de pie, con su sombrero de paja, una mano extendida y la otra muy ocupada con una pesada talega ―no lograba verle la cara, únicamente una oreja y su sien izquierda―, deduje que ambos rondaban los sesenta años.

―¡Oiga!, ¡qué grosero es usted!, ¿qué no puede contestar?― insistió el hombre de sombrero de paja, a quien, por desconocer su nombre, apodé Marvin.

―¡Ooh! ¡¿Qué quiere?!―, replicó milagrosamente el rebautizado como Benito, sin moverse de su imaginario banquito, frunciendo el ceño y desviando la mirada.

―¿Está sordo?―, arremetió Marvin con firmeza.

―¡Pcht! ¡No esté jodiendo!, ¿qué no ve cómo estoy?―, sentenció Benito, dirigiendo sus cejas a sus muñecas aseguradas con las asas de las pesadas bolsas.

―¡Pcht! ¡Oh, chin…! ¿Se está burlando?―, contraatacó Marvin, seguro de no quedarse sin una respuesta satisfactoria.

―¡Yaa, vallase pues!―, imperó Benito haciendo un ademán sumiso ―¡Chingao!, ¿no está viendo cómo estoy?

Yo me encontraba sobrecogido ante tan dramático diálogo, magnetizado hasta las pestañas, al tiempo que aquellos hombres se debatían en improperios injustificados, él uno aseguraba que el otro no le sabía algo, bilateralmente, entretanto el cosmos continuaba su pacífica existencia sin turbarse, del mismo modo que la señora a mi izquierda, y los comerciantes de atrás, y los alumnos que habitaban en el siguiente pasillo, y los vende papas, vende raspados, yo que sé… A excepción de mí, ninguna persona o perro callejero reparó en tan fascinante coloquio que auguraba un enigmático desenlace.

―¡Uuui, ui, ui, qué carácter!―, expuso Marvin tiernamente ―así me pareció―, concluyendo la intempestiva “riña”. Caminó hacia mí y pronunció exactamente el mismo diálogo con el que otrora principiara la charla con Benito. Yo participé amablemente de los cuestionamientos de mi interlocutor, Marvin continuó su camino con una sonrisa. Benito continuó con su reyerta a distancia, explicándose a sí mismo, o a la espalda de Marvin, aunque era a mí a quien miraba a los ojos, así pude verlo con claridad y redescubrirle.

Marvin y Benito eran ciegos, ninguno se enteró de las facultades del otro, se creyeron dentro de una mofa, una broma de mal gusto. Vaya ocurrencia… preguntarle a un ciego por la hora o la denominación de un billete… y una grosería, la befa total el no facilitarle a un anciano invidente la seguridad de haber recibido correctamente el cambio, de entregarle lo que marcan las manecillas del reloj en las manos y susurrarle: va usted a tiempo, amigo; pero halláronse con la persona equivocada, un espejo sin respuestas. Cuando Marvin hubo desaparecido de mi vista, yo no pude más que reír a carcajadas, y saber que mi tortuosa espera valió la pena.

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Mercado mexicano >> Óleo sobre lienzo >> María Elena Verdín Ruiz

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