LA PANTERA

por Alberto Curiel

Por  Alberto Curiel

Vaya que es un día soleado este, un tropel de palomas acusó el vuelo en cuanto levanté la cabeza, desconozco qué hora será; el tejado, sin duda, es el lugar más incómodo de la casa para trasnochar, ¡y vaya que poseo experiencia en ello!, he pernoctado en casi cada rincón de mi hogar; vamos, un niño debe ser como sólo un niño es; lo que me sorprende es que abrigado solamente con mi pijama casi traslúcida, no haya sufrido a causa del incesante frío.

la panteraParece que papá salió temprano, lo he visto apearse del caballo hace unos minutos y entrar con furor a la casa; debe continuar furioso por lo ocurrido. Mi padre es el dueño de estas tierras que se extienden hasta donde alcanzo a ver, un oasis color arena con franjas verdes de hierba; es uno de los hombres más respetados de la Toscana y jefe de un contingente de afables e indulgentes caballeros que se ocupan de adoctrinar a las personas que desconocen la fe y las ciencias a edades avanzadas. Me parece encomiable tomando en cuenta que mis padres no son de aquí, ellos son originarios de Cádiz, España, y llegaron aquí huyendo de mis conservadores abuelos que se oponían a su unión; lo pasaron bastante mal hasta que en 1860 decidieran escapar por el Mediterráneo, llegando así hasta aquí, mi bella Italia, en donde seis años más tarde nací yo.

No es porque sea hijo suyo, pero cuando crezca, me gustaría ser como mi padre; un bonachón letrado, raudo, alto, de espaldas anchas y barba cerrada. Espero que la genética me compense pronto con lo que pueda, de lo contrario, con este pequeño y enjuto cuerpo nadie me tomará enserio. En cuanto a lo intelectual no voy del todo mal; he obtenido las notas más altas de mi clase por dos años seguidos, hace poco me dieron el premio al primer puesto en el concurso de gramática que organiza el liceo cada año, soy todo un diccionario ambulante.

El sol comenzará pronto a quemarme la piel, quizá sea hora de bajar y enfrentar la increpación como un hombre; mamá pasa las horas perorando que soy un chiquillo muy travieso, que si bien esto, que si bien lo otro, y anoche no hice más que vanagloriarme de ello.

Ayer por la tarde papá decidió enseñarme a usar las armas que almacena en el sótano, aún contra la voluntad de mi madre, me ha contado que el abuelo lo instruyó cuando cumplió los ocho años, y yo a mis trece, aún no he blandido ninguna; sin embargo, es menester acotar que aquella era otra época, estos son tiempos modernos.

Nuestra casa no es para nada suntuosa; es vieja, de madera de cedro, blanca como la nieve, ha pasado por tres generaciones de italianos antes que la mía; empero, en tanto a seguridad, podría pasar por un fuerte. Ahora bien, que si por el lobo que acosa al ganado, los maleantes que merodeen, o cualquier podre diablo que por alguna razón deambule en los alrededores con Dios sabe que intenciones, contamos con un modesto tinglado de escopetas; en especial una, la Pantera, negra desde el gatillo hasta el cañón, mi preferida. Quedé alelado desde el momento en que la puso en mis manos, aprendí a limpiarla y a cargarla, pero no me fue suficiente, debía dispararla.

Aguardé hasta que mis padres durmieran, caminaba de izquierda a derecha en la oscuridad de mi habitación y los ronquidos de papá supusieron el banderazo de salida. Cerré la puerta cuidadosamente y me dispuse a bajar al encuentro con la Pantera, intenté ser lo más silencioso posible, sin embargo, las viejas maderas de los escalones crujían como si se quejaran al pisarlas.

Me estiraba y retorcía cual si fuere de goma, uno, dos, uno, dos, contaba paso tras paso mientras recorría el camino rumbo al sótano, al tiempo que los lúgubres rostros de los cuadros que cuelgan de las paredes parecían mirarme, pero no hay suplicio que dure para siempre, con lentitud pero llegué. Estando frente a la puerta del sótano recordé que mamá acostumbra cerrarla con llave, giré la perilla y para mi suerte estaba abierta, mamá lo había olvidado, todo estaba a mi favor.

La Pantera lucía límpida, brillante, como quien guiña un ojo, me coloqué en posición de cazador, toqué el gatillo y disparé; ¡qué espectáculo ha sido!, he causado un alboroto, cayeron cientos de cajas, escuché el sonido de cristales quebrándose y se dispararon otras armas a la vez; emprendí la carrera tan rápido que ni mi sombra pudo seguirme, volé sobre las escaleras, subí por la buhardilla y heme aquí en el tejado después de no sé cuántas horas; ya es hora, he decidido bajar.

La casa está en silencio. Logro ver a mamá en el vestíbulo, con su viejo vestido rosa. Siento escalofríos, tengo miedo.

—Mamá, suplico que me perdones, yo no… no sabía.

El rostro de mi madre palidece y su mirada busca con vehemencia algo que no logro ver; pobre mujer, a sus cuarenta luce como una venerable anciana.

—Mamá, no llores, juro que no ha sido mi intención, prometo comportarme.

Algo ocurre, mi madre llora desconsoladamente y su semblante cambia por completo; escucho los pasos de mi padre acercarse con premura.

—¿Qué ocurre, mujer? ¿Por qué el llanto?

—Es él, después de tantos años, aún me parece escucharlo, ¡él me habla, Esteban!, implora mi perdón.

—¿De quién hablas, Carlota?

—De Julián, mi pequeño…, nuestro pequeño; tal vez fue mi culpa, si tan sólo hubiera puesto llave a la puerta, el todavía…

—¡Basta, mujer! Déjate de lamentaciones, no fue tu culpa.

—Tienes razón, Esteban, ¡fue culpa tuya!, ¡tú dejaste cargada el arma!

—¡He dicho basta!, a los vivos se les llora; a los muertos se les lleva al camposanto y se les deja descansar en paz.

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2 comentarios

Alberto Coper. 30/01/2015 - 10:26

Muy bien amigo, muchas felicidades! ! Éxito y más logros! !

Christopher Bucio 30/01/2015 - 12:40

Excelente!!!!!

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