HUMEDAD

por Iván Dompablo R.

Por Iván Dompablo R.

“The first time ever I saw your face
I thought the sun rose in your eyes
And the moon and the stars were the gifts you gave
To the dark and the endless skies”

Ewan MacColl

La tierra, humedecida por la lluvia de la tarde, incitaba a degustarla.  Había escampado, pero algunas gotas todavía resbalaban desde las hojas de los fresnos y los pinos, caían en los diminutos lagos. En ellos, iluminados por las luces de los recién encendidos faroles del alumbrado público, se veían las metálicas ondulaciones del agua que se iba reintegrando. A pesar de los diez o doce metros de distancia que los separaban, casi podía jurar que la piel de ella tenía el aroma dulce y suave de una fruta. ¿Acaso el del durazno?, no estaba seguro. Cerró los ojos e inhaló profundo.

Vestías una braga blanca con puntitos de colores, un arcoíris que se atoró con los jeans a la altura de las rodillas porque, torpemente, en la ansiedad por besar esos labios hasta ahora inaccesibles, había olvidado despojarte primero de las botas. Cuando por fin pude deshacerme de ellas y de la ropa interior, mis dedos y mi lengua buscaron la humedad entre tus muslos. Me miraste un poco sorprendida antes de cerrar los ojos.

Cuando  los abrió de nuevo esperaba no encontrarla, pero ella seguía allí, imperturbable como el acero, con la mirada puesta en el cielo gris. Era atractiva y las prolongadas líneas de sus piernas evocaban a la ausente. Y quizá porque el frío de la noche se le iba adhiriendo a la piel, recordó y en seguida añoró la calidez de la otra. La vaga música de un piano se arrastraba sobre los adoquines, ascendía desde las raíces a las ramas de los árboles y agitaba sus hojas con suavidad. El aroma del café había velado al de la tierra. No del todo: el tostado de los granos rememoraba cierto picor de aquella.

Te busqué algunas veces, esperando no encontrarte. No habría sabido qué hacer, nos hicimos mucho daño. Sin embargo, necesitaba verte, comprobar que no habías sido una de las alucinaciones de aquellos años, aceptar que podías seguir con tu vida como yo seguí después con la mía. Sabes…, todavía algunas veces al entrar en la habitación espero hallarte desnuda, con la piel aún húmeda y cepillándote el cabello; me gustaba atestiguar la ceremonia que cumplías después de la ducha.

La miró con atención, acariciando cada línea de su figura recién mojada por la lluvia. A su alrededor, las pocas personas que transitaban no veían los fugaces movimientos imaginarios de aquel trance en que pugnaba por dibujar la silueta de la mujer en el aire. Al terminar, extendió las manos como lo haría un suicida buscándose las alas en el momento preciso de saltar al vacío. Fue un aleteo rápido que terminó en un abrazo de sí mismo; los ojos, cerrados. Temblaba.

El conejo saltó junto a la cama en el momento exacto para lograr un efecto de caricatura, provocando que nuestras cabezas se encontraran; empezamos a reír. ¿Recuerdas al conejo? Conservo esa fotografía, es lo único que me queda. Eso y los pocos fragmentos de recuerdos que mi memoria de vez en vez redime. Era una bola de pelos muy tierna y tibia entre tus manos. Tu desnudez y su vestido, dos texturas en un mismo cuadro; invitación a la caricia.

Lentamente, la conciencia del hombre vuelve a nublarse. El alcohol va silenciando los rumores; aromas y convulsiones del cuerpo laso que se va desvaneciendo hasta terminar recostado en el suelo húmedo, frente a la efigie de  la diosa Isis.

17 de julio de 2018.

IMAGEN

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