EL SUBLIME BAILE

por Alberto Curiel

Por Alberto Curiel

Despedían una fragancia color malva y carmín; flotaban. No podría negarse que lucían estupendos.

En auténtica sumersión  colgaba ella holgadamente, ceñida a su cuello, mientras él la sostenía con la mirada y una sonrisa quieta. Se asentaron al centro de la plaza comercial por un par de minutos al tiempo que los ríos de gente apresurada fluían en sus arrabales, evitándoles como a una monumental piedra que antecede a la cascada. Aquellos danzaban incólumes… danzaban cual péndulos en sincronía, nadaban en un imperceptible buceo desvelado.

Desde el levante deslizose un jubiloso tintineo de sol que descolló la figura de los amantes rodeados de caterva infinita, tan diminuta en comparación al superlativo romance, cariño hercúleo, devaneo desmesurado.

Realmente se disfrutaba el marcado trazo de su acuático ballet, sus cuerpos desobedeciendo el vaivén de la corriente amansada, las brazadas tersas trasladándoles en vertiginosas velocidades cercanas a las de la luz y las del agua; marchaban separándose sin olvidar la sonrisa, retornando siempre, como resorte incorpóreo que omite su elástica prisión.

Indeterminadamente fui acercándome, con pasitos camuflados, no podía nadar como ellos, mis pies eran pesados y no poseía alas para intentar mirarles desde las alturas, ellos no miraron hacia abajo y yo… de manera dificultosa les seguí a la distancia a través del cada vez más profundo cause.

Andábamos a ciegas, obedeciendo aristotélicamente al miedo y al amor, eso supuse tallándome los ojos. Jamás vi alegría semejante, furibunda, incapaz de serenarse, energía de deidades livianas que ondulan en complicidad. Arribamos, sin darnos cuenta, a terreno alto, tierra firme cubierta de césped violáceo, a ellos el tiempo se les escurría de las manos, goteando, legando charquitos de donde podía recoger un poco apenas.

Los amantes no distinguen de buena manera, su visión sufre un deterioro, por ello su errático andar; sin embargo, desarrollan habilidades inéditas que compensan su torpe tránsito, un superior sentido del otro por ejemplo, un permanente aviso premonitorio de infortunios, etéreo, punzante.

Ella fue la primera en notar mi acecho, me avistó sesgadamente y apresuró la zancada, debió sentirse tan boba, delirante al virar la cabeza para contemplar mi ausencia, no, nadie le perseguía con embeleso, ideas suyas, de flechada fugitiva que conoce sus limitantes, tan expuesta a la admiración como el artista que sube al escenario.

Tomé un atajo para apreciarles de frente, el caballero arrobador guiaría a su musa hacia la… yo sabía bien a dónde. Oteaba sus siluetas a través de costosos escaparates, me desdibujaba entre las ropas en oferta que atraen multitudes, me encogía lo suficiente para desaparecer detrás de largas filas que aguardaban pacientemente un boleto para no mirarse a sí mismos, al menos por un breve lapso; no desperdicié ningún paso de baile, elevaba mis zapatillas para imitarles de a poquito.

Gradualmente me hice más visible, como cazador principiante me aventuré a las planicies, sin maleza cercana el terreno se tornó yermo, mis zapatos que hacían ruido de galope culminaron la denuncia y los artistas en pleno acto suspendieron su ensayada coreografía. Él me miró asombrado, inhaló profundamente, dado que la sorpresa le causó afonía, quiso hablar desde sus intempestivos ojos que invitaban al estatismo.

-No digas nada- le dije acercándome-, continúa el baile. Nunca he visto a nadie bailar así.

La zarabandista convalidó sus sospechas, esa espigada punzada premonitoria y sagaz había sido verdadera. Se encorvó inmediatamente, inclinó la cabeza y partió lo suficiente (no podía irse del todo) como para dejarme a solas con el fantástico bailarín.

-¿Qué haces aquí?- Preguntó el bailarín.

-Había venido a comprarte un obsequio, mañana serán siete años ya… Nuestro aniversario.

-Lo sé… Lo siento, yo…

-Está bien- susurré con suavidad. Marché libremente, perdiéndome entre la infinita caterva, sin ningún resorte incorpóreo que me obligara a volver.

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