XIX. EL SEPULTURERO

por Alejandro Roché

INTROSPECCIÓN

—Mira, ahí está el panteón; ya desde aquí puedes ver las crucecitas.

Donde el camino parecía convertirse en sólo una bruma, un claro en medio del bosque y multitud de tumbas marmoleadas confirmaban que sí, que estábamos por llegar.

—Mira, ¿ves esa casita?; ahí está el sepulturero; unos dicen el “sacamuertos” las malas lenguas dicen que una vez don Tomás Torres se murió y lo enterraron con todas sus joyas y alhajas y pues que lo tuvieron que desenterrar porque sin querer se llevó el testamento y quién sabe si sea cierto, pero cuando lo desenterraron ya no tenía nada de nada, el sepulturero luego luego se lavó las manos, pero pues imagínate, aquí en medio de la nada y tener tanta dinero a la mano, pues quién sabe. ¿Tú qué crees?

—Pues pudo ser otra persona. ¿No?

—Sí, eso mismo pensamos muchos; además ahorita vas a ver; no se ve de malas mañas. La gente es chismosa, ya sabes y, pues, pueblo chico chisme grande y aunque esto no es un pueblo, pues da lo mismo. Ahorita se me ocurre qué haría yo en esa situación, y pues si el dinero es para gastar y si a esa gente le sobra dinero y les sobra tanto, que hasta pueden enterrar a sus muertos con tantas cosas de valor que a final de cuentas el enterrado ni va a usar, entonces pues será válido desenterrar esas cosas; es pregunta no afirmación, aclaro. Es un robo, quizás. ¿Pero quién lo necesitará más? Bueno, como sea, mira, ese que ves sentado ahí es el sepulturero.

—Don, ¿qué tal?, ¿cómo está?

Aún estábamos lejos como para poder vernos cara a cara, así que el hombre sentado sobre una piedra sólo movió una mano saludándonos. Sentado sobre una enorme piedra bajo la sombra de un árbol, con una mano apoyándose en una rama de árbol, la ropa roída, el pelo ralo y cano, pero lo más impactante ya estando cerca era su piel; arrugas sobre las arrugas, y encima de estas, más arrugas, incluso él era una arruga misma y detrás de esos surcos en la piel unos ojos sumidos en medio de un pellejo profuso, que no colgaba, más bien parecía aferrarse a sus huesos, sus cejas eran abundantes, como azotadores contoneándose en cada gesto, en cada mirada; a veces incluso parcia que las cejas mismas te observaban cuando los ojos veían otro lado.

—Anoche pasó una lechuza y cantó un llanto lastimero como el que canta siempre cuando alguien va a morir y hoy desde temprano cavé una tumba, mira; allá está, bajo la sombra del pirul. —Señalando hacia un frondoso árbol dentro del panteón y trabajosamente incorporose, y continúo con su voz sindental, característica de los ancianos cuando ya perdieron todos sus dientes— ¿Quién se murió?

—Un familiar.

—¡Ah!, dichosos aquellos que mueren y van a una mejor vida, no que uno.

—¿Y que es de ti?, ¿tu padre?

—No, soy yo.

El sepulturero le echó una mirada de reojo y sólo dijo.

—¡Ah!

Siguió caminando y nosotros tras él, adentrándonos entre maleza y sepulcros y cruces.

—Qué cosas, antes se enterraba a los muertos. Ahora se entierra a los vivos, después se enterrará los espíritus y después quién sabe, hasta los animales serán los que nos entierren, sea la voluntad del señor, se muere quien tiene dinero; quien no, pues aquí seguimos, porque eso de morirse es todo un gasto. ¿Qué si no?

Detuvo su andar y apoyándose con ambas manos en la rama con algunas hojas aun verdes pendiendo de éste. Hasta ahí noté sus pies curtidos, polvosos y sus dedos arqueados aferrándose al cuero de sus ABARCAS con unas uñas largas amarillosas y negrientas, literalmente unas garras, como si estuviera mutando de ser humano a ave carroñera. Así, parado como espectro entre dos mundos quedó mirando a don Bryan esperando una respuesta.

—Pues sí y no. Porque sí se gasta, pero ya ve que la familia y los vecinos le ayudan a uno y así, pues ya no es tanto.

—Dichoso tú, que mueres joven, porque eres joven. Lo peor de la vida es la vejez, pero más peor aún, cuando se es viejo y pobre, pero aún más que esas dos cosas juntas, la soledad. Pero a todo te acostumbras, bueno, casi a todo, menos a no comer. Porque cuando hay hambre y no hay que comer, pues hasta tierra comes; —nuevamente detuvo su paso apoyándose sobre la rama y mirándonos fijamente a los ojos asentó su cabeza pausadamente reafirmando lo dicho—pero no cualquier tierra, es una tierra especial — señalando al cielo con su índice derecho, cual mandamiento divino. Muchos dicen que por ser pobre desentierro a los muertos y me como su carne, pero son cosas que dice la gente, si fuera así, ya estaría loco. —una vez más se detuvo apoyándose sobre la rama— como don Atanasio del pueblo de La Rosita, ese quedó loco de remate, y es que esto no es para cualquiera, si aquí hasta respirar la tierra hace mal, porque si hay una carne sucia es la de las personas, esa es la peor carne de todas, todos lo que nos dedicamos a esto sabemos que arriesgamos la vida en esto de rascar tumbas, —otra vez detuvo su andar— aunque para los viejos como yo la muerte pasa de lado, a veces me ve, pero como vieja rencorosa ni siquiera se fija en mí. Llegamos, aquí esta.

Una abundante sombra ABARCABA una extensa área y aunque la tumba no estaba tan cerca del árbol, estaba lo suficiente como para protegerla del sol.

—¿Cuánto va a ser?

—No me gusta dar precios, lo que sea tú voluntad, siempre y cuando no sea poco y que la nobleza de tu corazón se exprese en gratitud con este viejo.

Don Bryan sacó varias monedas de plata y se las entregó.

—No hay mejor lugar como última morada, la sombra del árbol siempre te protegerá del sol del mediodía. ¿Mañana será el entierro?

—Sí, mañana al despuntar el día.

—Al mal paso darle prisa. —Empezó el camino de regreso y nosotros tras él, — mañana será otro día; unos se van, otros se quedan y otros como yo, nos quedamos viendo como todos se van.

Ellos se adelantaron, yo prefiero quedarme atrás; observo a mi alrededor, hay tantas tumbas en ese panteón que la mirada se pierde en el horizonte y las cruces parecen extenderse por siempre. Me llega a la mente mi abuelo, no sé exactamente por qué, quizás es la distancia, quizás los motivos del viaje, quizás sólo el panorama que por un momento pareciera desesperanzador porque tarde o temprano también moriré o quizás por todo lo que estoy viviendo tan de repente, pues pasar de un lugar monótono a todo esto, pareciera que a veces se necesita un aire, un buen respiro para digerir tantas cosas.

Ya me habían tomado ventaja, pero sólo tuve que acelerar un poco el paso para alcanzarlos donde habíamos encontrado al anciano a la entrada.

—No te preocupes de palas, yo ahí tengo. —con la palma derecha tomo el rostro de Don Bryan de un pómulo y dándole palmaditas— Tan joven que eres, ¿por qué te mueres? —la voz se le quebraba— ¿Por qué te mueres? ¿No seas así? Prométeme una cosa. ¿Si vez a la muerte, dile que se acuerde de mí? Le dices que ya me lleve. No, mejor aún; tú ven por mí. Acuérdate de este viejo. —secándose abundantes lágrimas nuevamente se recargo en la piedra donde lo encontramos y su voz sindental tomo un aire de angustia—Si vieras que para mí ya no hay nada en esta vida y la soledad, esa espantosa soledad, es una méndiga con los años, te da una de palos y ya no puedo más.

Después quedó murmurando palabras para sí, como si fuera un rezo, sonidos perdiéndose apenas salían de sus labios, quizá sólo eran murmullos lastimeros con su mirada fija en el suelo. Ya habíamos dados unos pasos, pero me regresé, partí el pan que traía y le di la mitad. Inmediatamente lo mordió mirándome, a través de esos ojos se veía una gratitud, tan grande, tan inmensa, que no pude resistir; como si una bondad infinita entrara en el lugar más sucio e impío de este mundo y lo iluminará de esplendor y magnificencia; le di la otra mitad de pan.

Retomamos nuevamente el camino hacia la ciudad, caminamos callados, quizá guardando respeto por el anciano, quizás porque ya hasta yo me estaba creyendo que de verdad don Bryan sería enterrado a primera hora el día de mañana, o porque esa mirada llena de bondad y agradecimiento calaba hondo en mis adentros.

—¡No se te olvide, me lo prometiste!—, de lejos aún nos alcanzó a gritar.

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