TRENO PARA ANGÉLICA

por Nidya Areli Díaz

Por José P. Serrato

para Caro

para Juan

De la ventana observo el barandal

algunas veces pisado por el polvo

otras, iluminado por rayos feroces de lluvia.

 

Desde el barandal se ven los autos

con las facias marchitas o los faros brillantes,

se lamentan ruidosos ante su temblor,

agrietan lentamente el asfalto.

Detrás de la desarquitectura de cables

está el cerro.

 

Alguna vez subí a ese cerro con un par de amigos

y arriba comimos y bebimos,

miramos luego las colonias grises,

los perros sucios dueños de las banquetas,

las viejecitas deslavadas y ciegas caminando al mercado,

eso vimos.

 

Pero después de ese cerro,

también existe un atardecer de ruidos

lleno de bruma,

y los grillos trenzados con la hierba inquieta

iluminan los caminos a sus faldas.

Existen multitudes de hombres

enfilados para entrar y salir

multitudes de niños apilados en la puerta de una escuela

armas levantando en hombros a los hombres y

mujeres con besos en la boca.

 

En el cerro se hizo tarde y

descansé la vista con los codos sobre las rodillas.

Mis amigos dejaron de existir

se los tragó mi pregunta.

¿A qué vine?

No al cerro.

¿A qué vine?

 

(Nadie más que yo tiene este par de ojos,

y este par de manos

y esta oportunidad de dar las gracias

innecesariamente, a todo).

 

Quizá, nunca encuentre una válida respuesta,

ni adelantos de claridad,

pero vine a algo,

o por algo,

o siempre, quizás,

estuve.

 

Mas escucho el filo de las hojas,

los últimos pedazos de fuego que se enredan,

las comisuras de los labios de las jacarandas,

siento que toda el agua y todo el polvo de mí

se levantan para manifestarse.

 

Y tú,

            Angélica,

                       ¿a qué viniste?

 

No viniste a gozar de la claridad del mundo

porque tú fuiste la claridad del mundo.

 

No viniste a admirar los ojos de tus padres,

porque tú fuiste los ojos de tus padres.

 

No viniste a escribir un poema

porque tú misma encarnaste

la vía más adecuada

para sentirnos en este mundo

otra vez,

puestos sobre las rodillas.

 

Tampoco viniste a sacudir los árboles,

ni a usar unos patines o una bicicleta,

 

viniste pronto,

como si tuvieras un mensaje urgente,

algo que tenías que decir sin palabras.

 

Y se nos acaba el tiempo para escucharte

            y te fuiste

como si tuvieras que irte igual de pronto

porque te estaban esperando en otro sitio

donde también te escucharían

y donde también dejarías una vela breve.

 

No viniste como la mayoría,

fuiste voz de cometa

pan de viento,

pez de humo blanco,

girasol,

tinta en el aire,

rayito menos eléctrico que inesperado.

 

Y hemos pasado a otra tristeza

estamos ahora en un espacio amplio

            vacío de oscuridad,

y con los ojos

            (cerrados o abiertos, no importa)

estamos sacudiendo las cosas

y ordenando las preguntas.

 

¿Dónde dejaste tu mensaje?

¿En qué pecho, los latidos de tu madre?

¿En qué jarrón de agua, la voz de tu padre?

¿A quién salvaste?

¿A quién sostienes con tus dedos

en el camino de la memoria?

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