NUESTROS DIOSES ANTIGUOS

por César Vega

Por César Abraham Vega

Inspirada en la obra de Saturnino Herrán[i]

Tras cuatrocientos noventa y dos años de olvido, los dioses ancestrales decidieron reunirse aquella noche, al pie de un viejo ahuehuete que, casi muerto, aun recordaba haberlos visto nacer a cada uno; primero llegó Tlahuizcalpantecuhtli vestido de sombras para no hacer que aquella noche amaneciera. Ataviado de plumas y flores marchitas puso una rodilla en el suelo para aspirar más de cerca el aroma fresco de la tierra mojada, acarició con las puntas de sus iridiscentes dedos el fango; hijo bruno de la tierra y el agua, y sólo entonces supo cuánto lo extrañaba.

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Nuestros dioses antiguos » Saturnino Herrán

 

Bajó del remotísimo Tlalocan mi señor el Tláloc cubriendo el cielo con sus trece nubes oscuras, su piel morena empapada en un tibio rocío vivificó una floresta cuando posó su planta sobre este yermo suelo. Se acarició el cabello empapado, se sacudió las gotas y sonrió dulce y reverente con sus dientes serpentarios al padre del alba que le recibía.

Brotaron del suelo Mictlantecihuatl y Mictlantecuhtli cogidos de las manos en amoroso gesto; Ehécatl llegó limpiando el horizonte con un viento espléndido perfumando de yerbas y de flores para después colmarse el cielo de pléyades hermosas por la mano grácil y gentil de Citlalicue. Huitzilopochtli bajó de las alturas acurrucado en el regazo de Itzpapálotl, quien derramando plumas de colores por doquiera cantaba la más dulce bienvenida. Xólotl llegó trotando en cuatro patas y, cuando miró los rostros de sus hermanos, sacudió el rabo gentilmente y ladró con una voz añil y cantarina. Vino también la madre Mayahuel; los Amoxoaque, Coatlicue, Tezcatlipoca, Xochipilli, Omecíhuatl y muchos otros llegaron desde los cuatro caminos de los horizontes; de los supramundos plúmbeos, de los inframundos tersos, desde el mar y desde el cielo, provenientes de ciudades y de chozas, de las riveras rojas y de cerros, de los humedales fríos y de lagos quietos, desde la nieves volcánicas, desde las plumas y pelajes y alientos de todos los animales vivos y de todos los animales muertos; otros incluso vinieron desde el mismo tiempo.

Se miraban al rostro, estupefactos. Después de tantos años habíanse olvidado unos y no se recordaban otros, sin embargo, nada en ellos, nada en lo más mínimo hubo cambiado, sus rostros eran perfectamente fijos, incólumes, jóvenes y hermosos, infinitos, llenos de luces y de oscuridades, cruzados por glifos de colores, coronados con muslos de plumajes, ufanos y pletóricos de sapiencia y emociones.

El último en llegar fue Quetzalcóatl y, antes de sentarse a sí mismo encima de una roca, se estiró para alcanzar al tochtli que estaba tatuado en la cara blanquísima de Meztli; se lo llevó al regazo y con los dedos rascaba cariñoso entre las orejas del animalito. Y entonces dijo mirando al cielo:

—Somos los dioses remotos y olvidados; somos el origen de esta carne morena mexicana que sufre el embate de los blancos avarientos; somos la vieja luz de los bosques que han exterminado, el aliento de praderas infinitas aplastadas por asfalto; somos los de nombre impronunciable, los del folclor de artesanía cual baratija; somos la espina del nopal y la embriaguez del octli, el dolor de un hijo de esta tierra que no come, el sueño de un niño desahuciado, el estandarte de águilas y víboras; somos el clan primero de estas tierras, las nuestras tierras invadidas; somos lo que no puede comprarse con espejos; somos la trenza de una abuela que tatema mole, las manos campesinas que se aferran a arrancar un fruto criollo de esta tierra, en vez de aquella semilla prostituta, venenosa y extranjera; somos el maestro que enseña en la lengua natural de estas tierras; somos la voluntad inquebrantable cual tameme que se ciñe a la frente del obrero campesino; somos el sol que cobija la carne rebelde de los que no se agachan nunca y que se sublevan…

—Somos lo muerto que revive al alba; somos nosotros el México ignoto y ultrajado; somos la mirada indígena que reta al imperioso, el indómito talante de la risa frente al caos; somos el dulce en la muerte calavera, el copal arrobador que ahúma las penas; somos la furia que dormita en los sumisos; la esperanza que habita en desconsuelo; somos los rebeldes que detestan haber sido despojados de su pueblo por un Cristo.

—Venimos a exigir lo despojado, venimos cada uno de nosotros a ajustar cuentas contigo. ¿Cómo te yergues, tú Jesús, cual absoluto y único dios del mexicano? ¡Qué prepotencia y qué descaro el tuyo! ¿No miras tu rostro tan impasible ante mis hijos? ¡Sólo te atañe tu pena, tu vía crucis y esa cruz de palo! ¡Y vienes y pides que te adoren por que sufres! Lo pides… ¿con el fuego de arcabuces, con metralla y con cañones fragorosos; con las coces de cuadrúpedos bestiales; exiges que te adoren como uno que son tres sin ser ninguno. ¿Tú qué sabes, Jesús, de nuestras tierras? ¿A ti qué te importa, dios distante, las penas que hieren a esta raza, siendo así como eres tú, tan blanco y tan barbudo; tan bien parecido y tan malintencionado? ¿A ti qué más te da, dios extranjero, nuestro daño? ¿Tú qué sabes de esta tierra que has robado? ¿Qué supiste, Jesús, de los maizales? ¿Acaso sabes del negro y del rojo, del amarillo y del blanco? No, no lo sabes, sólo Iztacuhquicintéotl y Cozauhquicintéotl y Tlatlauhquicintéotl y Yayauhquicintéotl saben de cosas tales como nadie en este mundo. Tú sólo sabes de cruces y rosarios y de panes que están hechos con carne y de potajes que son jugo de sangre. Nuestro trigo es el maíz, y no lo entiendes, Jesús, tú nada sabes.

—Casi quinientos años has ignorado a mis hijos mexicanos; les has dado miseria, injusticia, hambre y miedo; los has hecho hombres categoría barata; les has convencido para servir y rebajarse. Son los filos de tu cruz los que nos sangran, los que laceran las espaldas de mis hijos cuando suben al Huizachtépetl cargando tu penoso fardo, desesperados, pidiéndote, humildísimos, favores que por derecho de nacimiento en esta tierra debieras haberles otorgado.

—Tú no eres mexicano, Cristo, tú no entiendes. Esta tierra reclama a sus arcanos ancestros protectores. Por eso vinimos esta noche a arrancarte de ese cielo del que sólo has sabido hacer un cruel despojo, henos aquí dispuestos a quebrantar tu horrible imperio y en cuanto te hayamos desclavado de ese cielo, volveremos a repartir este entristecido territorio dando a cada quien lo que corresponde; dejando que cada uno intervenga en lo que sabe, que cada quien se haga cargo de su asunto, pues es nuestro sentir y convicción que es un gran yerro que un solo dios se asuma dictador del mundo. ¡Ea pues!, ¡largo de aquí, barbudo osado! , que este quinto sol que somos todos, es el nuevo amanecer del nuevo mundo, la luz que habrá de arder tu cruel legado.

***

[i] Nuestros dioses antiguos es una obra pictórica del mexicano Saturnino Herrán; la obra está compuesta por cinco figuras humanas con claros rasgos indígenas (cuatro masculinas y una femenina); todas las siluetas son deliciosamente esbeltas, pareciera que más que pintadas han quedado esculpidas sobre el lienzo; se agradecen los trazos tan precisos del pintor que proporcionan a las figuras un aspecto bien definido de los volúmenes, relieves, luces y sombras.

Las deidades se imponen musculosas, juveniles, vibrátiles; los detalles en cada una de ellas son absolutamente impresionantes. Los matices de cada una de las pieles de los dioses contrastan unos con otros, sin dejar de ser todos y cada uno de tez morena. Todos los personajes van ataviados con vestimentas y adminículos prehispánicos mesoamericanos: penachos, escudos, vasijas, taparrabos, joyas, armas y orfebrería.

La pieza posee un sincretismo inexplicable, un gozo suave y virtuoso pero, sobre todo, el poder catártico que ejerce la pintura sobre el contexto ideológico de un mexicano, tiende a ser evocador. Pero, ¿evocar qué? Evocar a esa realidad histórica, cósmica y mítica de lo que representó alguna vez el ser mexicano y que difícilmente se parece al sentimiento nacionalista de nuestros días. Esta sensación que ha quedado grabada en nosotros en una especie de huella genética de memoria histórica, se traduce en una emoción nostálgica que trae el recordar lo irremediablemente perdido. En resumen, la obra de Herrán habla desde sí misma y por ello se le hace más justicia contemplándola incansablemente que explicándola.

Panel Decorativo 19 (Nuestros dioses antiguos). Pintor: Saturnino Herrán. Óleo sobre tela, 1916. 101 x 112 cm.

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