Por Alberto Navia
He puesto la cruz sobre tu tumba, la clavé profundo y la sangre corrió profusamente, como si viniera desde el centro de tu pecho, mojando la tierra negra y coloreando las rosas. Esas rosas que han bebido la sangre que manaba como si de ella sorbieran la vida, como si tan sólo eso estuvieran esperando para mostrar su rubicundez. La torva sonrisa de aquella florista a quien se las he comprado debió de haberme puesto sobre aviso, ella conoce bien la procedencia de sus flores y, también, su final destino.
Y es que tu mano ya no es cálida sobre mi piel por las noches, ni tu aliento me sabe más a miel. Me perturbas con tus insinuaciones de amor, de un amor torcido, de un amor desviado. ¿En dónde lo aprendiste? ¿Con quién? No tengo la más mínima idea, no puedo saberlo. No puedo llegar hasta tu mundo ni atisbar en tus sueños matutinos. Pero ahora tu palidez es alarmante y tu mirada escalofriante. Te sigo amando, es sólo que no sé cómo sobreviviste a todo. ¿Cómo es que sigues viva?
Recuerdo que aquél fatídico día nos perdimos en lo profundo de la fronda. Soltaste mi mano y la niebla te devoró. Mis ojos te perdieron. Creí haberte extraviado para siempre en medio de aquella terrible tormenta. Los violentos relámpagos sólo me enceguecían más, sin dejarme ver apenas nada: ni un camino, ni un simple sendero. ¡Aún no sé cómo llegué a nuestra casa! Apenas si tengo algunos fugaces recuerdos que se pierden entre sensaciones de terror y espanto que siguen oprimiendo mi pecho.
Al otro día me dediqué a buscarte por el bosque acompañado únicamente por nuestro fiel perro. Nadie se atrevió a adentrarse conmigo en el monte; nadie tiene el valor de hacerlo. Todos los aldeanos ponen cara de terror y niegan penosamente con la cabeza: —Lo siento.
Algunos hubo que me miraron como si de un loco se tratara y simplemente se dieron la vuelta sin dar respuesta alguna, alejándose apresuradamente. Así que fuimos solos: yo y el perro. Temeroso. Asustado de lo que podría encontrar. Pero todo fue en vano, no pude encontrarte.
Días después, en medio de la noche, vinieron a buscarme. Era una de esas noches deslunadas —las noches en el bosque siempre son más profundas, más negras, más intimidantes—. ¡Un aldeano te había encontrado devorando las entrañas de su pequeño hijo! Te disparó de frente, justo en el pecho. Y te desplomaste. Sin decir palabra. Sin mostrar miedo ni asombro. Simplemente muerta.
El rencor que mostraban los aldeanos me obligó a enterrarte prontamente en el jardín de nuestra casa. No quise llevarte al Campo Santo por temor a que se desquitaran con tu cuerpo. No descansas en terreno bendecido, es solamente nuestro florido jardín. Porque tu tumba se llenó de fragantes rosas y hasta el pasto se volvió más verde sobre de ti.
Así, una noche, llegaste a mí, tímida, sutil y bella. Estabas aún más bella que tu belleza guardada en mí recuerdo. Pero tu amor había cambiado. Tus deseos ahora son diferentes y yo me he negado a complacerte. No soy aún tu compañía. Tengo miedo; un miedo que no sé decir de donde me viene. Quizá, sí, quizá sea de tu ahora grandiosa belleza.
Pero los rumores en la aldea son cada vez más estridentes: las muertes se han extendido por toda la comarca —siempre niños— y, aunque nadie ha vuelto a buscarme, siento sus inquirentes miradas cuando voltean al verme pasar. Soy sospechoso. Me creen cómplice. Creo dudas.
El pastor de la aldea ha venido a visitarme, llegó bajo el sol de mediodía, sudoroso, acalorado: asegura que hay algo de diabólico en mi hermoso y florido jardín, el mismo en donde estás tú sepultada. Pero, simplemente, no hay huellas de nada, sólo encontró tu última morada: un túmulo de tierra negra y verde pasto. No encontró señal alguna de tus correrías y yo no me atrevo a comentarle mis noches. ¡Simplemente no puedo! Pero tus manos ya no son tibias sobre mi piel y tu aliento ya no es una cálida caricia en mi rostro. Te sigo amando, pero te tengo miedo. Y tú lo sabes, lo has ido entendiendo despacito, y me miras y sonríes y me atemorizas.
Hoy he clavado la cruz en tu tumba y he visto sangrar la tierra y colorearse las rosas. Ahora, sentado en la sala de nuestra casa, solitario, veo ocultarse el sol bajo el horizonte, detrás del bosque. La noche se ha vuelto rápidamente oscura. Oigo unos pasos en la escalinata y la agitación de nuestro perro es evidente. Presiento tu mano en la puerta. Aún tengo miedo de ti, pero esta vez, amor, estoy dispuesto.
1 comentario
Felicidades por tan bella obra.