Por Roberto Marav
Hay un momento en la noche
en que si uno se sienta a respirar
el mundo calla.
Y la voz, que no es voz, se adentra
en las cosas más lejanas
para retornarnos su elíptica solaz
que no calla, sino muda
hacia la más recóndita soledad del vacío,
sin propiedad alguna.
Parece que nada existiera fuera de mí
ni la permanencia de un yo o un tú ni tampoco un él,
completa realización de unísonas
aspiraciones en mis bronquios descubiertos.
Y sólo me sobreviene el mensaje silencioso
habitando cada una de sus palabras
desconocidas a mi intelecto.
Reconozco mi ser en la disposición de lo otro,
de aquello que no es como nosotros
y sin embargo me alienta
como mi aliento le conmueve a él
en esta ordenada instancia sin movimiento.
Ningún augurio de la memoria, ninguna reconquista del deseo.
En mí vive un profundo don
que no es fuego ni agua ni tierra ni aire,
sino un halo de aquel que aún no soy
y quien me mueve a ser el que tanto anhelo:
Ser del agua, del viento, la montaña, el silencio.