Por Eleuterio Buenrostro
Su madera es de arce, caoba y abeto, sus teclas de ébano y marfil. No sobrelleva rechazo, porque sus teclas fueron hechas en el tiempo donde no era mal visto presumir su procedencia brutal. Mide setenta y dos centímetros del teclado al piso. Viene acompañado de un banquillo, finamente adornado, con figuras de ninfas danzando al compás de Polimnia, guiadas desde el hipnotismo de su citara. La madera amplifica su calidad tonal y sus cuerdas conservan, a pesar del tiempo, el sonido que las enaltece como pródiga pieza de ejecución musical.
Lo vi resurgir con decoro en un día de agosto. Sus teclas hundían veloces, de un lado a otro, permitiendo que su ejecutora bailara, de la misma manera, sobre el banquillo. Yo conocía a la hermosa que interpretaba, era María de Nadie, la costurera del pueblo, quien se igualaba, con su habilidad para cocer, en una transformación para piano. Los golpes del macillo, contra las cuerdas, vibraron en claves sonoras desde la caja de resonancia, para mantenerme erizado de pies a cabeza. Fue, en su momento, un artefacto traído del infierno, encumbrado por la tal María, con aquellos sus movimientos sicalípticos.
Quise ganarme la admiración de María de Nadie, era quien situaba la valenciana de mis pantalones en su sitio. Sin saber entonces de su prodigio, tuvo mi corazón a primera vista. Me gustaba verla sumida en su mecánica forma, manejando la máquina de coser, de cómo recogía el mechón de su cara, posicionándolo tras la oreja, su manera de morder sus labios mientras zurcía y esa última sonrisa que vaticinaba que su labor había terminado satisfactoriamente. Le pregunté que cómo podía pagar su buena disposición, que movería cielo y montañas para cumplir lo que ordenara y dijo que no era necesario, que siendo su mejor cliente, con lo acordado en paga le venía a bien.
Me enteré por diretes que su padre había sido maestro de música en la ciudad, y de los dones, que se decían de María, para ejecutar el piano. Pero mis oídos, ensordecidos por la enajenación, no me permitieron escuchar la historia completa. Si ella se refugiaba en el pueblo, era porque huía de la musicalidad que la aprisionaba. Mis intenciones fueron las de hacer traer el mejor de los pianos, en un viaje de trece días, sin la necesidad de mover cielo y montaña, sino la de traspasar un camino no trazado, con una carga pesada hasta el pueblo. Hubo necesidad de esperar a que las aguas del río menguaran, para utilizar su vertiente como pasaje. Pero eso arrojaba más poder a mi persona, ensalzaría el cómo me verían en el pueblo: como el hombre que logró cruzar una selva imposible, con un piano para la mujer que amaba.
Su llegada fue majestuosa, los niños lo anunciaron a viva voz, fue un espectáculo nunca visto en la incomunicación del sitio. Mas era necesario darle su lugar, había creado un estudio exclusivo, decorado con lujo, dándole la privacidad que solicitaba el instrumento, después de tan largo viaje. Visité a la costurera en varias ocasiones, sabía por el alarde producido, que sabía del piano, pero no hubo insinuación de su parte. Fui yo, después de pasado el tiempo, quien la instó a tocarlo, a que reconociera su secreto, ahora encubierto, para que solo ella supiera a quién estaba destinado.
Sería la insistencia, o la curiosidad, no lo sé. La vi llegar decidida, ese día de agosto, con el encargo a cuestas. Le señalé el camino y me siguió siendo una sombra silente. Al ver el piano tuve la sensación de que algo fulguraba en su interior, expuesto en el brío de sus ojos. Permaneció con la cabeza baja por un instante, luego sucedió. Tocó sus teclas sin digitarlas, en un reconocimiento, creo yo, de su palpitar, para luego envestirse en los siete latidos. Sabía de su proeza, pero no su verdadero don, el de manipular el piano con tal virtuosismo. Nunca estuvo en mí saber si era buena ejecutora o no, sino hacerme a notar yo, por encima de ella, y creo que al encumbrarse en aquella melodía lo supo.
Al levantarse, después del impacto donde mi yo residía extasiado, me dijo: Suena igual que todos los hombres, y sin decir más abandonó el sitio, dejándome suspendido en un silencio; sintiendo la vergüenza carcomiendo mi rostro. No pude salir a la calle, desde ese día, a pesar de haber abierto mi corazón en privado. Sentía que mi cara exponía al patán que pensó que podría trocar a una diosa, pero, como ella lo había predicho, por encima de traspasar cielo, selva y montañas, yo era un hombre común. Tuvieron que pasar semanas para reestablecerme del intervalo. Salí a la calle ofuscado. La gente me miraba como si les hubiera robado algo, pero no se atrevían a recriminarme el qué.
Seguía siendo mi ego quien me guiaba; como sí yo importara mucho. Atravesé cada sitio, deseando no afrontar el momento. ¿Qué le diría? ¿Acaso me esperaba? Y si sí, ¿cómo debía reaccionar? Al llegar al negocio de la costurera, la casa estaba en venta y mis aspiraciones musicales se perdieron por completo.
El piano ha permanecido a mi cuidado, desde entonces, dispuesto para ser reutilizado. En caso de que nadie apueste a este, ahora viejo corazón de madera que latió vigoroso, he de regalarlo al pueblo, a que lo observen en el parque público donde terminará de macetero, de nido de pájaros, o vaya a saberse cuál será su destino, hasta que todos olviden que, con fruición, fue tocado una sola vez en su vida.
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IMAGEN
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