ÚRSULA

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

La tarde que acepté ir a su casa a pasar con ella muchas horas fue cuando comenzó mi envejecimiento.

Lo noté al rasurarme al siguiente día: me habían salido muchas canas, se me habían marcado ojeras como si hubiera tenido un insomnio de un mes y, para colmo, si sonreía la cara se me agrietaba con veinte arrugas que el día anterior no tenía. Pese a todo eso, yo estaba enamorado y feliz. A mi mente acudían constantemente los besos que nos habíamos dado, las pláticas que nos habían hecho carcajear, nuestras miradas desnudas. ¿Qué importaba lucir un poco mayor?

Transcurrió un mes entre la primera tarde y la siguiente. Yo me teñí el cabello de negro y me comporté un tanto más serio en la oficina para mantener las habladurías a raya. Úrsula alentaba con su jovialidad y belleza, como es tradición en las oficinas, olas de chismes; a pesar de su tendencia a la discreción. Nadie poseía la certeza de que ella y yo manteníamos una relación. Los quince años de diferencia entre nosotros me motivaban a resguardar mis noticias amorosas. Odio los conflictos laborales, las acusaciones de nepotismo y, por ser un director de área de la empresa, mantener siempre un rostro decente.

Habíamos ido al cine, a tomar un café y a comer, pero no habíamos vuelto a coger. Hasta el fin de semana que dijo que tendría su casa libre. Ella había rechazado dos veces ir a mi departamento y no quise insistir más. No permití que dudas o recelos le pusieran el pie a mi felicidad. Sentí como una recompensa bien ganada aquellos tres días: viernes, sábado y domingo.

No relataré la parte sexual porque no quiero que nadie sienta deseos de coger con Úrsula o de hacerlo con otro ser como ella. Lo que me interesa es la mañana del sábado, cuando vi que había perdido la mitad del cabello. No es normal, todavía no cumplo cuarenta años, me dije. La verdad es que mi autoestima sí tuvo un golpe inicial fuerte. Úrsula quiso consolarme, mientras desayunábamos puso su pie en mi entrepierna y desató otra sesión de sexo, que apenas pude concluir porque mi corazón estaba demasiado agitado. Cuando fui al baño para echarme un poco de agua se me cayó un incisivo.

Creí que Úrsula estaba siendo magnánima al minimizar mis pérdidas. Vimos verídicamente un maratón de Marvel, en la cama, abrazados y desnudos. En un momento apagó todas las luces. En esa oscuridad, casi sin sonidos, lo hicimos. Terminé en un sueño profundo.

Quise levantarme, mi cuerpo no respondía más que con dificultad. Me sentía encorvado, a tientas y con miedo llegué a su baño. Ahí vi vejez al encender la luz. Pómulos chupados, toda la piel seca, cualquiera diría que yo era un rondador de los setenta años. Incluso una cana me salía de la oreja izquierda.

Por supuesto que no era un sueño. Estaba distorsionado. Sin una señal mental que me ayudara a pensar. Estúpidamente vi mi celular y mis fotos de perfil, comprobé las fechas. ¿Por qué envecejí?

Entonces, busqué a Úrsula. ¿Quién era ella? Una niña que me encantaba. Ella oía música de mis tiempos, reía de mis viejas referencias, también solía comportarse como una doña. Estaba en la casa de sus padres, pero realmente no había ningún rastro de sus padres, no había fotos ni cosas con la pátina de la paternidad. ¿Cómo pude inadvertir ese gran detalle?

Úrsula, pronuncié con una voz que se me quebró al instante. ¿Dónde estaba ella y dónde estaba yo? Era una casa de dos pisos. Yo que me encontraba en la habitación principal del segundo piso, bajé las escaleras con más miedo que un recién nacido, como un recién envejecido. Sentía que el frío me partía los huesos. La sala y la cocina, inmóviles y calladas. Me dirigí al patio trasero. Primero vi la silueta de Úrsula, después la masa de su cuerpo y, por último, ya muy cerca de ella, vi que su piel era una sombra.

Abrió sus ojos de sombra, todavía hermosos; levantó su figura de curvas finas y me pidió que me acercara más: disfruta, me dijo, será la última vez que me cojas.

Vi la muerte terriblemente cerca. Dentro de su cuerpo estuve a un milímetro de la muerte. En serio. Nadie me lo cree. No tengo ni un solo diente, ya no puedo mover las piernas ni el brazo derecho. Ni una pasa está más arrugada que yo. Me han calculado hasta cien años. Y en verdad sólo tengo treinta y ocho. Pero pagué el precio de enamorarme de ese demonio. Nadie confía en mi historia, sin embargo, yo sí confío en la gente, tú tomas un cigarro, si quieres me dejas una moneda, si no, te vas, yo no puedo perseguirte. No tengo opción más que de confiar para sobrevivir. Aunque nadie me crea yo vengo aquí porque a veces la veo, trabaja en el piso dieciocho, como la edad que aparenta, gracias a la vida que nos arrebata.

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