Por Víctor Alvarado
I
Amanecí con la boca reseca y con terribles punzadas en la región cerebral. No debí beber tanto, pero esa fue mi única alternativa. Producto del ensueño, la despiadada resaca me ha despertado con su habitual sacudimiento brusco. La señora de mis noches, en pulcros harapos opacos, aterciopelados guantes negros y nebulosa cabellera plateada, apareció. Vino de visita. Igual que casi todas las noches vino, con la misma súplica. Aunque hoy fue diferente, estaba serena, segura, al lado de mi cama, con la certeza de quien debe cumplir su encargo. Apacible. Tranquila. Este sentimiento ya no es miedo. Se parece más, insólitamente, a una especie de terror transfigurado, a una mutación perpetua de las aversiones más puras; secuela de un espanto venido a menos, de un espanto mutilado, transformado en patética angustia recalcitrante. No puedo estar tranquilo. Esto es, en palabras huecas, la descripción de ese cíclico encuentro noctámbulo, de esa sensación repetitiva. Sálvate, dice su voz y eco, entre humos cárdenos. Y yo sin parpadear, sin lograr al menos responder, escucho. Sálvate y sálvame. Oigo con atención una y otra vez, mientras, intento mover un dedo o pensar en otra cosa o rezar. Se inclina, acaricia mi frente y un gélido hormigueo serpentea desesperado desde mi pantorrilla hasta la nuca, lento y firme. Sálvate murmura, y murmura sálvame. Tras su velo, hace su mueca de sonrisa. Aquejumbrada, levanta los brazos y dice unas palabras que no entiendo. Antes de esfumarse me ruega: ayúdame, estará todo bien, es momento de ser libre, es momento de partir. Entonces muevo un dedo de la mano y luego otro y otro, y las aves comienzan a picotear la ventana de mi cuarto y a cantar. Por fin parpadeo. Entra mucha luz por la ventana. Es hora de levantarse. Las sábanas han quedado intactas. Siento cansancio. Corro al baño, tanto como el largo sopor me lo permite. Me mojo la cara con agua fría, antes de despertar por completo; miro mi rostro borroso en el espejo y me trago la última bocanada del humo dulce del copal inexistente. Creo que por fin podré escapar y descansar. No podía seguir así, ni un día más, necesitaba ayuda. Y respiré profundo y sentí una paz infinita.
II
Es más fácil que entres por la calle Fray Servando, camina por el estacionamiento, identifica la cuarta puerta, está llena de figuras y canastas de mimbre, de un lado hay grandes comales con señoras echando tortillas y tlacoyos, del otro, máscaras de arcilla y madera con la cara del diablo. Entra por ese pasillo, es el de los recuerditos, ya sabes, esos de las fiestas de quince años, bodas y bautizos, hasta que llegues a la mera esquina, ahí está la tiendita, se llama “El candelabro”, está pintada de verde militar, compra u
nas nueve velas de color negro, le dices a don Rigo, el encargado, que las quieres preparadas y le pides una botella de alcohol azul. Sigue por el mismo callejón hasta dar vuelta a la izquierda, ahí es la zona de las hierbas. Aunque todos te griten y ofrezcan, tú busca el expendio más grande y surtido, será muy sencillo, en su entrada verás una jaula cobriza con dos cuervos tuertos, te van a atender las hermosas gemelas de ojos verdes. Aquí te pongo la lista con todas las cosas, no la vayas a perder, si te llegan a preguntar algo, diles que vas a trabajar con Jonathan Mixtle, ellas ya me conocen y sabrán cómo atenderte, pídeles un poco de incienso perfumado. Luego avanzas unos ocho o nueve puestos, siguiendo la curva, vas a ver el altar de la Santísima lleno de lucecitas, globos y flores de colores, toma unas tres rosas rojas y me las envuelves en este papel, no olvides dejar unas monedas, dicen que es de buena suerte. Luego rodeas la estatua, sigues por los locales de comida corrida, caminarás unos cinco minutos, esa parte del mercado es la más larga, atraviesas los negocios de las frutas, hasta llegar a la zona de los animales. Ten cuidado, hay mucho maleante robando, no te dejes sorprender. Buscas al calvo, es un tipo muy alto con una rajada en la frente, siempre trae chaleco de cuero, se llama Silverio, dile que vas de mi parte, coméntale del trabajo supremo y que quieres unos animales chingones. Te pedirá que lo sigas. Hazlo. Te llevará por unas escaleras hacia el sótano, estará muy oscuro, húmedo y pestilente, hay cientos de jaulas repletas de animales exóticos, pero no tengas miedo, el calvo es mi carnal, entrarás y saldrás rápido. Él te dará una caja con los gallos vivos, cuida mucho de no abrirla, debe estar cerrada hasta que la traigas. Luego regresas aquí por mí, como a las once de la noche, para irnos a tu casa y empezar la chamba. Recuerda traer la lana acordada, ya no se trabaja de a gratis como antes. ¡Ah!, y no te preocupes, yo me encargaré de todo.
III
Hice todo lo que estuvo a mi alcance, pero esas visiones nocturnas no desaparecían. Fui con el padre de la iglesia; lo llevé a bendecir la casa. Prendí veladoras y rece. Puse agua, sal y comida. Fui a terapias psiquiátricas. Encendí inciensos, bebí variados tés tranquilizantes. Tomé medicamentos para el sueño. No se debe desconfiar de la ciencia médica, pero resulta curioso saber cómo es inverso el efecto de un infalible somnífero —una o dos cápsulas media hora antes de acostarse—, al permitir observar con mayor detenimiento, claridad y detalle, las réprobas figuraciones del insomnio. Algo raro sucedía, alguien impedía mi descanso. Ocurría casi todas las noches, lo padecí por años. Nunca, hasta hoy, había creído en la magia. Era mi última alternativa, debía confiar. Una amiga de la oficina me llevó con un brujo. Le expliqué todo, le dije del desvelo, de las apariciones, del pánico por entrar al cuarto. Alguien más habita tu casa, me dijo el brujo, y por alguna razón no puede irse. Tiene una deuda o una gran pena o un maleficio lo ha atrapado. Debemos socorrer a esa pobre alma perdida. Como es de suponerse, luego de un par de consultas, en una clara noche de luna llena, el ritual se llevó a cabo. En el acto participó el brujo, tres ayudantes y yo. Fue necesario realizar más de un sacrificio. Hubo momentos de tensión y miedo, pero logré superarlos. En medio de humo, sangre y llamas, el brujo fue poseído, y por largo rato habló palabras ininteligibles. Yo permanecía dentro del círculo de fuego, sin moverme, con los ojos vendados y una bata empapada de bálsamo. Poco a poco entré en un estado de plena quietud, parecía estar en otra parte. Dejé de escuchar lo que pasaba fuera del círculo. Me vi en medio de mi patio, lugar ahora repleto de plantas y flores, había una fuente de piedra cuyo sonido del agua parecía música plácida. Había neblina, una señora sonriendo me veía, iba de vestido blanco y rojo, dos niños jugaban alegres y corrían y cantaban, se abrazaban y besaban a su madre. Se veían felices. Junto a ella estaba Mixtle, con su túnica larga. Se pusieron a charlar. El brujo hizo preguntas, la dama explicó con detalle la razón de su larga espera. Después de un rato se despidieron. Jonathan se dirigió hacia mí, dijo ven, ya es el momento. Caminé un poco y lo tomé del brazo, cruzamos la puerta, entrada de mi casa. Todo parecía sombrío. Pasamos por la sala, subimos las escaleras para llegar hasta la recámara principal. El brujo se acercó, tomo mis manos, me susurro al oído algunas instrucciones. Luego tocó mi frente. Estaré detrás de ti, dijo, ahora ve y hazlo. Apacible y tranquila, me acerque al tipo de la cama y le dije sálvate. Sálvate y sálvame. El brujo revelaba su conjuro. Me acerqué más, repetí la frase, sálvate y sálvame. Sentí ternura y sin temor, me agaché para tocar su frente con la misma sustancia que Mixtle había tocado la mía. Le dije que a partir de ese momento todo estaría bien; era tiempo de partir. Hemos venido a ayudarte. No tienes la culpa de la muerte de tu familia. El accidente en el que ellos murieron, fue sólo eso, un accidente, una falla mecánica y no un error tuyo, como te lo hicieron creer y lo has pensado desde entonces. El hechizo se ha extinguido. Ahora, deja de atormentarte y apresúrate, en el jardín te esperan. Debes estar con ellos. Y se levantó despacio, como si hubiera dormido durante años, fue al baño, se lavó. Se veía tranquilo, su rostro reflejaba una paz indescriptible. Y luego se fue, partió para siempre. Nunca más supe de él. El ruido de los pájaros y la luz de la ventana me hicieron despertar, por primera vez, de un sueño casi perfecto.