LOS ELEFANTES ROSAS QUE LOWRY SE INVENTÓ

por César Vega

Por César Abraham Vega

Por inverosímil que parezca, esta historia me la contó un vato que la rolaba de cacharpo[i] en las combis y microbuses del paradero de Tláhuac, un tipo poco más que excepcional; este cuate, una vez cumplida su faena de acarrear pasaje, se trepaba a los camiones y a los micros y con un semblante ceremonial, se quitaba la boina, la arrugaba entre sus manos, levantaba esos ojos hundidos y tristes, se aclaraba la cantarina voz y con un encanto arrobador comenzaba a declamar poemas sueltos, de memoria, de los clásicos de la literatura universal; cuando terminaba, bajaba la mirada triste de nuevo y recorría el pasillo del colectivo de arriba a abajo y al revés, pidiendo monedas por su trabajo.

A001_malcolm_lowry_bw¡Vaya que lo hacía de miedo! Una vez le entregué veinte pesos francamente arrebatado por una interpretación excelsa de “Las Moscas” de Antonio Machado. Me lo encontré muchas veces y cada vez que lo veía no dejaba de sorprenderme el sinsentido heroico de su afán; a veces nos regalaba una pequeña semblanza del poeta que estaba a punto de interpretar, en otras, nos brindaba a la postre una suave explicación de los figuras retóricas del poema declamado y en contadas ocasiones se tomaba un par de minutos para contarnos alguna anécdota chusca de algún gran escritor.

Con el tiempo dejé de encontrarlo arriba de los microbuses declamando, pero lo seguía viendo haciendo su chambita de cacharpo y sin embargo era tal mi fascinación por sus dotes oratorias que cuando me lo encontraba, ridículamente le pedía que me declamara un par de esos poemas y él tan gentilhombre adoptaba su pose de histrión, se quitaba la boina con parsimonia, la ajaba entre sus dedos flacos, levantaba la mirada triste, se aclaraba la garganta e iniciaba su declamación… Al final yo trataba de pagar con creces sus afables esfuerzos, pero por más generosa que mi propina fuera, siempre me iba de ahí con la sensación de quedarle a deber tanto.

Otra ocasión andaba yo por aquellos rumbos, bastante borracho, y tuve a bien encontrarlo, lo saludé muy cálidamente, como se hace con los amigos que se quieren mucho y que no se les ha visto en varios años; esta vez no le pedí poemas, a cambio le invité unos tragos, y en pocos minutos nos instalamos en un horrendo bar de Tulyehualco, y antes de sentarnos en la barra pidió que le mostrara un libro de Malcolm Lowry que llevaba bajo el brazo que, por cierto, no puedo terminar de leer desde hace muchos años.

—Lowry ¿Ah? —me dijo mientras que con su dedo huesudo trazaba elipses en el aire llamando al garrotero —Elefantes rosas ¿No?—yo me quedé extrañado al no entender su referencia —ahora verás —me dijo. Yo pedí una cerveza común y corriente pero él me detuvo y ordenó para ambos un par de Delirium Tremens. Apenas las trajeron, pudo disimular la sonrisa en su rostro y con su índice huesudo me mostraba los elefantes bailarines, rosas y bailarines, que tenía cada botella. —Lowry ¿ves?, elefantes rosas.

—Perdona, pero no te entiendo —le dije.

—¡Oh! Ya veo, quiero decir, hay una anécdota sobre Malcolm Lowry y los elefantes rosas que a los letradillos les gusta sacar a la menor provocación: Es bien sabido que Lowry tenía bien ganada fama de borracho empedernido, se dice que “Bajo el volcán” fue casi enteramente escrito bajo el influjo, en el mejor de los casos, del alcohol; también se cuenta que una de las charlas predilectas de Malcolm era contarle a los convidados en turno una anécdota muy peculiar; decía que más o menos a sus 21 años estaba departiendo de lo lindo con su amigo John Sommerfield y algunos otros camaradas en una zona roja de Londres conocida como Fitzrovia; cuando se acabaron los tragos, o mejor dicho, cuando se agotó la lana para pagarlos Lowry y sus amigos salieron a deambular por las oscuras y húmedas calles. Sommerfield y Lowry se despegaron del resto de los parranderos y se acercaron a la esquina que forman las calles de Fitzory y Charlotte buscando un lugar donde orinar.

Justo en el momento en que se disponían a desaguar, ambos chicos sintieron rebotar la calle bajo sus zapatos, Lowry miró sobre su hombro y estremecido jura haber visto pasar un par de elefantes rosas corriendo en estampida, él mismo cuenta que su amigo John sólo alcanzó a ver las siluetas negras de los paquidermos perderse en la oscuridad, cosa que lo hizo salir corriendo en busca de los otros muchachos para que pudieran cotejar el rarísimo avistamiento. El resto de la banda acudió a los muy pocos segundos… Malcolm dice que sus amigos lo miraron ahí, parado en medio de la calle escudriñando al otro extremo de la avenida con una cara de estupidez, y todos ellos apuntaron sus miradas adonde los ojos del muchacho insistentemente se clavaban, pero ya ninguno alcanzó a ver ni un poquito de elefante, ni un tantito color rosa, ni cosa alguna distinta a la penumbra londinense.

Malcolm profería desaforadamente que los elefantes que había visto eran rosas, y la muchachada emprendió la caminata calle abajo en busca de los mentados elefantes. Ya habían recorrido un buen trecho cuando casi todos, incluso el mismo Sommerfield, comenzaron a tornarse incrédulos sobre lo que en verdad pasó. No fue sino hasta que uno de los muchachos tropezó con un vasto montón de mierda de elefante, que la sospecha revivió. Eso sí, la mierda no era ni un poco rosada, era como toda mierda de elefante, pastosa y de color marrón.

Así, Lowry contaba en cada tertulia, en cada peda de esquina, en cada pub londinense, en cada bar y cantina, la extraordinaria historia de los elefantes rosas de la calle Charlotte.

Y bueno, de ahí para el real, cada que aparece un elefante rosa, en el cuello de una botella de birra, o en “La risa en vacaciones”, o en una parodia del delirio tremens, los intelectualoides le hablan al mundo de Lowry, y cuentan esta pícara aventura como si fuera propia.

Yo me reí divertido.

—¡Uf! En fin —prosiguió —lo más divertido del asunto radica en un ínfimo dato que prácticamente nadie conoce y en el que yo, en mis ratos de ocio, me he dedicado a atar cabos. Verás, a diferencia de lo que muchos piensan, los elefantes rosas no los inventó el buen Lowry, ya sea consciente o subconscientemente, aunque su aparición yo sí la atribuyo a las alucinaciones del delirium tremens que tuvo el joven escritor en la juerga de la Fitzrovia. En 1913, justo cuando Lowry tenía apenas cuatro años, un escritor gringo  llamado Jack London en su libro John Barleycorn habla de los paquidermos rosados como producto de las borracheras:

El hombre que todos conocemos: estúpido, carente de imaginación y cuyo cerebro es aturdido por gusanos adormecidos. El cual camina descontento, al que le fallan las piernas y cae finalmente en las alcantarillas. Ve extasiado ratones azules y elefantes rosas.

Así, casi estoy seguro que Malcolm Lowry en su adolescencia pudo haber leído el Barleycorn de London, particularmente atraído por su naciente afición hacia los placeres etílicos, y más aún a sabiendas de que este libro era una regia apología a la intemperancia.

Así, los “ratones azules y los elefantes rosados” quedaron a la deriva en el subconsciente de Malcolm, casi nulificados como todas aquellas cosas que uno lee y se van olvidando. Lowry, brutalmente intoxicado, orinando la esquina de Charlotte y Fitzory aquella noche, seguramente vio pasar dos mastodontes en fuga, mas su delirio trémulo los pintó de rosado…—concluyó.

Después de este cuento charlamos poco, estaba yo bastante impresionado, terminamos nuestras cervezas, nos despedimos como grandes camaradas, y bajo los chorros de lluvia, vi por última vez a mi amigo el cacharpo y doctor en literatura.

 

[i] Refiérese en el argot popular de la Ciudad de México, al personaje que se desempeña como ayudante del operador de Microbús (transporte colectivo urbano). Su función principal es la de recolectar pasajeros pregonando el destino y la ruta que recorrerá el transporte, cobrar el pasaje y acomodar a los usuarios dentro de la unidad.

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