Por Víctor Alvarado
Creo que Pac duda de nuestra amistad. Ayer por la noche llegó un poco agitado, se acercó y me pidió, como siempre, unas monedas. Me preguntó si era verdad que nuestra amistad duraría para siempre. Le dije sí, y levanté los hombros.
Club Submission Yo no sé qué le pasa, ahora que estamos sentados frente a frente, está muy raro. Hace muchos años no platicamos.
Cuando de noche llego a casa, lo veo parado en la misma esquina, sople y sople humo, con su pepsi de vidrio y el mismo viejo panamá acartonado que usa desde la adolescencia; él me observa y levanta la ceja, tira la colilla y la aplasta. Yo, de reojo, mientras abro el portón, le respondo con un gesto; sea como sea, sigue siendo mi amigo.
Oye Vic, tu no eras tan malo conmigo ¡eh! Por favor obedece, ¿ok? Me dice Pac un poco alterado, y con su manaza rebana el aire y palmea la mesa con una fuerza contundente. ¡Plas! Y luego, como si le hubieran contado un chiste, echa dos o tres carcajadas sordas.
Asiento con la cabeza, acongojado, incómodo y con unas terribles ganas de limpiarme el sudor de la frente. Intento entonces calmar mis ansias.
Pac era un joven amable y dócil de carácter. Cualquier cosa le pedías y él, de inmediato la conseguía, cumplía con las órdenes que le dabas. ¡Órale mugroso, ve a cortar unos higos o si no te madreo! Y ya iba sin pensarlo. La verdad, a veces me da mucha lástima.
Ves todo esto Vic, lo usaré, ni más ni menos que para hacerte con mis propias manos un obsequio; verás cómo lo disfrutamos.
Antes de poner el bolso de cuero sobre la mesa, Pac saca un mantel blanquísimo, lo estira bien, y ahí veo como meticulosamente dispone sus instrumentos y algunos materiales.
Nunca supe por qué le llamaban Pac. Así le decían en la primaria. En su casa le gritaban pinche Pacman. No sé si se llama Francisco y a veces le dicen Paco. Una señora lo persiguió un día y le gritó maldito Paquín. Cuando se juntó con nosotros ya le decían así.
Vic, Vic, veme, no te duermas, dice Pac irritado, y truena los dedos en mi rostro. Haremos esta chamba lo más rápido posible ¿Sí? Ahora calma. Y me limpia el sudor y los mocos con su pañuelo impecable de lavanda. Y yo, no le puedo responder.
Mostrenco Pac, era un chamaco como cualquier otro, se las ingeniaba para traer las tortillas sin dinero. Las primeras veces ahí estaba el pobrecito pidiendo de peso en peso afuera de la tortillería, humillándose para complacernos, hasta que juntaba para el kilo. A veces, después de comer, na’más por fregar, lo regresábamos por otro kilo. Ese Pac, qué buen tipo era.
No me mires así Vic, sólo quiero seguir la charla, dice Pac, mientras con unas tijeras de pollero recorta unos retazos cuadrados de tela negra. ¿Te acuerdas de Julieta?, era una chamaca linda; yo te iba a esperar a la salida de la secundaria. Sabes, en realidad era a ella a quien esperaba. Siempre la mandaban bañadita y con sus listones en el pelo; olía bien rico. Pero ella a mí nunca me iba a hacer caso, sería quizá porque soy muy bruto y ya no quise ir a la escuela. En cambio a ti, Vic…
El día que lo conocí, yo estaba jugando con mis primos en la callejuela del roble —así se llamaba ese lugar, en el piso había un tronco gigante tirado, donde nos subíamos los niños para jugar y lanzar piedras al baldío—. Él llegó muy triste. En ese entonces, era un escuincle bajito y muy flaco. Traía puesta una cachucha rosada, un short de mezclilla y toda la cara chorreada. Llevaba un bote grande lleno de canicas de todos los tamaños y colores. Qué desafortunado Pac, ese mismo día, en una partida de cocol, el inocente perdió todas sus canicas con nosotros, ¡ja! Pac era muy torpe para eso de los juegos y las apuestas.
Tú eres mi único amigo Vic, los otros cuates eran bien ojetes. Por eso vine a darte las gracias, hermano, y a decirte que no hay rencores. Tranquilo amigo, tranquilo. Me dice Pac. Me acaricia la nuca, y se me nubla un poco la vista.
Conforme creció, el condenado Pac se hizo muy mañoso. ¡Me da vergüenza pedir dinero!, decía siempre como pretexto. Como fuera, hallaba la manera de merodear los negocios y traer los mandados, incluso de su propia casa, por eso lo corrían a cada rato, y siempre andaba de vago. Si no nos traía los encargos, a veces lo agarrábamos a puras patadas, por pendejo.
Y no es que estuviéramos necesitados, en realidad él era el único jodido, sólo lo hacíamos para mantenerlo ocupado y lejos de nosotros. Pac, era, cómo decirlo, un poco sangregorda, y casi nadie lo aguantaba. Pero para eso de obedecer, sí era bueno. Cortaba el pasto, barría la calle y hasta lavaba tu auto gratis; a cambio, podía estar cerca del grupo.
¿Te acuerdas de la abuela Vic?, pregunta Pac, mientras enhebra otro cáñamo negro. Como se la pasaba todo el día, parriba y pabajo, cocinando las galletas que luego casi nadie quería comprar, mientras, el abuelito andaba de teporocho en la pulcata. ¡Ja ja ja! Pinche viejito jijo. Dios lo bendiga.
Ah, pero sabes en lo que más pienso —dice Pac, mientras une, puntada tras puntada, las piezas de tela negra—, en la ocasión en que me hiciste el paro con la chota. No sabía qué hacer ni dónde esconderme; traía la fusca calientita. Tú me hiciste el favor de guardarla para que no me entambaran tantos años. Eso sí fue un acto de hermandad, lo reconozco.
Ya sabes, cómo de un momento a otro todo se puede ir a la mierda; y eso pasa por no saber seguir al pie de la letra las indicaciones, Vic. ¿Cuántas veces me lo explicaste, cuántas? ¡Por Dios! Y yo tan imbécil que no supe cómo.
En fin, amigo. Esos añitos pasaron bien pronto. No es tan mala la experiencia del encierro. Allá en la cueva comes todos los días y te haces de camaradas. Y ya ves, en efecto, la vida siguió y siguió, Vic, tal como lo prometiste. Siempre has de tener la razón.
Ahora entiendo a Pac, siempre fue de buen corazón. A pesar de sus limitaciones estuvo conmigo en las buenas y en las malas. Nunca rajó. Además de sumiso y noble, debo reconocer su atrevimiento; esa mirada famélica es el mejor ejemplo.
¡Ya casi sale el sol, ya mero te veré! ¡Ya pronto brillarán, los rayos en tu piel! La lará lará, la lará lará. Canturrea Pac, contento. Y a mí se me sale una lágrima.
Por favor deja de moverte, amigo, porque te vas a lastimar. Esto ya se acaba, ya casi termino la bolsita. Mira, que chulada. Se levanta, se asoma por la ventana. A estas horas, es muy peligroso andar afuera, me dice Pac y regresa muy sereno a su lugar.
¡Oh, Dios mío! Ni la fuerza ni la astucia. Nada. Ningún hombre debe someterse a tal acto de vileza. Pobre Pac. Pobre de mí. Sólo el miedo será nuestro testigo. Qué será de nosotros.
Qué bonita está quedando, ¿ves? La hice así para ti, tan suave y tersa, para que no te raspe; mi abuela me enseñó, mira bien, todas las costuras están ocultas. Siempre había tenido las ganas de hacerte una, pero la verdad, hasta hoy me atreví. Es cuestión de dar el paso, así nomás de sencillo, pero el miedo, a veces no te deja.
Lo mejor de todo es que mañana nada de esto será recordado, mano, me voy a ir a las montañas, a iniciar mi nueva vida en una choza que está rete bonita, tiene una chimenea, y sus recamaras están alfombradas, hay una terraza llena de plantas donde puedes leer tus libros favoritos, pero lo mejor de todo, Vic, es que hay un chingo de vacas y caballos, ya sabes, a mí me encanta la naturaleza y los animales.
Entre los amigos no debe haber secretos ni rencores, y mucho menos debe existir la venganza, susurra Pac, directamente en mi nariz, con su aliento podrido de cigarrillos.
De aquí, mi hermano, a nadie voy a extrañar tanto como a ti, en serio. Mi querido Vic. Nos vemos pronto, recuerda, sin rencores ¡eh!, siempre seremos amigos, hasta la muerte.
Pac, atravesó por última vez con la aguja el dobladillo del terciopelo negro, remató el hilacho, y con sus manos y toda su fuerza, trono la hebra.
Aquel saco precioso de terciopelo negro, tenía el tamaño perfecto para cubrir por completo la cabeza de su amigo.
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Excelente escrito, una mirada al pasado, a los viejos, a los amigos “grandes” esos que sus arrugas cuentan más historias que un lubro…. Eh hora buena