La calle tercera permanecía intransitable por la disposición de bultos de tierra sobre el camino. Una máquina excavadora descansaba con las intermitentes rojas encendidas, y con brazo en alto, en la cuesta que daba a la explanada. Era imposible que un auto, debido a aquella condición, peligrara nuestro juego. Pasamos la tarde dando piruetas desde la parte alta, hasta llegar abajo, brincando entre los surcos de tierra, inconscientes del envidiable momento. Faltando pocas horas para que el sol se ocultara, Francisco decidió encender los mecheros fabricados con latas de diésel y un trapo, colocados sobre los bultos, para que los carros tuvieran cuidado al conducir de noche. Terminamos cansados de tanto alboroto, éramos cuatro los traviesos: Francisco, Rosario, Tomás y Eusiquio.
De regreso a nuestras casas un carro de un gringo se detuvo a un costado de Rosario; los tres restantes nos pusimos a la defensiva. A pesar de que se nos otorgaba libertad callejera, sin supervisión adulta, sabíamos cuidarnos entre nosotros. Las instrucciones de nuestros padres eran precisas: No aceptar raite de ningún extraño. A Rosario, que era la única mujer del grupo, los americanos le dieron una bolsa que contenía: bolonia, mayonesa, mostaza, pan blanco, una lata de sardinas, barras de chocolate, carne endiablada, winis de tamaño pequeño, dos bolsas de botanas y verduras. ¿Dijiste sardinas?, preguntó Eusiquio, mirando al interior de la bolsa de papel que Rosario sostenía en brazos. Todos teníamos hambre y discutimos sobre si debíamos comer de los sobrantes, porque lo más sencillo y rápido, de todo ese manjar que nos llamaba, era hacer unos suculentos sándwiches, pero Eusiquio dijo que no.
Decidió que comeríamos lo que no había sido manipulado y el resto se lo daríamos a Lucio, nuestro amigo callejero. Él tenía estómago de perro y nada le caía mal. Lo habíamos visto comer carnitas rojas, de las que los cocineros del restaurante “El Señorial” tiraban en una bolsa aparte. Nos quedaríamos con el problema llamado lata de sardinas, aquella ovalada, de etiqueta roja, y herméticamente cerrada. Al entregarle a Lucio su parte del tesoro, nos instó a cambiarlo, dijo que el comer sándwiches no nos haría daño, pero la delicia de las sardinas, convidada por Eusiquio, ya nos hacía ilusión en el paladar y el estómago, y no desistimos al invite. Lucio partió con su parte. Creímos que era lo justo: un chocolate para cada quien, una lata de sardinas para nosotros y el resto de la comida para él.
Francisco raspó el aro de la lata en una piedra para poder abrirla, fue un trabajo arduo que requería dedicación. Me vino el recuerdo de la caricatura del Oso Hormiguero, la que salía en los cortos de la Pantera Rosa, donde el Oso tenía hambre y no podía abrir una lata de hormigas: Ésos éramos nosotros en ese instante. Entre más tardaba en dar de sí aquel designio de la conservación de los alimentos, mayor era el anhelo de probar el exquisito manjar del cual, Eusiquio decía, era muy fácil la preparación. Ordenó a Rosario que trajera unos limones y una cebolla de la tienda de su mamá, Tomás la acompañaría y traería un peso de tortillas de maíz, de con Don Lázaro. Las sardinas vienen con salsa de tomate ya preparada, dijo Eusiquio y mordió el taco invisible, el cual comenzamos a apetecer.
Quedamos en vernos en los pinos de Doña Gilipita. Francisco levantaba la lata abierta, como signo de victoria, cuando Tomás y Rosario regresaron. Sobre un tocón cortamos la cebolla y los limones, con una navaja de pescador de Francisco. ¿Traías una navaja y no la usaste para abrir la lata?, preguntó Rosario. Tenía que probar que mi teoría funcionaba, respondió el ocurrente. Nuestras tripas rugían dispares, pero esperaban por igual. Contamos la cantidad, eran chicas en tamaño y la lata era de las grandes; con suerte nos tocaría de dos tacos por cabeza. Las tortillas venían calientitas, fueron depositadas de una a una en nuestras manos, luego vino la sardina, con todo y esqueleto. Comer sardina es bueno para nuestro desarrollo, dijo Eusiquio, tomen un puño de cebolla, échenle mucho limón y póngale un poco de salsa, cuidado de que las que queden en la lata no caigan, previno. Hicimos el taco y la primera mordida nos llevó al cielo de las delicias. Comimos sin prontitud, tratando de sacarle el mejor provecho a cada bocado, reíamos y los labios nos brillaban en la salsa de tomate, la que saboreamos hasta de nuestros dedos.
Cuando íbamos en la distribución de la segunda ronda, una silueta de pelos rizados y enmarañados brincó el cerco y se acercó a nosotros. Era un ser delgado, vestido con un pantalón de mezclilla hecho short. Al ver la comida se tomó la barbilla, repitiendo: ¡Qué bien! ¡Qué bien! Era el Papas, el loco del barrio, o quizá se hacía el loco. Nos hicimos a un lado, porque temíamos a su reacción imprecisa. La envidia es mala consejera, dijo, tergiversando el dicho a su favor, y nos quedamos mirándonos unos a otros. ¡No quiero morir, exclamó Rosario, aún no conozco las luciérnagas!, agregó. El Papas tomó dos tortillas de la bolsa, vertió las sardinas que restaban, retirándoles el esqueleto con el cuchillo, les echó bastante cebolla, y exprimió el limón sobre los tacos. Comió frente a nosotros afirmando con la cabeza al dios de lo suculento y, cuando hubo terminado, se alejó como si nada, haciendo aspavientos con sus manos.
¿Para qué dijiste que era buena la sardina?, me preguntó Rosario, tan paralizada como nosotros. Dicen que para el desarrollo, pero no creo que le quite lo loco al Papas, contesté y, entre carcajadas, nos dirigimos a comprar una soda Pepsi, del puesto de Doña Elisa, la que compartimos bebiendo de la misma botella.
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El juramento, versión 10 >> Óleo >> Jorge Santana
Eleuterio Buenrostro Calatrava, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.