Por Roberto Marav
Hoy le dediqué el tiempo a las sombras:
Desde muy temprano, entre la intención de la alborada
y mis párpados vencidos, se me filtró,
como agua, la contigua agonía del vacío.
Desde muy lejos se acomodaban junto a mí
las horas, el desvelo y la abominación del medio día.
Las sábanas me aconsejaron. Los focos me abandonaban.
Y yo, al filo de la penumbra, di un salto hacia la sosegada
e irreversible sensación de adentrarme al recelo de la forma.
Sensación acompañada de dominio ―acaso ilusión―
de abrasar, cual hoguera, la impenetrable oscuridad.
Día tras día le dediqué el momento y la atención prefigurada
en las altas horas de las noches desatadas; por las cantinas;
sobre las calles nauseabundas; en los desamparados parques;
dentro de las pulcritud de los monasterios y las rancias pedagogías;
entre las piernas de las señoritas y los arreboles de sus nalgas.
Toda hora fue precisa y acuciada para reanimar la flama…
Deambulando a la orilla de una muerte ignorada,
bajo pensamientos turbios, arriesgando el traspié hacia la oquedad
de otro mundo abandonado de silencio,
encontré la más alta oscuridad,
una sinrazón de ecos oculares, ocultos y ocluidos
por el espíritu divino del dejamiento sensorial.
Su sombra edificaba ya las soledades,
los primeros sueños, las muertes sin finales…
Las palabras impenetrables
con que nombran a las luces y a los verbos
los titanes pendulares.
Todo despertó en mí, sobre mis ojos y por debajo
de mi agnosticismo corpóreo, una risible verdad
de la potenciada manifestación de la clarividencia.
Todo trascendió en el instante exacto de su aparición,
para desdibujase en una mañana áurea;
justo para que los ojos vuelvan a ser ojos
y prosigan el continuo retorno al desvelo de las sombras.