I. TODO DEPENDE DEL ESPEJO

por Alejandro Roché

INTROSPECCIÓN

Por Alejandro Roché 

Dedico este primer capítulo a Nidya A. Diaz;

pues gracias a su consejo pude retomar la literatura.

A todos los que lean estas líneas y se pregunten quien soy, he de contestar que soy un AARÓNICO, pues mi madre es una AARONITA, hija del AB aeterno, Sabio Aarón; padre de mi estirpe. En una noche de luna llena y con el ambiente saturado de incienso y rodeado de siete sirios, muy solemnemente me dijo mi madre que esas palabras debieran ser las primeras al narrar mi travesía. Ahora que conoces mi origen, quizás te preguntes, ¿a dónde voy? ¿cuál es mi rumbo? ¿cuál es mi destino? ¿dónde estará el fin de este largo viaje? Y si tú que estas aquí, te hiciste esas preguntas; lamento responder únicamente con mi ignorancia, pues osado sería de mi parte trazar un camino para un viaje que apenas comencé a instancias de mi abuelo pues según él, las preguntas que desde hace tiempo me inquietan no se encuentran en este valle.

Ya lo dijo el sabio Aarón, “¡ABA! De aquel hombre que con sus ciencias te debele el día y el como haz de morir.” Recuerdo la ocasión cuando de viva voz de mi abuelo recibí tal advertencia, mas la tomé como agua tibia en verano. Tiempo después partí hacia la ciudad de Sión y como todo hombre joven, quise saber la suerte que tendría en mi viaje y una noche antes de marcharme fui a consultar al hechicero Nashalls, y él, con la oscuridad tras sus espaldas y la mirada en el fuego me dijo: “Muchos son los caminos, pero las piedras que has de pisar, fueron arrojadas desde el vientre de nuestra madre tierra para que tus pies se encontrarán con ellas”.

En un principio todo comenzó de las mil maravillas, e incluso en el comienzo de mi trayecto me encontré con una ABABA, por lo que detuve mi caballo para recoger unas hojas, pues uno nunca sabe cuando las dolencias han de presentarse. Y justo cuando entraba al cañón del muerto, salió a nuestro encuentro una víbora de cascabel y mi caballo se asustó despotricándose, lanzándome por los aires, y él cayendo por la ladera. Después de recuperarme del golpe, fui hasta donde el animal resollaba tirado y ensangrentado; sus patas traseras estaban hinchadas y seguro a punto de ABABILLARSE; y aunque era la primera vez que montaba a aquel animal, sentí compasión; tomé mi cuchillo y le corté su garganta, limpié el filo entre mis ropas, miré hacia el cielo y el sol no daba tregua en aquella ladera escabrosa sin sombra alguna; resignado a mi suerte, decidí continuar a pie.

Sólo hube caminado algunos minutos y una anciana que peculiarmente caminaba de espaldas, llegó hasta mí, me saludó y con un paso más firme y presuroso me dejó atrás, o adelante; “todo depende del espejo donde te mires”, decía mi abuelo. Atónito apenas digería dentro de mí aquella curiosa situación cuando un pequeño que igualmente caminaba de espaldas y quizá debido al golpe sufrido, igualmente me dejó atrás, pero esta vez le alcancé a preguntar por qué caminaba así, sin embargo sólo alcanzo a responder: “Es por el cañón”. Seguí caminando, el sudor caía desde mi frente, las piedras cada vez más calientes me recordaban las palabras de Nashalls y simultáneamente las de mi abuelo, pero lo único que me hacía continuar por la ladera, era el hecho de que al otro lado comenzaba el bosque y cerca de ahí un riachuelo. En esto andaba mi mente cuando escuché tras de mí los pasos de alguien, volteé y era una mujer, quien al igual que la anciana y el niño venía de espaldas con paso presuroso. Justo cuando pasó junto a mí le pregunté por qué caminaba así y me dijo:

—Por los espíritus del barranco.

—¿Espíritus? ¿Cuáles?— pregunté y, aminorando sus pasos:

—Los espíritus de los muertos caídos en la ladera; ellos siempre están acechando a los caminantes y si les das la espalda, se montarán sobre ti y harán tus pasos tan lentos que podrías llegar a viejo y seguirías sin poder llegar a tu destino.

—¡Ah! Yo me encomiendo a Dios y él me protegerá de todo.

Sólo me miró y encogió los hombros para continuar su camino. Primero lo tomé como una bobada, una superchería, pero ¿y si tenía razón?, ¿si la víbora de cascabel y la muerte de mi caballo no eran causas naturales? Después de todo, esta era la primera vez que me dirigía a la ciudad; por lo tanto decidí igualmente caminar de espaldas. No sentí gran diferencia pero me pareció divertido y así caminé un tramo, hasta encontrarme a un señor montado en su carreta que me dio alcance y, riéndose socarronamente, preguntó:

—¡Eh, amigo! ¿Qué se le perdió?

Entonces, ante la risa en mis oídos, me sentí un tonto.

—Una joven me dijo que era para evitar los espíritus.

Riéndose estrepitosamente preguntó nuevamente.

—¿Y le creyó?

No respondí, sólo bajé la mirada.

—No sea usted ABABOL. Esa mujer y su familia están locos, siempre andan con sus rarezas. Mejor súbase porque de lo contrario, no va a llegar. ¿A dónde va?

—Voy a la ciudad.

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1 comentario

Nidya Areli Díaz Garcés 20/04/2016 - 22:05

Todo escritor busca, ante todo, apropiarse del lenguaje; la palabra es su herramienta y él la desposa complacido, enamorado. #AlejandroRoché no es la excepción y nos regala en este #relato una propuesta y un intento por llegar a dicha apropiación. Te invitamos a descubrirlo mientras disfrutas y elucubras sobre el porqué #TodoDependeDelEspejo.

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