Por Alberto Navia
A las 10 de la mañana, mientras platicamos sobre las cosas intrascendentes de la vida, nos sorprende la noticia: has muerto. Todas las diferencias de opinión, de pronto, desaparecen. La noticia, dura como la roca, ha roto cualquier desacuerdo sobre las banalidades de la cotidianidad. La muerte es un hecho total, radical, absoluto; es el fin de todo, de absolutamente todo. ¡Has muerto! Te has quedado plenamente inmóvil de todo tu cuerpo. Tus manos ya no tienen movimiento alguno ni tus pies ni puedes voltear la cabeza ni abrir los ojos ni lanzar un beso. Estás inmóvil. Muerto.
¿Cómo es que la gente se muere así, sin consideración alguna? Cuando se les pega la gana simplemente se mueren y ya. Sin tomar opinión a nadie, ni ver por las consideraciones de nadie: ¿oye, te parece bien que fallezca el martes o el jueves te parece mejor aún? Mira que de que me voy, me voy, pero no quiero incomodarte mucho. Así que tú qué opinas, ¿el martes o el jueves?
Así, la muerte resulta siempre algo más bien incomodo y desafortunado. Algo que no tiene, para nada, aptitudes para celebración. Y sin embargo se celebra, pues ahora viene el proceso que cumple el ritual funerario. Hay que hacer las preparaciones necesarias para la etiqueta de la última celebración in presentia. Hay que cumplir el protocolo final.
Te han dejado tendido ahí, en tu lecho postrero, aguardando a los profesionales del ritual final. Te tomaron la mano suavemente, te miraron con ojos de llorosa ternura, te acariciaron suavemente la mejilla y volvieron a estrujar tu mano y regaron tu cuerpo con las lágrimas de la inminente soledad. Son los últimos momentos de intimidad. Tu nombre apareció una y otra vez entre los labios de los presentes y en el resto de la familia conforme se fue dispersando la noticia fatal. Repetido una y otra vez con ternura, con sorpresa y hasta, tal vez, con algo de descanso. Hoy tu nombre fue pronunciado muchas veces. Tal vez lo has oído…, tal vez. Pero nadie conoce los campos de la Muerte, sólo los muertos saben la verdad, mas es una verdad cercada por el silencio, inasible, letal.
Te han limpiado el cuerpo y te han puesto colorete en las mejillas. Tu rostro se ha vuelto sorprendentemente vivo por las artes escatológicas. Peinado tu pelo negro tendido al costado y con una raya que no es, en ti, para nada natural. Has adquirido un aire algo divertido. Como si hubieras hecho una travesura al morirte, te plantas muy circunspecto para tus exequias. Con tu pelo bien peinado y con tu rostro limpio y con tu ropa formal pareces más divertido que apenado. Pero te han metido en una caja de metal en donde apenas tienes espacio y aún así permaneces imposiblemente quieto. Nada se mueve en ti. Tus brazos no se tienden hacia tu madre y tus pies, incomprensiblemente quietos, no salen corriendo en busca de mayor espacio. Tus ojos permanecen cerrados, como haciéndote el dormido. ¿Cómo soportas tal encierro? Deberíamos de enterrar a nuestros muertos en espacios amplios, iluminados, ambientados cómodamente para que no se sintieran tan encerrados, tan incómodamente oprimidos; tal vez así no se les pegaría tanto la Muerte en los ojos, en los labios o en las uñas de las manos.
Ahora es tiempo del duro ritual de la muerte. Te han puesto en tu cajita a manera de exhibidor y los parientes y conocidos se acercan para verte (quizá con algo de morbo) por la última vez. Y luego se reúnen y se abrazan y se hacen mutuos gestos de comprensión y cariño. Y lloran consolándose mutuamente. Y están vestidos todos de negro. Y todo parece tan frío y formal. Esto no es para ti que preferías mil veces la travesura, el viento enmarañando tu pelo, los charcos con ranas, los gatos amarillos y los perros peludos. Esto no es para ti y, sin embargo, permaneces ahí, neciamente muerto. Neciamente quieto. ¿Por qué no te levantas y mandas todo a la mierda? Empezando con este muestrario absurdo de flores muertas y todas estas caras solemnes y todos estos tétricos ropajes.
Los cirios colocados en las esquinas de tu catafalco se consumen junto con mis esperanzas de verte resucitar aunque sea nomás por pura travesura. Estoy empezando a sospechar que te has tomado muy en serio tu papel de muerto reciente. Estoy por creer que ya estás comenzando a disfrutar de esa rigurosa quietud y de que nadie te pueda recriminar por andarte muriendo a destiempo. Estoy principiando a suponer que piensas pasar mucho rato muerto.