EL BESO

por César Vega

Por César Abraham Vega

Al fin mi sueño se volvía realidad, hacía ya tanto tiempo que estaba deseando con desesperación poder salir con ella, había puesto tanto de mi parte y debo admitir que no fue nada fácil. Sin embargo, las mujeres como ella lo valen, valen cada pena, cada esfuerzo, cada sacrificio que se emprenda en pos de llamar su atención. Y si debo ser totalmente sincero, tengo que reconocer también que nunca hubiera pensado que una mujer tan… como ella pudiera salir con un tipo así tan… como yo.

el beso(1)Desde que la conocí ya no pude sacarla de mi cabeza, sólo podía pensar en ella, sólo podía pasar mis días soñando con ella, pasar mis noches insomne por ella, cavilando mucho sobre la mejor manera, la más irremediable, de ganar su corazón. Lo primero que tuve que hacer y probablemente lo que más dolores me causó fue asesinar al cavernícola que era yo.

Tuve que invertir incontables horas de mi tiempo en el aprendizaje de las artes de la mesa y los cubiertos; además fue necesario hacer múltiples cambios en mi aspecto físico con el objeto de, ya no digamos gustarle, pero al menos de no resultarle incómodo de ver; además durante algunos meses fue completamente necesario hacer algunos sacrificios económicos a fin de destinar lo suficiente para que la velada fuera absolutamente espléndida.

Cuando llegó el día de la cita yo no podía dar crédito de lo afortunado que era; insisto, aunque fantaseaba a menudo con la idea, a veces dudaba seriamente que algo así de maravilloso pudiera sucederme. Cuando al fin la vi saliendo de su casa, estallando como un sol de flores contra el atardecer violáceo, algo en mi más blanda entraña se puso a incendiar perfumes y a germinar canciones; yo pensé que ya estaba enamorado pero no, me equivocaba, lo supe hasta ese mero instante porque fue cuando en verdad me enamoré.

Camino al restaurante argentino, lugar que me recomendó mi padre por ser un muy prestigioso, me fue muy difícil conducir, aprovechaba cualquier momento para distraer mi mirada del camino y ponérsela en los labios, en los ojos suaves de tibio anochecer, en las piernas, abusivamente sensuales; en sus manos de flor silenciosa; en su rostro de perfección tan violenta. Ella me hablaba de cosas, cosas que no podría repetir porque el escándalo horrísono de mi palpitar difícilmente me permitía oírla con claridad.

Fui cuidadoso como nunca lo había sido con nada en la vida entera, la procuré en todo y con todo, que si la puerta del coche, que si arrimarle la silla, que si no verle los senos, que si no decir groserías, que si no sudar de las manos, que si comer con cubiertos, que no sorber de la sopa, que no hacer gestos al vino, que masticar bien las cosas, que si usar la servilleta, que si levantarse cordial cada vez que deja la mesa, que si mondarse los dientes con la lengua pero con mucha discreción.

Ordenamos unos gustosos cortes de carne cocinados a término medio y cenamos con mucho placer, algo en mi conversación o quizás en el vino hizo que, increíblemente, ella se prendara de mí, se reía divertida de todo lo que le contaba y era notorio que me ponía mucha atención, conforme avanzaba la noche yo iba logrando tomar el control de la situación. Para cuando salimos del restaurante ella pidió que camináramos un poco, así que la llevé hasta el parque Bolívar y nos sentamos en un banco bajo el fulgor lunar.

Ella sonreía con mucha dulzura y yo sólo podía pensar en lo perfecta que era, en lo hermosa y perfecta, en lo virtuosa y perfecta, en lo fresco que olía, en el timbre de su voz, en sus dedos alargados posados en mi rodilla, en su boca tan s… y de pronto ella me besó.

Me besó con tanta fruición, con harto deseo, con mucha pasión. Y yo sin saber besar sólo supe vencerme a su beso con una torpe y suave renunciación, dejé que me besara y me arrobé con la caricia de su lengua entre mis labios, con la mordida de sus dientes en mi boca, con el sabor de la suya, con el calor de su tacto, nuestros alientos apretados, todo era perfección…

Y de pronto apareció, un vestigio de carne intrusa que no pertenecía ni a sus labios, ni a su lengua; ni a su boca, ni a la mía; un resto de la cena había pasado inadvertido y eligió el momento del beso para hacer su aparición, el pánico me acometió.

Estuve tentado a apartarla de mí con un empujón violento, pero yo no podía interrumpir mi primer beso de manera tan insensata, no con una mujer así de perfecta, tan bella, de ensoñación… ¡Maldita suerte! No podía sucederme esto a mí que había puesto tanto empeño en cada punto, hasta tratando de comer con suma precaución. Muy discretamente traté de apresar el pellejo con la lengua y tragarlo antes de que ella cayera en cuenta de la circunstancia tan atroz. Pero cada vez que movía mi lengua con pericia y lograba atrapar el bagazo ella confundía mi intención y se enardecía aún más con mis lengüetazos subiendo la intensidad de su beso y de su succión.

Ya no me importaba el besuqueo, ni la cita perfecta, ni la chica de mis sueños; todos mis pensamientos y esfuerzos se empeñaban en no dejar escapar esa horrenda carnosidad de mi boca y cuando tras muchísimos intentos logré aprisionarla entre lengua y paladar, me dispuse a tragarla y succioné y halé con todas las fuerzas de mi lengua, el hollejo no cedió, estaba atorado con algo y cuando hice el último y más enérgico de mis intentos ella abrió los ojos y la boca con desconcierto y entonces lo descubrió.

Se apartó de mí violentamente y cuando lo hizo un pellejo de carne sonrosada salió de mi boca y quedó colgando de la suya, atrapado entre sus dientes, en ese instante lo supe: el maldito hollejo nunca me perteneció. Y lo perfecto de la cita, de la chica y de ese beso se rompió con el último hilo de saliva que hasta ese momento aún nos unía a los dos.

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1 comentario

Nidya Areli Díaz Garcés 02/03/2015 - 22:03

Cada vez escribes más asquerosamente bien. ¡Felicidades, naciste para esto!

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