Por Iván Dompablo

Ya no llovía, sólo continuaba el deslizar de las gotas suicidas que como en salto mortal se arrojaban lentamente desde los techos, desde las verdes hojas recién lavadas de la buganvilia. ECOAfuera los caracoles se habrían sacudido ya el letargo y andarían los desusados caminos hacia la yerba que a la más mínima provocación lo colmaba todo. Lo sentía en las entrañas, era una delicada cuerda metálica que resbalaba encima de cada órgano, como si cada tejido tuviese que ser verificado, uno a uno iba probando su resonancia: un escalofrío, un aullido, una línea carmesí que se fuga y cambia de color en su camino, como si cada tejido tuviese que ser.

Solo continuaba el deslizar de las gotas suicidas que besaban sus pezones… Un aullido que su garganta se negaba a pronunciar, un aullido que se agazapaba en sus entrañas. La tibieza del agua recorría sus muslos, la opacidad del espejo no la reflejaba ya. No llovía, la tarde toda escuchaba atenta el balbuceo del agua, y una araña paralizada en la cima del espejo aguardaba por mejores tiempos.

De pronto escuchó un quejido lejano, casi ahogado, más como si lo hubiera imaginado que oído. Esto la desconcertó y atenta trató de ubicar la fuente de donde había provenido. Nada. En todas direcciones el mismo cuadro, la araña petrificada en un sueño de millones de años, el espejo empañado por el vapor y las gotas que no terminaban de escurrirse. Ahora le parecía haberlo imaginado. Quizá sería una alucinación auditiva.

Trató de evocar el sonido, se sentía desconcertada, además otra vez fue consciente del malestar en las entrañas. De pronto escuchó un quejido lejano, casi ahogado, un quejido persistente que escalaba hasta ser un grito y luego poco a poco se desvanecía. Un grito enterrado por millones de años. Pasos que se acercan y el vértigo arañando la piel. El abismo jalando con todo su encanto. El cordero que va al sacrificio.

Con todas las fuerzas que le quedaban trato de defenderse, pero no pudo. Finalmente fue arrastrada. Afuera los caracoles disfrutaban de la verde yerba. Reflejados en otro espejo miro sus ojos enrojecidos, la convulsiva elevación del pecho y brazos, y a su madre que trataba de consolarla.

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