DIVAGACIONES DE UN DEDO EN EL EXILIO

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

Han sido tantas las historias que he contado de cómo fue que perdí el dedo meñique, en mi mano derecha, que no sé cuál es la versión oficial. Sin rodeos puedo afirmar que no sabía que al hacer lo que hice iba a desprender una pequeña gran parte de mí. No ha sido fácil disimular la ausencia de poco más de la tercera parte del dedo, a pesar de que procuro mantenerlo oculto. Mi amigo el Pecas, al observar que por vergüenza guardaba la mano en el bolsillo del pantalón, me dio la idea de contar una historia diferente a cada curioso que asediaba.

Y así fue que perdí mi dedo por culpa de un chango de circo que lo mordió al sujetarme en la malla de su jaula; o por un compañero de secundaria, en la clase de procesamiento, cuando aprendíamos a eviscerar pescado y dio un golpe con el cuchillo, sobre la tabla, justo sobre mi dedo; o la mejor de todas, que una lavadora antigua, de las que traían rodillos para secar ropa, tenía caídas las tapas del engranaje y yo, curioso en los artefactos, quité la grasa con el dedo para verlo funcionar y yendo más de la cuenta, el meñique terminó siendo uno con el mecanismo. Esa última suena despiadada, pero es la que más cuento, a la par de que me picó un mosquito, aconsejado por el Pecas.

Hay algo, sin embargo, que me gustaría recordar ―más allá de la incógnita de quién se ha llevado mi dedo—, y tiene que ver con la etapa anterior a perderlo. Quisiera saber si entonces era extrovertido, dado que ahora soy todo lo contrario, y no sé si es atribuible al accidente mismo o si venía implícito en mi instructivo de fabricación. Después de pasado el tiempo, es difícil saberlo.

Quien dio cuenta del faltante, a pesar de mantenerlo oculto, fue el Tranzas. Un borracho del puerto donde me crie al que no querrían como amigo. El Tranzas no tenía la mitad de su dedo índice y un día, al verme caminar con la mano en el bolso, me señaló con la parte de su índice incompleto, y me dijo: “cuídate de los buenos que a los malos yo te los señalaré, dice la Biblia”. Lo dijo con tanta vehemencia que me obligó a indagar y a tener que replantear los designios del karma por venir.

Nunca di con la supuesta sentencia en la Biblia, pero por esa misma fecha, en la que anduve perdido en respuestas, encontré, en algún otro libro, que existe un tejido que nos circunda, en forma de molde, de como fuimos entregados originalmente. Que en él se sabe del daño que de la dualidad cuerpo-alma hemos hecho en vida y que servirá para evaluarnos cuando se nos pida cuentas de ello. Que algunas personas tienen el don de advertirlo a simple vista, los llamados médicos del espíritu, seres que reconocen más allá nuestras penas y pecados encubiertos.

Si fuera cierto ese alegato, en una fotografía de mi aura ―así es llamado el molde―, sería visible el efecto corona en la mano derecha, en el correspondiente a mi dedo meñique faltante, y el mismo efecto pero de mayor tamaño, en el pecho, que representaría la ausencia de bondad en mi espíritu. En ese instante, al leerlo, volvió el Tranzas a mi memoria, señalando que pertenezco a los que sí marcaron y que en mí, sí se hacía efectiva la relación.

Quizá se pueda dudar de la existencia del alma, o de su proyección, pero no podemos negar que formamos parte de algo más complejo que nos vincula con la creación y su engranaje invisible. Independientemente de nuestras creencias, sean acertadas o erróneas, procuramos mantenernos buenos por dentro y fuera; o por lo menos aparentamos serlo. En la era que corre actualmente, una en la que el ego es el nuevo opio de las masas, es en la que más se trabaja afanosamente para distinción de nuestro yo exterior.

Pero más allá de superficialidades, que también las poseo, en mi caso, esto sí puedo afirmarlo, cuando esa parte de materia viva desapareció de mi vista, se llevó lo que restaba de seguridad consigo. La inseguridad derivada fue tanta, que mis temores más fuertes tienen que ver con desprender algo. Cualquier cosa, hasta una caída me produce el efecto instintivo de querer soportar la catástrofe. Mis miedos más atosigantes refieren a perder una parte más de mi cuerpo o pensar que a alguien cercano le pueda pasar. Incluso el que alguien desee en juego que suceda me genera el mismo efecto. Lo concibo como un grito de incertidumbre que me paraliza al pensar en las consecuencias de un accidente no consumado.

No puedo afirmar que los que hayamos perdido una parte entendamos sobre esto, debido a que nunca me he atrevido a consultarlo con algún otro. Quizá forma parte de alguna fobia oculta, y que debido a su propio aniquilamiento es imposible distinguir.

Es muy diferente a ser excluido o señalado por estar incompleto, o de dar asco y que alguien no quiera tomar la tortilla que tocaste; va más allá de eso. Es verdaderamente corromper algo desde el universo para mis posibilidades. Es la marca que expone al ser aberrante que debería mantener oculto.

Conforme fui creciendo fui generando consciencia de los accidentes, los habidos y por haber —porque sufrí más de ellos que también me marcaron en un grado menor—; comencé a temerlo todo de manera exagerada. Derivado de ese temor comencé a extremar precauciones en lo que hacía para aminorar el peligro. En una ocasión, por ejemplo, lo pensé bastante antes de brincar del muelle al techo de un barco, a un metro de distancia, por miedo a caer y morir, como pasó tiempo después a mi amigo Demetrio, a mayor distancia, y que terminó por reafirmar mi difidencia.

La consecuente angustia de perder un dedo se la dije a mi psicóloga una vez. Dijo que eso corrompido se llamaba autoestima y trabajó duro para ayudarme a recuperarla. Al final me mostré con la autoestima alta que necesitaba para ser liberado, no porque funcionaran las terapias, sino porque salía muy caro seguir manteniendo una mentira que no me llevaba a ningún lado.

Hace poco ella misma, la que fuera mi psicóloga, leyó uno de mis escritos sobre el suicidio y me llamó a casa en la madrugada, cuando aún escribía. Me dijo: “Leo que de nada sirvió tanta terapia, pero a lo mejor soy yo la que se equivocó al evaluarte y ahora creo saber cuál es la solución. Has mantenido el problema oculto tanto tiempo que ahora debes gritarlo; mostrarlo hasta el cansancio. Saca tu dedo de la bolsa, dile lo que sientes hasta que fluyan las lágrimas y el dolor se vaya. Debes desgastar el poder que le has dado, exigirle que deje de ser tu centro de gravedad, ¿sabes de lo que hablo?”.

Lo cierto es que mi dedo emancipado es incisivo en su potestad y provoca un efecto que sobrepasa el poder de mantenerme capaz. Es el aguijón de Pablo, el de Carta a los Corintios, él sabía de esa facultad que subyuga para mantenerte sumiso.

Después de la llamada hice un ejercicio de regresión, recordando terapias pasadas, y me rencontré con mi dedo. Al estar en su dominio pude hablarle frente a frente. Comencé por culparlo por mi ser depresivo, por mi insignificancia, por mis fracasos y perturbaciones. Cuando hube terminado tuve que escucharlo en réplica. Me dijo: “sabes mi querido Benjamín, deberías saber que mis problemas fueron mayores al yo haber perdido a todo un cuerpo. Sin embargo, dado que viniste por respuestas y no a escuchar quejas, tengo que decirte algo que he comprobado: el ayer no existe y aun no hay mañana, vivirás eternamente con lo que logres generar en este instante, ya que tampoco hay vida después de la muerte para mejorar los logros; sólo ésta que inicia con tu primer recuerdo y termina hasta que dejes de recordar. Trata de hacer lo que mejor puedas en la oportunidad que se te ha dado de existir en el hoy. Deja de desestimar las posibilidades. Confiesa tus maldades, eso es lo que verdaderamente te hará libre. Toma cafés latte, paga lo que debes, y en cada instante intenta ser feliz”.

Lo sé, la sapiencia de mi dedo es infantil. Se reconoce porque murió a los ocho años, cuando sus ideas pertenecían a un universo imberbe. Me es imposible mostrarme tal cual soy y no sé si sería más sencillo de no estar marcado; además de que sus conjeturas son de un paradigma que se muerde la cola. Sabe que le temo a la muerte y a ser castigado por la eternidad y miente para hacerme sentir mejor. No se ha dado cuenta, al monologar, que dijo que la vida después de la muerte no existe y osa, el muy ingenuo, a darme consejos desde el más allá.

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