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Por Armando Escandón
El leñador inmisericorde flagelaba al burro:
— ¡Anda, miserable! ¡Desquita tu alimento!
El animal, con los ojos crispados por las lágrimas y lleno de dolor, apretó el paso:
Al llegar a la casa grande, el leñador desmontó su carga, tocó el portón para entregar la leña y recibir su pago.
Abrió el señor de la casa que iba de salida:
— ¡Por qué tardaste tanto! ¡Flojo! ¡Por personas como tú, el país no prospera!
De mala gana, el hombre aventó al piso unas monedas. El leñador masculló un sombrío “gracias” y recogió el dinero.
Al desandar el camino, tanto el corazón del leñador como el del burro latían a un mismo ritmo.