CIERRO LOS OJOS

o mis aventuras en el País de los Huesos

por Alias Torlonio

Mi hijo no trabajará nunca, los hombres que trabajan no pueden soñar; la sabiduría se recibe en los sueños. —Nez Percé

 

«He dirigido barcos de tierra, trenes aéreos y globos anfibios. He sido hasta donde mi memoria llega, desierto, árbol y asceta, todo pintado con detalle bajo la fresca sombra de un vergel. Recuerdo ser una extrañeza, primero añeja, luego rutilante y fresca, y por último alumbrada apenas. Antes del alba he fluctuado dentro del fondo de mi sueño donde me duermo soñando que sueño, y despierto dentro del sueño soñado sin acordarme del sueño, pero consciente de seguir soñando sin que algo ni remotamente parecido al tiempo, suceda». Valga este sueño del seis de octubre del dos mil diecinueve como entrante a lo que estáis por leer en esta octava entrega de Cierro los ojos. Dice el muy venerado Lao Tse que la verdad determina la calidad de la palabra. Que así sea.

Él es un montón de carne de no menos de doscientos kilos. Ella está hecha de parches de piel injertada: esta pareja es muy educada, acogedora y tolerante. He observado que con su simpatía abducen a otras parejas, normalmente poco o nada convencionales, hasta tenerlas seducidas en su lecho.

Estoy con mi amigo Gerardo V y una pintora que no se separa de mí, como si fuésemos pareja. Tenemos muy poco dinero y un lío mental grande, pues hemos de trasladar dos partidas de pintura, una de Gerardo y otra de esta pintora. Después de muchas vueltas y casi volver loco a un taxista, la pintora se transforma en mi viejo amigo saxofonista Charly. ¡Sorpresa! 17/7/20.

Escucho una flauta hindú tocada con maestría, para después quedar en la gloria de la luz más clara. 18/7/20.

Ando por la calle Hermanos de Pablo, del madrileño barrio de Prosperidad, con un comediante que sólo habla de su vida en el escenario. Ambos sentimos que la policía nos vigila y que además, estamos siendo monitorizados. El actor me pregunta si no quiero exponer. Respondo: ¿Dónde? ¿En la cara de algún político? No tengo suficientes metros de pinturas para cubrir tamaña superficie. Ambos reímos.

Voy al encuentro de una mujer a la que nunca he visto, pero sé que podré reconocerla. Sigo con la sensación de estar monitorizado por fuerzas policiales (hay que recordar que este año que dato, la policía globalista, perros de la agenda genocida 20/30, ha hecho la vida imposible a todo el mundo, ya conformes o insumisos).

Estoy con Elvira y Curra en una casa parecida a un antiguo bungalow familiar. Lo particular de esta casa es que la he hecho yo. El salón tiene un gran ventanal que ocupa toda la terraza del exterior. Miro a través de este ventanal y veo entrar en la casa una energía traslúcida pero visible, la percibo en forma de amapola cuentagotas. De vez en cuando llega un ramalazo de luz oscura, pero ésta, dada su diferente densidad o constitución, continúa su derrotero sin llegar a entrar en la casa: Luego juego con Elvira y un gatito negro cachorro. El bebé felino cruza de una carrera el salón hecho una bolita de pelo, cuando para, exclama: ¡Así no, papá, eso no se hace así! Sorprendido, le comento a mi hija: ¡Pero qué rápido se ha puesto éste a hablar! 19/7/20.

Estoy en Sevilla, en una noche de verano. Una chica delgada, por iniciativa propia, hace el amor conmigo. Después llegan otra gente y alguien me da algo semejante a una nube blanca que introduce en mi boca. Mientras hablo con una desconocida, la chica delgada se enfada conmigo. De Sevilla pasamos a Isla Cristina, donde al hacer una compra veo que no llevo cartera con dinero. Entonces recuerdo que alguien me dejó su cartera, pero, subiendo por una estructura o andamiaje que no llevaba a ningún lado, opté por tirar la cartera al vacío ya que necesitaba libres mis manos. Debo de andar desnudo todo el rato, ya que los bolsillos están para algo. 20/7/20.

Pinto una orca enorme saliendo del agua en pleno salto, a su lado se ve un montón de gente diminuta, justo bajo sus fauces; Lucia y la pequeña Leire me acompañan. 21/7/20.

Vivo con una mujer africana que tiene una niña pequeña, no sé si es mi hija.

Cierro los ojos. Veo frente a mí una camada de gatos con el manto blanco y negro.

En la casa de campo de mis padres, preparo un fuego en la chimenea del salón, y me ocupo de situar al abrigo del fuego a un perro mastín que no es otro que Lino.

Ayudándome con un producto químico consigo reimprimir en papel zonas de color impresas antes fotomecánicamente; lo que hago es trasladar esas áreas impresas de color al papel donde obro. El resultado recuerda a las viejas cartografías editadas en bitono. Mis primos Carlos, Gregorio y Emilia me acompañan. Mi prima necesita dinero y me lo pide. 22/7/20.

Rememoro con Gerardo Velarde el estado de los bares en Madrid antes del COVID-19 (cuyas cifras comerciales datan del año 2017 en el registro de patentes USA). Estos bares estaban siempre a reventar de gente desbordada por las aceras. Mi amigo pintor hablaba de montar un bar y yo le decías: Eres único, Gerardo, quieres montar un bar ahora que tienen prisionero a todo el mundo en sus casas. Andamos por las vías de una estación de tren del extrarradio de la ciudad, acompañados por tres mujeres. Una de ellas, muy alta, me cuenta que antes pesaba bastantes kilos de más porque traficaba con drogas. Me digo que la relación entre ambos sucesos es una cuestión de peso. 23/7/20.

Navego con Curra en una lancha motora por las inmediaciones de los canales de una ciudad. Al arribar en un islote, ella recibe una llamada telefónica que se hace interminable. Yo espero al pie de un puente. Ella marcha andando sin parar de hablar, como poseída. La llamo a voz en grito pero no me oye y dejo de verla. Llega un grupo de gente que esperaban encontrarnos a ambos; estos me reprochan su marcha y apenas me dejan explicarme.

Veo un libro con la portada escrita en un idioma para mí desconocido. Una voz dice: Platón sí, Séneca no. 24/7/20.

Hay dos pirámides revestidas de cuarzo, una puede ser destructiva mientras la otra, según la orientemos, es regenerativa.

Me encuentro con mi amigo Fernando, al que llamábamos ‘el Oso’ (el mismo que murió en mis brazos cuando teníamos ambos veintidós años). Le presto una chaqueta de piel para que pueda abrigarse. Él coge para sí el dinero que hay en la chaqueta. Le dejo de ver cuando, para conseguir heroína, se mete en una chabola sin ventanas y con la tapa de una taza de retrete con ribetes azules colgada en la pared con un clavo; me parece todo un Picasso. 25/7/20.

Llevo noches descifrando y recopilando lo que sigue: estoy en un juego multinivel donde somos el avatar del juego, el jugador y el que observa la partida. Podemos tener la conciencia repartida en tales puntos de atención, si jugamos bien. En el tablero, por decirlo de alguna manera, todo es sumamente realista, tanto que lo más fácil es olvidarse de que estamos jugando. Uno primero ha de despertar la consciencia del avatar; sin este requisito el jugador no sabe ni que está jugando; luego, si puede, despertará la consciencia del jugador; el tercer paso es activarse en modo de jugador y espectador, dentro de este modo hay dos variantes: implicación o desapego. El jugador implicado con los resultados no llega hasta donde puntúa el jugador al que le da igual cómo acabe el juego, mientras pueda disfrutarlo. 26/7/20.

Ojeo un tratado multidisciplinar (o multidiscapacitador) titulado Cerebro superviviente. Es un compendio secreto informativo, salido de madre, de cómo nos quiere el narcoestado: hundidos moralmente y bajo mínimos éticos, sin cultivar, sin miras, y espiritualmente nulos. La cara opuesta a este estado tan decepcionante, apático y depresivo, será la de que cada cual manifieste, día a día, el mundo en el que quiere vivir; es una cuestión de soberanía.

Estoy en una plaza de mercado, como las de antes, de cristal y hierro al modo de Eiffel, donde en su interior podemos encontrar una de las estampas más alegre y colorista sobre los entresijos de una ciudad. Como las palmeras, los plátanos o el agua con gas, estas plazas de mercado son antidepresivas. Tengo amistad con los encargados de cada puesto y de vez en cuando nos reunimos para comer y celebrar. Tengo una relación especial con una chica japonesa que me encarga, confiando en mi criterio de sabrosura, que le consiga siempre que pueda, tarta de manzana. 27/7/20.

Viajo en tren, en un compartimento junto con tres mujeres de piel azul o verde, según les dé sol o sombra. Parecen hermanas y son muy obsequiosas conmigo, además de sensuales. Se ofrecen a mí: actúan representando su ofrenda, y aunque el ofrecimiento parezca de carácter sexual, no es el fin. Las percibo como tres danikis. Ando por una calle vestido de majo, con chaquetilla y calzón azafrán ribeteados de mostaza de Dijon, además, llevo unas medias rosas. Me cruzo con un montón de mujeres iberoamericanas, muy bellas y todas ataviadas con vestidos regionales del país al que pertenecen; los trajes son riquísimos en adornos y colores. Es una visión única verlas a todas juntas y tan contentas. Yo bajo la calle y ellas la suben formando una cola informal. Llego hasta mi casa en el bosque y encuentro a viejos amigos y amigas celebrando una fiesta; subo las escaleras que dan al camino para abrazar a una mujer teñida de rubio, es un abrazo muy emotivo; entonces despierto. Estoy solo, sentado en una terraza dentro de un parque, rodeado de sillas vacías. No recuerdo nada, si estaba solo o acompañado o cómo llegué allí. Salgo del andén de una estación de tren para entrar en un gran salón, luego cruzo un patio andaluz que me lleva a la platea de un teatro. Todo este tránsito lo realizo dando saltos como si fuese a volar, pegando vueltas en el aire para dejarme caer otra vez en el suelo para brincar de nuevo varios metros. Es un juego. Llevo en las manos unas tenazas grandes de herrero y un metro que dejo en mitad del pasillo central, frente al escenario. Vuelvo al salón por donde entré y encuentro a una chica en lencería negra, ensayando un baile erótico; noto que está algo cohibida y, por tanto, su baile no está logrado. La animo y le gasto algunas bromas para que se relaje y así, pueda soltarse bailando. El truco funciona.

En el país de Tanzania, se plantea la cuestión de a quién de los políticos extranjeros elegiría el pueblo tanzano como presidente del gobierno. La encuesta la gana Donald Jay Trump, que no pierde la oportunidad de visitar a los tanzanos y saludarlos en una comitiva encabezada por una berlina descapotable (estilo años cincuenta), seguidos de una caravana de festejos. Finalmente, paran y, al bajar del coche, Trump se pone a baila con la gente, detrás de él baila su doble exacto y el cuerpo de seguridad que en todo momento vela por él. La cosa es notoria y cómica. 28/7/20.

Me encuentro con una periodista colombiana con un pico de oro, pues tiene salidas para todo, tenemos una conversación muy relajada y divertida. Finalmente acabo pintando un mural en la tapia de una escuela en algún lugar del norte de África. 29/7/20.

Estoy en la plaza del parque de Roma viviendo con tres personas más. Cuanto hacemos y todos nuestros movimientos son monitorizados a distancia, con cámaras mínimas, por un hombre ruso con el que de vez en cuando hablo. Esto sucede desde que en un autobús me encontré a una mujer caribeña que con la que entablé una relación. Aquí, en el País de los Huesos, el mecanismo de los emparejamientos es simple: visto y hecho, sin preámbulos ni tediosas presentaciones, ni fingimientos de ninguna clase sobre quienes somos o qué queremos, ya que habiendo telepatía no hay secretos, todo es muy directo y además funciona. Esta caribeña tan salada no es otra que mi querida Ivy-Aï (entrada 9/2/20). Conozco a unos niños de unos nueve años el más mayor, que se dedican a robar coches principalmente. Otros más pequeños, entre tres y cinco años, caen de una tarima de madera como granizo, ninguno llora ni se queja, ni siquiera gritan por el susto.

Tengo ante mí un grupo de licenciados en Medicina, médicos de salón incapaces de curar nada, ni de ofrecer a sus pacientes algo que se salga del espeluznante recetario de las farmafias. En cuanto a plantas medicinales, estos médicos son todos legos, les enseñaron sólo a extender recetas; el cuerpo humano lo conocen básicamente de oídas, como del amigo de un conocido. 30/7/20.

Juego con mi hija Elvira en su estado de bebé. Esto es muy divertido.

Estoy con Gaspar, pero en vez de conservar su tamaño de gato, ahora es grande como un tigre y su ronroneo parece el motor de un tractor al ralentí. 31/7/20.

Sé de una ciudad donde todos los pisos son nuevos, están vacíos, y tiene las puertas sin acerrojar. Me dedico a regalar casas a toda la gente que conozco. Me encuentro con un ser del tamaño de un roble centenario. Después de hablar con él, me entero de que él también soy yo, en una versión hasta ahora desconocida para mí. Le comento el asunto de los pisos, por si conoce gente pequeñita a la que le venga bien una casa gratis. 1/8/20.

Mi hermano Sagu nos dice a Gerardo Velarde y a mí, que tiene bonos universitarios. Gerardo y yo, que no hemos dormido en días, no entendemos qué nos quiere decir con esto, ni siquiera sabemos qué son esos bonos, si cotizan o tienen algún valor. 2/8/20.

Voy a la vieja casa de campo de mis padres para hacer arreglos. Trabajo con alguien al que creía conocer, pero veo que este hombre no valora mi manera de trabajar. Luego pasamos a ser un grupo de personas que hemos de solventar algún asunto en una zona específica del bosque. La situación troca de nuevo: la persona con la que trabajaba al principio, a quien creía conocer, ahora resulta ser mi padre. 3/8/20.

Me encuentro con N A, he de ayudarla a poner en evidencia toda una conspiración de mentiras tejida a su alrededor y en su contra.

Son las dos o las tres de la madrugada. Mi hermano Sagu quiere salir a beber, a bailar, a comer, o a cualquier cosa que acabe en erre. Mientras andamos por un barrio en fiestas, él me pregunta: ¿Qué es mejor, ser un hombre, ser una mujer, o ser un perro? (Hoy pienso que en este mundo ninguna opción es más deseable, pero tal vez le doy la palma al perro, ya que nunca he visto a un perro compadecerse de sí o maldecir su suerte; y entre la gente, sin importar el sexo, esto suele ser la norma. 4/8/20.

Cierro los ojos. Veo una gata negra, que parece ser Milagros, durmiendo sobre una bovina de cable eléctrico.

En el Círculo de Bellas Artes encuentro a mi hermano y al poeta Emilio Prados hablando con un grupo de personas. Estos beben alrededor de una mesa. Salgo a la azotea y me alzo en vuelo sobre la ciudad. Es de noche. La ciudad, vacía e iluminada, es como una moneda al aire, unas zonas se ven bellas y otras siniestras. Poder dirigir el vuelo con la mente y sentir el aire en la cara es un placer puro. Al volver, en la calle, mi hermano me pregunta si tengo dinero para pagar la cuenta que han dejado pendiente. Al ir a pagar, me encuentro en las escaleras con mi perro Lino, pasamos juntos al salón del bar para celebrar este encuentro.

Cojo con mis manos a un grupo de personas famosas, sin honor ni dignidad, son aquellos que por fama no han dudado en vender su alma al diablo (nada metafórico) a base de hacer favores a grupos políticos; los amontono y pongo en un rincón de la sala donde me encuentro. Quedan como hojas, primero enmohecidas por la lluvia y luego resecadas por el viento. Enfrente, sobre una tarima Antonio Trevijano, con su conocimiento y elocuencia, da una plática pública de por qué nunca hemos estado regidos por un sistema democrático (la partidocracia sin separación de poderes es la antípoda de un una democracia real, más cuando gobierno y oposición son una misma empresa, además de una banda criminal organizada en narcoestado).

Mi hermano Sagu se cambia de sexo. Esto me choca tanto que casi salgo disparado al País de los Vigilantes. En casa del pintor Petrus, consigo un memorándum con informes anónimos de la embajada China. La nitidez de todo cuanto veo supera con creces a eso que, día a día, llamamos realidad.

Estoy encarcelado pero me las apaño para, desde mi celda, recopilar las pruebas que demostrarán mi inocencia. 5/8/20.

Un robot manco del brazo izquierdo, se hace pasar por mi hermano. Saco de mi computadora un texto que data la corrupción masiva de mi país, algo endémico por todo el escalafón del poder. Nadie se salva. Luego mi hermano Sagu me engancha y me da achuchones como si yo fuese un cachorro de perro. 6/8/20.

Cierro los ojos. Una corriente de aire agita y hace sonar un montón de cencerros que, en línea, penden del cielo.

Me encuentro con Raquel (una amiga de mi adolescencia). Va acompañada por un montón de gente que no conozco: su pareja, una niña y un niño, y un grupo estereotipado de ecologistas del armagedón del fin del mundo, locos por el recalentamiento global obituario, ‘agenda 20/30’. Recalentón y todo, después me cayeron muy bien y pude apreciar su belleza, además se su bondadosa ingenuidad, tan enorme como peligrosa. Veo a Raquel tan bonita como siempre. Una de sus amigas, ultracientífica del armagedón ecológico, pero muy atractiva, nos habla de grupos humanoides de fuera del planeta. A uno de esos grupos los denomina Babanji. Pasamos al interior de una fundición. De uno de sus crisoles, casi enterrado a ras del suelo, estos científicos obtienen información de carácter bastante catastrofista; todo es un drama con éstos.

De nuevo estoy con Raquel. Ella vive con dos mujeres hindúes, son morenas de pelo negro y gran atractivo. Mi amiga sigue ejerciendo sobre mí el mismo magnetismo de antaño (nos queríamos mucho). La casa pasa de forma gradual, según avanzábamos, de su decoración castellana clásica (muebles de roble, alacenas y arcones labrados, etc.) a paredes pintadas con pigmentos puros, en azul o azafrán, objetos de cobre y estaño, dioses de bronce y cerámicas hindúes. 7/8/20.

Mi hermano le pregunta a mi madre: ¿Se decolora un inodoro muerto? Mi madre responde que sí claro, y luego le da un ataque de risa.

Un bar restaurante tiene expuesta en sus paredes una colección de pinturas realmente extrañas. Al ver al autor de las pinturas me digo: ¡Pero si es igual que yo! Después de cruzar entre ambos, cuatro palabras, estamos a punto de iniciar una pelea. Por suerte, puedo pararlo y disculparme (conociéndome, así ganamos ambos). Cada pintura es una locura de localizaciones y tipos variados. Al mirar los cuadros detenidamente, los personajes cobran vida y como si se volviesen locos, crean por la superficie del cuadro pequeños caos compositivos. Es medio día y los del bar quieren cerrar. Siento que al cerrar se comete una injusticia contra la obra de mis socias, pero no consigo convencer a nadie para que mantengan el local abierto. El caso es que hay mucha gente atraía por las pinturas. Veo un montón de manos rodeando la mano del padre del pintor, adornada con un reloj de oro. Pese a mis protestas, el bar se cierra y, sin que nadie se de cuenta, los tipos tan raros de las pinturas saltan del cuadro y toman el local. ¡Acabáramos! 8/8/20.

Niños, a los que la prensa acusa de terroristas, se inmolan por las plazas públicas de las ciudades, obligando a la policía a tomar medidas desesperadas, esto es, a quedarse engolfados en sus autos sin mover ni un dedo, salvo para actuar contra la ciudadanía.

Cúmulo de sucesos. Una mujer, morena y buena cocinera, tiene cono pareja a un hombre que los vecinos acusan de ser un animal; realmente este hombre es un nagual. Científicos y sociólogos neonazis y comunistas se frotan las manos con futuras plandemias víricas. Un chaval de barrio, después de estar ingiriendo drogas psicoactivas durante años, se convierte, a ojos del común, en una especie de semidiós; sus adoradores acaban fundando una secta con enorme proyección mediática. De rodillas y a comulgar.

Le explico a la dueña de una cafetería con terraza, que debería ingeniárselas para colocar en los juzgados de la ciudad, máquinas expendedoras de café con las que obtendría buenas ganancias. (¡Torlonio asesor financiero! ¿Y qué más?).

He encontrado un pequeño OVNI con el que quisiera salir pintando de este planeta, pero el artefacto parece averiado. Cojo carretera y manta, pues me persigue alguien que pretende echarme encima una sustancia grumosa blanca paralizante, cosa que no permitiré que ocurra (este es uno de mis sueños de serie B). 9/8/20.

Viajo en el tren suburbano con mi hija Elvira, que ahora es japonesa. En un transbordo, se une mi hermano Sagu a nosotros. 10/8/20.

Tengo un romance no tolerado para todo los públicos, con una cajera del minisúper donde compro provisiones habitualmente en el País de los Vigilantes.

 Trabajo en una serie de pinturas donde, de manera sumaria, compongo las imágenes sirviéndome de óleo negro rebajado, dejando algunas zonas limpias, con el blanco de la imprimación. Sin pararme en intelectualizar el esfuerzo, remato cada obra con sólo tres colores: rojo bermellón, amarillo dorado, y verde bosque. Los golpes de luz descansan en las zonas de tela sin pintar. La premura, la parquedad y la inmediatez son el distintivo de este conjunto. 11/8/20.

Mi hermano está vestido de blanco completamente, yo a la inversa, visto de negro de pies a cabeza. Mi amiga Aika tiene una cuadra con camas donde nos alojamos. Aika y yo, montados en una furgoneta, bajamos por la calle Francisco Silvela (inmediata a la casa de sus padres). Entonces, empiezo a ser consciente de las equivalencias entre mis correrías en el País de los Huesos, con ciertos episodios de mi adolescencia. No sé por qué Aika lleva en sus piernas, por lo demás perfectamente formadas, unos aparatos ortopédicos correctores. Todo se vuelve tan caótico que me sumerjo de nuevo en el soñar dormido. 12/8/20.

Una mente perversa urde una trama llena de laberínticos nudos dobles para envenenar a la población del planeta, saturando de neurotóxicos y estrógenos los alimentos, rociando metales pesados en el aire, y dispensando medicamentos venenosos. Tal mente diabólica es, para colmo, dueña de los medios de comunicación, por tanto resulta imposible hacer cualquier tipo de denuncia pública (cualquier parecido con la realidad es sólo un sueño).

Asisto a una fiesta en casa de unas amigas muy simpáticas. También asisten a esta reunión un grupo de cocainómanos que, al constatar cómo su energía choca con la mía, me encierran con ellos en una habitación. Acabo como en una película de chinos, pegando saltos de cuatro metros y dando tortazos en racimos.

Estoy en La Manga del mar Menor con Curra y mi hija. No sé si acabamos de ver una película demencial y terrorífica o la hemos vivido, ya que para nuestro subconsciente todo es real: cuanto entra en nuestro subconsciente, puntúa. Después conduzco un jeep bordeando esta manga costera. Paro en un desvío y entablo una conversación con dos tullidos, doblados por la mitad como si fuesen un libro a medio abrir. A pesar de andar descalzo (para mí algo habitual en el País de los Huesos) y con uno de mis sombreros de paja, noto que el cuerpo que uso no es el habitual, donde mis miembros sólo aparecen cuando los necesito, sino una especie de funda prestada y bastante más rígida. Los tullidos me dan una bola de hachís (evito esta droga debido a mi tensión baja). En pago se cogen tres tapones de refresco que aparecen entre las monedas que llevo. El jeep no está donde lo dejé, así que voy a una gasolinera para denunciar su desaparición, cuando me doy cuenta de que seguramente el vehículo se lo ha llevado la policía. 13/8/20.

Cierro los ojos. Pinto un mural donde una parra se expande alrededor de una perrita de color café, tumbada en el centro del cuadro. El cielo del mural es nublado pero es luminoso, yendo desde una zona de lluvia hasta otra abierta con un arco iris; mientras en tierra, las escenas forman secuencias también representadas de manera gradual, como con la atmósfera.

Escribo diferentes historias, sin plantearme quién las publicará, relacionadas con el estado de sitio (tan mal disimulado) que la población ha sufrido mientras estuvo detenida de forma ilegal y anticonstitucional en sus propios domicilios.

Estoy en Barcelona con mi hermano y nuestro colega saxofonista Charly. Mi hermano pierde sus gafas. En el metro, mientras veo a dos personas discutiendo, Sagu y Charly desaparecen. Decido visitar el que fue, a principios de los ochenta y también noventa, mi barrio: el Barrio chino. Los que antes discutían me gritan: ¡Así mueres! Yo respondo: ¡No, así vivo!Recorro las calles del Barrio Chino hasta perderme. Me duermo sobre un banco de una pequeña plazoleta. La gente habla a mi alrededor.

Pinto tres trozos de queso manchego curado. Nada más los pinto, no los como; entonces tomo consciencia de que, incluso sentado con la comida en la mesa, es infrecuente comer en el País de los Huesos, ya que no lo necesitamos. 14/8/20.

Continuará…

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No te escaparás >> Tinta y témpera, 1986 >> Alias Torlonio

Alias Torlonio, David García. Pintor. Disléxico. Ermitaño. Bosquimano. Vegetariano. Íbero. Guerrero pacifista. Extraterrestre mientras no se demuestre lo contrario. Nombrado en 2018, 14o Rey Natural de los Gatos del Bosque. Se declara objetor de conciencia desde 1982, apartándose para siempre de la industria militar, el estercolero político y los infiernos religiosos.

Frases poco conocidas de de Alias Torlonio: El silencio pule el alma. Los malos son tontos, los tontos son buenos, los buenos son listos, los listos no tanto. La miseria viene de la mente; la abundancia sale del espíritu. Me da igual un traje a topos que un campo de minas.

Links: Artscad@AliasTorlonio   ;     Elmuseovirtual@AliasTorlonio 

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