Por Antonio Rangel
Comenzaré con una idea atrevida: sin basura y sin bronce, el estudio de la historia no vale la pena.
Ahora trataré de convencer a alguien o, al menos, a mí mismo…
En una caja arrinconada del cuarto de azotea de la historiografía mexicana podríamos encontrar un poco sobre la vida de Carlos IV, al que yo llamaría “el Apanicado”, aunque acá es mejor conocido como “el Caballito”. Dicho de otro modo, para los que vivimos en la Ciudad de México es más célebre la estatua de bronce hecha por Manuel Tolsá que la biografía del rey español, a pesar de la influencia que tuvieron ciertas guerras durante su reinado en la configuración de los procesos revolucionarios de las independencias americanas.
Apenas concluí la frase “la configuración de los procesos revolucionarios…” recordé que el estilo académico para escribir sobre el pasado suele provocar bostezos. En cambio, si empezara con mentiras, o a echarle pizcas de sal literaria a la historia, diciendo, por ejemplo, que el rey estuvo enamorado de Manuel Godoy, o que su consorte María Luisa de Parma era una ninfómana, o que Fernando VII no era verdaderamente su hijo; con esta clase de tonterías despertaría curiosidad, aunque de esa manera se convierte al estudio de la historia en un sirviente más de la sociedad del espectáculo.
Voy a pecar de esquemático: por un lado tenemos una historiografía universitaria que nos enreda en palabrejas y complejidades que sólo entusiasman a los especialistas; por otra parte, una historiografía de divulgación, que vuelve sujetos de farándula a los personajes históricos, cuando nos ofrece un conjunto de chismes, que resultan inútiles para adquirir una amplia perspectiva histórica. Ante estas posturas los profesores de historia a nivel básico y medio suelen mezclar, según su personal inclinación, lo farandulero y lo académico, a veces generan aburrimiento, a veces enorme morbo.
El problema profundo de una historiografía al servicio de la civilización del espectáculo es que la amnesia triunfa y la basura gana. Da lo mismo hablar de Maluma que de Carlos IV si nuestra atención cae en las anécdotas privadas. Peor aún, da lo mismo hablar de los villanos que de los héroes; cualquier criminal puede ser reivindicado y elogiado actualmente, y la solemne imparcialidad académica también contribuye a la reivindicación de los más execrables personajes.
Hace poco me quedé atónito frente Ha vuelto(Er ist wieder da), la película en que un actor caracterizado como Hitler se pasea por Berlín y la gente de forma espontánea busca tomarse selfies con el líder nazi. La idea y la realización del film me parecen geniales; lo que me desconcertó fue la reacción de aquellas personas que sin ser actores recibieron a Hitler como un entretenimiento y tomaron su presencia como algo para presumir en Facebook; después de eso me fue difícil creer que no votarían por él si tuvieran oportunidad.
¿Qué pensarían Sartre, Camus o Milosz ante esas reacciones infantiles, amorales y taradas de algunos alemanes? Imposible saberlo, pero lo cierto es que sus reflexiones estarían dedicadas, nos guste o no, a un pequeño porcentaje de la población. Mientras que las masas, las que ganan elecciones, no se mueven por razones sino por emociones; así que ya no me parece imposible que Hitler o alguien semejante pudiera volver a gobernar Alemania con una buena campaña.
En México nos resistimos a creer que nuestras elecciones reflejan la voluntad de la mayoría, pero yo, por el contrario, creo que si Peña Nieto gobierna es porque era claramente el candidato más ignorante y el peor preparado, lo cual por supuesto no desestimuló a quienes lo votaron por ser guapo o joven o tener copete, es decir, sospecho que esas causas irracionales son los motores de las elecciones. Si bien, tiene fundamentos la tesis del fraude electoral y de la compra de votos; para mí ver a Donald Trump en la Casa Blanca me dice que legalmente los iletrados pueden tomar el poder. No sólo ellos, también los intolerantes y los psicópatas, los criminales y los desquiciados, lo que realmente importa es la forma de vestir y la sonrisa, el carisma y la publicidad. La voluntad mayoritaria puede preferir la basura en vez del bronce.
Si se estudia historia es porque confiamos en que tanto individual como socialmente nos traerá beneficios. Distinguiremos el bien del mal, aprenderemos de errores, modelaremos heroicidades, tendremos un orgullo sano por quienes estuvieron en nuestro mismo lugar antes que nosotros y nos legaron instituciones beneficiosas. Sin embargo, nada de eso es posible si nos da por la objetividad y la imparcialidad, así como por el afán de novedades. Porque también el estudio de la historia se presta para el círculo vicioso de la renovación. Entonces hay historiadores que pretenden “rescatar”, “mostrar otra visión”, “descubrir una nueva perspectiva”, y en ese afán novedoso hay una inversión de valores: sacan lo bueno de los malos y lo malo de los buenos. Lo cual podría ser interesante si no resultara confuso y si la gente no pasara de decir: “Hitler no fue tan malo” a “debemos exterminar judíos” de un modo acrítico. No es conveniente hilar demasiado fino en cuestiones de historia ni concentrarse en un árbol para negar el bosque.
Una de las ventajas de conocer la historia de bronce, es distinguir con claridad a los buenos de los malos. Cuando se comienza a criticar a personas excepcionales por pequeñas vilezas íntimas, deberíamos darnos la vuelta. Lo mismo cuando a personas infernales se les asocia con cambios positivos. En la calumniada historia de bronce hay una distinción clara de lo que es la basura. Pero en la historiografía del espectáculo la basura se reutiliza.
Es probable que con el paso del tiempo las mayores brutalidades se vuelvan inofensivas e incapaces de despertar indignación. ¿Quién se asusta ante la barbarie del imperio romano? ¿Cuántos hay que justifican a los sanguinarios aztecas? ¿No se elogia a los espartanos en lugar de que resulte indignante su crueldad? ¿Es el tiempo el que adormece la irritación? Quizá sea que en el fondo la maldad nos resulta atractiva.
Tal vez me he instalado en el pesimismo, pero sospecho con gran fuerza que poseemos naturalmente una resistencia para aprovechar la historia, tanto la de bronce como la del espectáculo basura. Además, mi desconfianza en los aprendizajes de la historia se traduce en confianza por las enseñanzas de Maquiavelo con respecto a la degeneración y regeneración cíclica de los sistemas políticos: la teoría de la anaciclosis, formulada anteriormente por Polibio, la cual señala la inestabilidad de los buenos gobiernos que más temprano que tarde se echan a perder y que ya cuando están bien podridos, vuelven a florecer: del bien se deriva el mal y del mal, el bien.
En conclusión, nos equivocamos con la trillada fórmula de que estamos condenados a repetir la historia si no aprendemos de ella, lo que tendríamos que reconocer es que estamos condenados a la recurrencia histórica, precisamente, porque la historia nos enseña a repetir patrones. Una y otra vez el bronce y la basura se confundirán, y nos confundirán.
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IMAGEN
Carlos IV a caballo >> Óleo >> Francisco de Goya
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