I
Cuando me di cuenta ya estaba con grilletes en las muñecas junto a otras personas y algunos animales. Horas antes, dos agentes de traje me agarraron en la calle y me subieron a un Mercedes negro todo elegante sin que pudiera zafarme a pesar de que les tiré golpes como loco y grité a todo pulmón; nadie me ayudó.
Después de conducir un rato, me aventaron como costal tras la enorme barda que rodeaba ese gran espacio parecido a un campo de concentración de la Segunda Guerra según yo había visto en documentales y películas. Dentro, una mujer de unos sesenta años con rasgos inamovibles me recibió, y dos chicas de batas azules me marcaron con hierro ardiendo en la palma de la mano derecha.
Literalmente me cagué de dolor, y enseguida me pusieron los grilletes. Entre cuatro chicas me condujeron a una especie de celda pequeña con ventanas donde me arrojaron. Me tiré en el piso mientras me revolcaba y maldecía.
Un hombre de unos setenta años que yacía en la celda de al lado sentado y con las manos en las rodillas me dijo:
—Bienvenido, chavo. Ya pasaste lo peor. Ahora sólo te queda esperar.
No le contesté hasta después de un rato, cuando el ardor en mi mano comenzó a bajar.
—¿Esperar qué? ¿Qué diablos está pasando? ¿Dó-dónde estoy?
—Tranquilízate. No sé cómo se llama aquí. Sólo sé que somos parte de los llamados “elegidos”, y que pronto nos llevarán a un lugar peor que éste. Yo creo que nos van a matar. Ya ni sé.
—¿Pero cómo es posible? ¡¡Yo no hice nada!! ¡¡Sólo iba a trabajar!!
—Nadie de los que estamos aquí hizo nada. Igual yo sólo andaba de paseo con mi familia cuando dos agentes me trajeron a la fuerza, como supongo que te pasó a ti.
Recordé la manera en que esos dos malditos gorilas me subieron al coche negro. Miré alrededor y a cierta distancia vi otras dos celdas, cada una con una mujer dentro. Una estaba de pie apoyada en el ventanal; la otra, sentada con la mirada en el vacío. Apreté los dientes y le pregunté a aquel hombre:
—¿Pero cómo que somos elegidos? ¿Elegidos de qué? ¡¡Cuando salga de aquí haré que encarcelen a todos estos corruptos!!
El hombre rio lacónicamente y agregó:
—Nadie ha salido de aquí nunca. Una de las mujeres que resguardan el lugar nos dijo una vez que este lugar es reciente. Que lo había encargado el Nuevo Orden Mundial, el gobierno único que se cierne sobre el planeta para controlar a la humanidad.
—¿Pero usted qué fumó? —protesté comenzando a temblar—. ¿Qué son esas pendejadas?
—¿Qué nunca has oído hablar del Nuevo Orden Mundial, chavo? ¿Del próximo gobierno único? ¿Ya viste la marca que te pusieron y dónde te la pusieron? ¡Ja, ja, ja!
El hombre sacó avena de una caja de cartón y me la ofreció.
—¿Quieres comer?
No le contesté y fruncí el ceño. El hombre comió la avena de un bocado, la masticó y dijo:
—Ya nunca comerás carne. Aquí sólo nos dan un poco de fibra.
Agaché la cabeza y miré al suelo. Deseaba que aquella pesadilla terminara. Busqué en mis bolsas; sólo tenía mi cartera con dinero pero sin credenciales. Los agentes también me habían quitado el celular. Miré a una celda con animales a unos metros de la mía. La mayoría de perros dormían, y otros nos miraban al hombre y a mí.
—Te recomiendo que duermas —dijo el hombre mientras se acostaba—. Todos los días son iguales. No hacemos nada. Sólo esperamos.
Dio media vuelta. Reflexioné sobre muchas cosas un rato. Miré la celda de las mujeres; se habían acostado. Yo me eché pensando en alguna manera de escapar.
II
Me despertó el ruido de una máquina. Mientras me frotaba los ojos vi que el hombre de la celda de al lado defecaba en el piso. Un contenedor entró por un agujero, recogió el excremento y salió. Segundos después otro contenedor igual entró a mi celda. Yo brinqué y el hombre me dijo:
—Buenos días, chavo. Más vale que defeques ahora. Esa máquina sólo pasa en las mañanas a recoger la mierda.
Sin dar crédito a lo que sucedía, pensando que era una pesadilla de la cual no podía despertar, me bajé los pantalones y los bóxers, me acuclillé y pujé para defecar sin ganas. Logré expulsar un poco y el contenedor hizo la misma operación que en la de la celda del hombre. Me vestí y me senté mientras aquél silbaba Love me do de los Beatles. Miré a la celda de las mujeres. Una se bajaba su falda. Me volteé.
Rato después se abrió otro agujero en mi celda y entraron dos cajas de cartón. Ante mi cara de sorpresa, el hombre me sonrió y me hizo señas de que abriera las cajas. Una contenía avena; la otra, frutas. El hombre sacó de una caja una manzana, dio un bocado y me dijo provecho.
Pasé la tarde atormentado por la incertidumbre y por ese silencio que sólo rompían los perros al ladrar. Vi pasar algunas mujeres con batas azules frente a mi celda. En ocasiones me levantaba como rayo con la esperanza de que fueran a sacarme. Una vez les grité que si me dejaban libre, mi familia les daría dinero pero ni siquiera me voltearon a ver.
Calculé que sería de noche cuando vi pasar a las dos últimas mujeres de batas azules. Conversaban. Una lanzó una risita.
III
No había dormido mucho cuando un frío en la cara me despertó de súbito. Iba a gritar pero una mano femenina me tapó la boca. Parpadeé y reconocí en segundos los ojos de Beca, una exnovia con quien duré algunos meses. Llevaba el rostro tapado con una pashmina que sólo dejaba ver sus ojos negros y sus cejas pobladas.
Conservé la calma por la esperanza que me daba encontrar a una conocida en esa situación. Ella dijo:
—David, escucha bien: en unos minutos algunas mujeres llegarán aquí. Si nos descubren, nos matan a los dos.
—Oye, pero Beca, ¿por qué te arriesgas? —pregunté conmovido con la adrenalina hasta los pelos.
—No tenemos tiempo de platicar, ¡carajo!
Beca sacó un pistolete de acero y con dos descargas de algo que parecía un soplete derribó mis grilletes. Mientras yo me frotaba las muñecas, ella sacó una llave con la cual abrió un ventanal de mi celda. Me ordenó que la siguiera. Obedecí y, al pasar por la celda del hombre de a un lado, lo vi acostado con los ojos cerrados y lágrimas. Por un momento pensé en pedirle a Beca que lo liberara también pero no pude porque ella se había alejado corriendo. A toda velocidad la alcancé y llegamos a un enorme y viejo elevador. Ella oprimió un botón y bajamos.
—Sólo te diré que te aprecio —dijo sin mirarme—. Alguna vez me salvaste de ahogarme en el mar, ¿te acuerdas?
Recordé cuando fuimos a un Rave a la playa de Maruata. Beca se había metido algo de droga y mucho alcohol. Nadie se dio cuenta de que de repente se había ido. Cuando noté su ausencia miré al mar y vi con la luz de la luna llena que el agua le llegaba hasta el cuello. Corrí, salté al mar y la saqué con esfuerzo porque ella me tiraba golpes.
—En esa época estaba loca —me dijo cuando el elevador se detuvo—. Después estudié Ciencias Políticas y mi papá me metió a la Cámara de Diputados.
—¿Y qué haces aquí?
—No tengo tiempo de explicarlo. Ahora corre conmigo.
Beca me agarró de la mano. Si no hubiera estado en esa situación terrible, me hubiera enamorado otra vez de ella. Atravesamos un pequeño bosque y llegamos a una diminuta puerta de hierro entre la descomunal muralla.
—Lo bueno es que calculé esta puerta, que es la única fuera de la vista de los centinelas —observó Beca—. Si pudieran vernos, ya nos habrían disparado.
—¿Y por qué sólo hay mujeres cuidando aquí? ¿Es cierto lo del Nuevo Orden Mundial?
—¡¡Deja de preguntar, David!! —gritó irritada mientras una sirena comenzó a sonar—. Lo único que te pido es que te largues muy lejos de aquí. ¡¡Escóndete!! Y sobre todo: no dejes que nadie te vea esa marca en tu mano. ¡¡Nadieee!!
Ella consiguió abrir la puerta, se hizo a un lado la pashmina, me besó en la mejilla y, al verme pasmado, me gritó:
—¡¡Ya lárgateee!!
Quise pedirle que se fuera conmigo pero no me atreví. Antes de atravesar la puerta le dije gracias, te quiero.
IV
Corrí, corrí, corrí lo más rápido que daban mis piernas sin mirar atrás mientras escuchabas sirenas detrás de mí y, minutos después, ruido de motores. Bajé por una cuesta arbolada y llegué a una avenida. Era temprano. Gente caminaba. Coches circulaban. El mundo seguía normal allá afuera ignorando lo que sucedía en el campo de concentración a poca distancia. Mientras bajaba de velocidad por el cansancio, pensé desconcertado en el porqué de esa situación. Recordé las revelaciones del hombre de la celda de al lado con respecto al Nuevo Orden Mundial. Me aterroricé y no supe a dónde ir. Seguramente lo que sea que fuera esa organización secreta sabía dónde vivía. Me senté en una parada de bus para pensar a dónde ir. De pronto, un Mercedes negro pasó frente a mí y de inmediato me levanté. El coche siguió de largo y yo corrí mientras decidía dónde esconderme.
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París a través de la ventana >> Marc Chagall., Liozna, Bielorrusia, 1887-Saint Paul de Vence, Francia, 1985.
David Gutiérrez nació en Ciudad de México en 1975. Se licenció en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Es editor, músico y novelista. Colabora para distintas editoriales dentro de la producción de libros de texto para nivel bachillerato de México. En 2016 publicó su primera novela, Asesino en Facebook, con Edelvives México. Presentó dicha obra en distintos foros y medios como la Feria Internacional del Libro del Zócalo 2016; FILIJ 2016; Feria del Libro del Palacio de Minería 2017; MVS Radio, Diario DF, Relax 104.5 F. M., Radio Ciudad Capital, y Zona Adictiva. Ha sido columnista en las revistas CROM y Palabrerías. Actualmente prepara otras novelas para su publicación.
Asesino en Facebook. Carlos Margain, un joven estudiante de criminalística, es contratado por una misteriosa mujer para que resuelva el caso del asesinato de la joven Dafne Urbieta. Su inexperiencia lo envuelve en las más terribles dudas. Sin embargo, su tenacidad, inteligencia y la ayuda de Auster, su profesor, le permiten encontrar las pistas que lo llevarán a conocer sakíes, poetas, chicas fashion y policías; y a sumergirse en la extraña oscuridad de vampiros energéticos.
Ventas y presentaciones: Fanpage David Gutiérrez