Por César Abraham Vega
Esta patria no viviría si no estuviera tan poblada de fantasmas; si todas estas entrañas yermas y hostiles no siguieran así de ensangrentadas y doloridas; esta patria es de huesos quebrantados, de esquirlas zumbantes de las balas, de hocicos babeantes de codicia, de pedregales tensos, de valles verdes y de cielos entorchados con las plumas del vetusto Quetzalcóatl.
Esta patria es un ramillete largo de las cien mil guerras floridas, es el mugir del cuerno y el retumbar de los tambores, es la pálida escarcha matutina que baila sobre el pastizal apenas vivo, el sol pasa a través del cuerpo lenticular de hielo e incendia lento el verde débil que apenas crece sobre la tierra durísima y descontenta. La puñalada trapera escala las espaldas, busca el sitio más sensible, el más cálido, el más acogedor y enclava en él su hoja abyecta, se empapa de la sangre sorprendida, y su puño es retorcido por la mano marcial de un militar
Las arcas del tesoro están vacías, no hay para comprar ni el pan de cada día, a pesar de que el trabajo es extenuante, las minas escupen sus riquezas y las manos del pueblo solamente las acarician con su manos sangradas y muy heridas al arrancarlas con el pico y con la pala de los entresijos pétreos de la tierra; la tierra no da para nosotros, la patria se olvida de nuestra hambre, de nuestra enfermedad proterva que consume los cadáveres vivos de nuestros niños, las entrañas benditas de nuestras madres, los ojos entristecidos de nuestras mujeres y los corazones muertos de nuestros hombres que de milagro y a base de café disuelto aún andan sobre los campos guiando los arados, picando la piedra, construyendo edificios, barriendo la calle y viviendo desde su muerte más irremisible.
La Civilización Americana es un mural (Fresco. 1932-1934) de José Clemente Orozco y aunque no es una de sus obras más populares, se cuenta entre las mayores que pintó. Dicha obra la realizó entre los años 1932 y 1934 durante el autoexilio del pintor en la Unión Americana. El recinto que alberga esta obra es la Biblioteca del Colegio Dartmouth en New Hampshire en los Estados Unidos.
A pesar de ser una pintura desconocida por amplios sectores de la sociedad intelectual de nuestro país, está considerada como una de las que mayor riqueza e importancia tienen entre toda la obra pictográfica del autor; un rasgo que es altamente destacable de este mural son los trazos que lo integran; Orozco se caracteriza en su pintura por la aglutinación de formas muy sólidas y casi monolíticas que brindan a sus trabajos, principalmente a sus murales, una intención gigantea llena de una vena épica que promueve el estremecimiento en el espectador. Sin divorciarse de aquella estilística por completo, en esta serie de pinturas que componen al mural, Orozco tiende acertadamente a utilizar una serie de trazos más relajados, fluidos, menos rígidos, a tal punto que en los paneles de esta pintura vemos convivir figuras épicas con algunas otras plenamente caricaturescas e ironizadas.
Aunque este mural cuenta con la particularidad de estar compuesto por alrededor de veinte paneles distintos que pretenden, cada uno de ellos, simbolizar ciertos rasgos representativos de las civilizaciones del continente americano, presentes y pasadas; nos enfocaremos a revisar con detenimiento únicamente dos paneles contiguos: El 14, titulado “Hispanoamérica” y el 15 que lleva por nombre “Dioses del Mundo Moderno”.
El primer panel que, como ya dijimos, representa a la América Latina, está aterido de simbolismo nacionalista mexicano; hay distintos motivos, expresos, o sugeridos que nos remiten irremediablemente a ciertas figuras de la historia de México. El primer elemento, el más poderoso, incólume, y alrededor del cual parecen orbitar el resto de los componentes, es un hombre campesino de tez morena, camisa de manta, con una canana terciada al pecho, sombrero ancho y sendos bigotes en la cara. Ícono que nos remite en primer lugar a la figura idílica de Emiliano Zapata, aunque un acercamiento más detenido nos hace desechar la idea, ya que no todos los rasgos son plenamente correspondientes. Este personaje más allá de emular a algún prócer de la patria, representa la Revolución Mexicana a través del pueblo humilde y campesino, de todas las figuras humanas que comparten el fresco con él, es la única que se encuentra plenamente erguida, inamovible y silenciosa. A sus pies y en su flanco derecho se ven costales de los que se desbordan grandes cantidades de dinero, un hombre vestido de traje negro y con sobrero de copa esboza un rictus tremendo de avaricia incontenible y agarra con sus manos crispadas los bultos de dinero, detrás de él otras figuras igualmente con rostros codiciosos, pero ataviados con uniformes de gala militares manotean y pelean entre ellos por ganarse el botín que yace desparramado en el suelo. El primero de los hombres con uniforme militar sugiere en su rostro, evidente parecido al del General Porfirio Díaz.
Del otro lado, en el flanco izquierdo, a los pies del revolucionario, caído, aparentemente muerto, con las narices clavas en los montones de dinero, se encuentra una figura humana ataviada con una sotana; se pude apreciar levemente que en el rostro de este cadáver existe un dejo de dolor y de profundísima tristeza; los rasgos de este cura nos remiten curiosamente a la efigie del padre de la patria, Don Miguel Hidalgo y Costilla, probablemente asesinado en la pintura.
Justo en el flanco izquierdo del zapatista se oculta una figura con uniforme militar portando un puñal e intentando dar un golpe trapero en la espalda del revolucionario que no se percata de la traición, detrás de este hombre se ven dos más con pinta de funcionarios públicos. La escena se desarrolla por completo en un ambiente urbano que descontextualiza la figura del revolucionario campesino.
En resumen, este primer plano podría asumirse como la compleja contradicción de las democracias, no sólo mexicana, sino latinoamericanas que, por un lado, parten de ideales patrióticos históricos y, por otra parte, son tergiversadas y manipulados por la burocracia y la función pública que lejos de trabajar en favor del pueblo, usan sus cargos como trampolines económicos, sociales, de pura índole personal. De ahí que los ideales independentistas hayan sido asesinados por el propio ejército, y amenazan de igual forma con dar por tierra con el idealismo revolucionario. La riqueza que sólo es amasada por unos cuantos, se contrasta con el sufrimiento y la penuria de los tantos necesitados.
El segundo panel es todavía más abstracto y espeluznante; en él solamente podemos apreciar diversas figuras esqueléticas; la que mayor fuerza tiene y sobre la que se cierne el contenido simbólico de las demás, es un esqueleto femenino dando a luz a un feto de puro hueso. La escena es atestiguada por siete calaveras portando distintas togas y birretes y una de ellas ayuda a la “madre” a recibir al feto. La “mujer” está recostada sobre una cama de libros polvorientos que están por ahí regados, hay cuatro frascos que encapsulan a tres siluetas y un rostro humano. Al fondo hay un incendio. Pero, dejemos que Jacquelynn Baas nos explique con mayor claridad la carga simbólica de este panel del fresco:
Esta es una salvaje y satírica denuncia de la educación moderna institucionalizada y su indiferencia ante el tumulto político de los años treinta, Orozco retrata esqueletos vestidos con togas presidiendo el nacimiento del conocimiento inútil, encarnado por el esqueleto de un feto. Las flamas del fondo nos recuerdan la quema de las naves de Cortés, los fetos embalsamados descansando sobre los tomos polvorientos sugieren la impotencia intelectual de la Academia y la fútil diseminación del conocimiento falso e insustancial. Indiferentes ante las crisis de la civilización moderna, los académicos se mantienen centrados en su mundo intelectual, muertos ante las ardientes cuestiones de la vida contemporánea.[1]
Es una pena tremenda que la ubicación de este hermoso y elocuente mural se encuentre tan distante y tan fuera del alcance de los mexicanos de a pie; pues la riqueza narrativa, el aglutinamientos de imágenes, el empleo de las formas y de los colores, además de la sensación de envolvimiento que se ha de percibir al estar parado en la sala de lectura de la Biblioteca de Dartmouth, ha de ser una experiencia única que —supongo— debe subsumir al espectador no sólo en un proceso catártico, sino de muchos niveles; y si bien en el mural apreciamos diversas representaciones de todas las culturas que conforman nuestra América, Orozco da claras muestras de lo arraigado que llevaba en su arte la influencia de su país.
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NOTA
[1] http://hoodmuseum.dartmouth.edu/docs/orozcobrochure.pdf
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